Cine, cuerpo y trabajo: Nicolás Guillén Landrián
I
Vi por primera vez los documentales de Nicolás Guillén Landrián unos años después de que fuera conjurado el largo silencio que los mantuvo abandonados en un depósito del ICAIC. Ese oscuro período de silencio, que se extiende desde 1971 hasta comienzos de la primera década del 2000, concluye parcialmente con el decisivo reconocimiento público que le dedicaron los realizadores jóvenes cubanos al creador de Ociel del Toa (1965) y Coffea Arábiga (1968) en varios de sus festivales.
Los montajes de este excéntrico clásico del cine experimental latinoamericano me interpelaron inmediatamente, entre otras cosas, por la multiplicidad de los ritmos corporales –las temporalidades desfasadas o asincrónicas– que allí convergen. Su extraordinaria síncopa vuelve a suscitar hoy una de las preguntas históricas recurrentes en las discusiones modernas sobre el arte y la política. La pregunta que interroga acerca de los efectos ideológicos y políticos de la forma artística no es nada nueva. Es bien conocida en Cuba, y en muchos otros lugares, tanto por los defensores del realismo socialista como por sus detractores. Tal vez no resulte necesario repasar, a estas alturas, el aspecto más tópico de una discusión que estuvo confinada por las narrativas y políticas culturales heredadas de la Guerra Fría. A estas alturas resultaría ocioso repasar los efectos de las campales batallas culturales signadas por el repudio del arte moderno proferido por el estalinismo del Lukács tardío y, por otro lado, por la esencialización del expresionismo y la fragmentación formal en aras de los amplios contenidos ideológicos, representacionales o realistas que también fueron registros y elaboraciones artísticas legadas de la modernidad. Ambas posiciones compartieron paradójicamente más de lo que estuvieron dispuestas a reconocer.
No está demás recordar, sin detenernos demasiado en la historia filosófica de aquellas guerras culturales, que al menos desde Friedrich Schlegel y el romanticismo alemán, la pregunta por los efectos políticos de la forma ha andado a menudo en compañía de la sospecha de que los lazos formales –los puntos de articulación entre las partes y el todo– que garantizan (o interrumpen) la unidad del sentido, tienen un peso ideológico decisivo.
Las articulaciones formales inscriben relaciones de fuerza entre las partes y el todo, tanto en la estructura de la obra artística como en la estructura del mundo administrado por el Estado, lo que condujo, ya en el siglo 19, a teorizaciones variadas sobre la relevancia impostergable de la discusión en torno a la forma artística y literaria para cualquier reflexión alerta, seriamente atenta, a la participatoria multiplicidad de las representaciones políticas.
José Martí, por citar sólo un memorable ejemplo latinoamericano, tuvo muy presente la conexión entre el arte y la política nada menos que en sus diarios de 1895, excepcional testimonio que significativamente dejó como herencia a “[sus niñas]” (no a sus camaradas castrenses ni literarios) como el homenaje que le rinde el hombre revolucionario a la poiesis de un saber subyugado, sostenido por el cuerpo de la sensibilidad artística que, según el intelectual guerrero, sería potencialmente capaz de mantener en jaque la violenta, aunque fundadora, voluntad de poder. Martí propone que el equilibrio entre la violencia fundante y la sensibilidad artística sea la condición necesaria para la creación de un gobierno “con todos y para el bien de todos”.
Para Martí este “gobierno de todos” en buena medida es una creación del “bien” común estético, o según Lezama, de la imago hecha historia. Martí intensificó radicalmente el vocabulario romántico de la discusión moderna sobre arte y política, hasta el punto de conferirle a la teoría estética de las articulaciones y los conectores políticos una dimensión pragmática o realizativa que evidentemente rebasa los marcos disciplinarios de la filosofía o de cualquier trama novelesca alemana (del Hyperion de Hölderlin, por citar solo un reconocido ejemplo, que tan bien se lee y se “deconstruye” a la luz de la relación vital entre el poeta y la guerra en los diarios martianos).
Si el signo, como estipulaba el muy concienzudo de Volosinov, era una pequeña arena de los conflictos de clase, entonces el discurso y la subjetivación son el campo de batalla entre las lógicas del sentido y su complejo tránsito por el ordenamiento sensorial y biopolítico de los sujetos. En el trabajo “inmaterial” del arte, la política confronta paradójicamente su límite y su condición material o física, es decir, su ineluctable relación con la duración de los cuerpos y el trabajo. De ahí que la relación entre la política y el arte no se pueda reducir ya al plano de la expresividad, sus temas o ideario. La política y el arte no se topan exclusivamente en el lugar de las representaciones, de la inscripción identitaria de los sujetos o su circulación (en el mercado de las identidades o en las instituciones culturales): se retan en la duración de la forma misma y su ordenamiento del cuerpo, el tiempo y el trabajo.
Digamos que se trata, en cierta medida, de la preocupación sobre los modos de intersección entre la forma artística y la política a la que aludió Tomás Gutiérrez Alea en la tímida aunque explícita defensa que hace del “collage” en Memorias del subdesarrollo (1968). Por otro lado, el clásico filme de Gutiérrez Alea enfoca insistentemente la excepcional colección de arte moderno nacional que posee Sergio en su lujoso apartamento del Vedado. Esa colección contiene obras de Portocarrero, Peláez y Lam, entre muchas otras firmadas por diversos artistas nacionales y europeos. Gutiérrez Alea tematiza la cuestión del arte vanguardista no ya exclusivamente como una instancia de innovación formal, sino como una dimensión del patrimonio y capital cultural. Durante la década del 1960, cuando Gutiérrez Alea planteaba la pregunta, la problemática del patrimonio tenía que ver con los coleccionistas privados y la función pública y patrimonial del arte. Hoy esta discusión tiene nuevas dimensiones.
Gutiérrez Alea radicaliza el “collage” modernista. Sin embargo, enseguida somete el impulso fragmentario y vanguardista –indicado por la música atonal de Leo Brouwer en los magistrales montajes de Nelson Rodríguez– bajo la presión de los contenidos ideológicos narrados en off por la propia voz desdoblada de Sergio. En un momento preciso de Memorias del subdesarrollo –luego de que Sergio ha definido su condición de propietario a dos oficiales del censo público que lo visitan– su valiosa colección vanguardista aparece en el trasfondo del mismo encuadre donde, en primer plano, se encuentra Sergio mirando la televisión. Por la televisión ve nada menos que NOW! (1965) de Santiago Álvarez, otro clásico político del montaje experimental latinoamericano. El montaje es la zona de elaboración formal donde el cine produce una mediación entre dos formas de inscripción o economías políticas del arte: por un lado, la colección privada del arte vanguardista de Sergio y, por otro, las urgentes necesidades políticas y el valor ideológico del arte en la esfera pública revolucionaria.
Hoy día, en la era de la globalización y el capital flexible (i.e. postfordista, polivalente, transnacional, etc) cuando la historia misma se convierte en una empresa museológica de perfil multinacional, resulta inevitable el análisis de la dimensión patronímica de la experimentación artística, no tan solo por el valor monetario que sigue acumulando el arte moderno cubano en los mercados globales; la dimensión formal del arte acarrea una reveladora red de relaciones y conexiones entre el sujeto, la materia, las cosas, los instrumentos de la creación y el tiempo del trabajo. Esta red de relaciones explicita y permite reflexionar pausada y críticamente sobre muchas de las condiciones del creciente trabajo inmaterial, cognitivo y afectivo que se expande día a día en las sociedades contemporáneas.
Ya en 1957, Hannah Arendt notaba con irónica lucidez en La condición humana que “la Edad Moderna trajo consigo la glorificación teórica del trabajo, cuya consecuencia ha sido la transformación de toda la sociedad en una sociedad del trabajo”. A raíz de la automatización, añade enseguida Arendt, “nos enfrentamos con la perspectiva de una sociedad de trabajadores sin trabajo, es decir, sin la única actividad que les queda” a los humanos que han sido definidos por la reducción a la actividad prototípica del trabajo productivo. Arendt no podía preveer las consecuencias más recientes de la tecnología informacional del complejo biotecnológico-militar, el incremento del llamado sector terciario o de servicio, la precarización del trabajo bajo los procesos de la desindustrialización, la debacle del socialismo real y la caída de la Unión Soviética. Stanley Aronowitz y J. Cutler hablan incluso de una sociedad del “postrabajo” (cf. sus trabajos en el volumen colectivo Post-Work: The Wages o Cybernation; olvidan, como recuerda el brasileño Ricardo Antunes en Adeus al trabalho?, que las enormes desigualdades económicas se fundamentan hoy como antes en la explotación y en la división global y local del trabajo. Otros comentadores, sobre todo los herederos del Potere Operaio italiano (P. Virno, T. Negri etc.) y asiduos lectores de Gilles Deleuze, como Franco “Biffo” Berardi (en The Soul at Work), figura muy cercana al anarco-comunismo de pulsión antiglobal (cibernéticamente motorizada…) recuperan el vocabulario del extrañamiento espiritual con que intensificó el joven Marx su primera crítica del trabajo alienado en los Manuscritos económicos y filosóficos de 1844. De cualquier modo, no se equivocaba Arendt cuando anticipaba, ya a mediados de la década del 1950, la contradicción fundamental entre la vigencia, aún presente, del paradigma moderno de la libertad humana como efecto del trabajo productivo, y la reducción masiva de empleos “productivos” bajo la reconversión contemporánea del capital industrial.
Nos encontramos ante una transformación profunda, global, del polivalente mundo de la creación del valor y su relación con la temporalidad; una reconfiguración del valor del tiempo laboral que impacta y sacude para siempre los fundamentos del paradigma moderno del trabajo productivo-industrial como instancia prototípica que sobredeterminó el valor del tiempo de las actividades (y del ocio) humano: dime qué produces y te diré quién eres… reza todavía hoy el dictum de una metafísica del trabajo productivo que más acá de la ética protestante y la secularización que condujeron a la teoría weberiana de la modernidad, también ha sido un aspecto decisivo de la filosofía marxista. El marxismo es tan heredero, al fin y al cabo, de la Ilustración y de la racionalidad moderna como la Memoria sobre la vagancia en la Isla de Cuba (1832) de José Antonio Saco. En este texto se observa que la llamada cuestión del trabajo tiene desde el siglo XIX una ineludible dimensión racializada y racista en Cuba y en toda la historia del Caribe y América Latina, donde el tema mismo de la disciplina y de la vagancia asumía con bastante naturalidad el privilegio del tiempo “libre” del hombre blanco (cf. J. Ramos 1994).
III
Creo que ya pueden anticipar algunas de las ideas que quería sugerirles en este ensayo inspirado por Guillén Landrián. Si existe algo consistente en su compleja trayectoria artística, fue la meticulosa e irónica exploración del tiempo y de los ritmos del trabajo. Coffea Arábiga, donde Guillén Landrián ironiza el trabajo voluntario en los cordones agrícolas de La Habana, es el ejemplo más obvio. En contraste con los planos más largos y el ritmo lento de la edición en Un barrio viejo (1963) y en Ociel de Toa, en Coffea Arábiga Guillén Landrián acelera el proceso de la edición. Los montajes de Guillén Landrián en esta última desatan un proceso acumulativo, accidentado, que excede el tipo de “dialéctica” o dramatismo del contraste que domina los montajes ejemplares de Santiago Álvarez, ideológicamente tan efectivos. La lógica de Guillén Landrián responde más al impulso del choteo: “Fidel, seguro, a los yanquis dales duro” y a la insolencia de la imaginación paródica popular.
Fernando Ortiz identificaba el reto y la insolencia burlona en la defensa del choteo que escribe contra Mañach y contra la tendencia institucional cubana a los géneros del pensamiento serio. (Por otro lado, no creo que se pueda identificar la tradición del barroquismo popular y del humor de origen urbano que defendía Ortiz, y que marca notablemente a Guillén Landrián, con el humor más literario y frecuentemente muy racista que pasa a los estilos “populistas” de la novela cubana, tema para otra historia.) Guillén Landrián realiza un cinema a contrapelo de las políticas del cuerpo y de la cultura elaboradas a partir de los históricos debates guevaristas sobre el trabajo voluntario y los incentivos “morales” a comienzos de la década del 1960. Es evidente que esas políticas del cuerpo y del trabajo resultaron decisivas para el establecimiento del cine documental cubano y su relación con la institucionalización de las esferas de sociabilidad revolucionaria. El trabajo de Sara Gómez en varios documentales, especialmente Sobre horas extras y trabajo voluntario (1973), puntualiza la intersección en el espacio cinemático de la política del cuerpo y la esfera de la sociabilidad revolucionara. Me refiero a la modelización del cuerpo y de la energía física transubstanciada, depurada y convertida en valor abstracto por un régimen de administración del tiempo regido por una triple economía: primero, en la guerra, segundo, en la trinchera productiva, agrícola o industrial, y tercero, en la trinchera amorosa donde se reproducen los cuerpos (del trabajo y de la guerra) y las pasiones patrias y no tan patrias.
Un ejemplo claro de la modelización del cuerpo figura en la última secuencia que realiza Octavio Cortázar para Acerca de un personaje que unos llaman Lázaro y otros Babalú Ayé (1968). Ahí el montaje establece una contigüidad muy dramática. Por un lado, aparece la captura de la temporalidad “excedente” de cuerpos peregrinos que se desplazan rumbo al santuario de San Lázaro en Rincón. Estos cuerpos derrochan la energía con el sacrificio, economía regida o “colonizada” de creencias legadas por la historia de la “esclavitud y del colonialismo”, según reza el análisis escrito que incluye Cortázar. La economía y el derroche sacrificial de los cuerpos contrasta el encuadre posterior, donde se erigen los cuerpos y se contiene y se disciplina la energía de los jóvenes, potenciales hombres y mujeres nuevos, que practican la calistenia y la educación física bajo el unísono de los tambores militares a la orilla del mar. Allí la frase “un día en la playa” ha cambiado de valor. De hecho, un ejemplo memorable de otro tipo de cine, que tenía sin duda dimensiones revolucionarias, aunque no sometido al dominio de la política cultural basada en el disciplinamiento del cuerpo trabajador, se titula, precisamente, Un día en la playa, extraordinario documental dirigido y fotografiado por Néstor Almendros (1961). Almendros explora en este cortometraje las dimensiones sensoriales, físicas, de la experiencia durante un tiempo desligado de las exigencias laborales en el espacio multitudinario y multirracial de la orilla del mar. A la orilla del mar, en la secuencia referida de Octavio Cortázar, los cuerpos de los jóvenes se entrenan en cambio para la guerra. No cabe duda de que la orilla del mar cambia tras la invasión de Girón y sus rememoraciones.
IV
El redescubrimiento, hacia fines de los años 1990, de los documentales realizados por Guillén Landrián fue uno de los acontecimientos más notables en la historia del cine cubano de las últimas dos décadas. Lo que nos recuerda que la historia de un campo cultural o artístico, durante ciertas épocas de “reenquiciamiento y remolde” –como las llamaba José Martí– se encuentra a veces movilizada no necesaria ni únicamente por la “novedad” de sus creaciones, sino por la posibilidad y la intensidad de los debates y las revisiones que renuevan la energía de la memoria histórica. La figura excéntrica, marginal, del artista vagabundo, sobreviviente de los rigores del choque eléctrico y del encarcelamiento, fue evocada y reinventada –a veces como figura de culto– por no pocos jóvenes intelectuales y cineastas. El “caso” de su biografía –el drama del nombre, la sicosis, la censura, el encarcelamiento, las instituciones siquiátricas, el exilio, la tumba prácticamente anónima, difícil de encontrar, a donde lo trajo de regreso su viuda, Gretel Guillén– todo ese poderoso drama, sin duda, ha contribuido a neutralizar el significado y la importancia histórica, ya hoy ineludible, de su obra clásica, bajo la condescendencia que esconde la infantilización de “Nicolasito”, el “loco”.
De cualquier modo, “el loco” se transformó en un punto de referencia alternativo a las figuras de una escena pedagógica que mostraba rápidos signos de deterioro durante aquellos años 90, en los que la reconversión de la economía cubana comenzaba a exigir una renovada reflexión y acaso una crítica radical del paradigma del trabajo productivo y del sacrificio revolucionario que había sido la regla de tantas de las exploraciones del tiempo, el valor y el sentido humano en la historia de la literatura y el cine hasta el “periodo especial”. Varias obras, aún poco vistas, no siempre ligadas a la renovación del fervor juvenil de las Brigadas Hermanos Saiz, obras poco conocidas, como Sed (1990) de Enrique Álvarez y Santiago Yanes, o luego Madagascar (1994) de Fernando Pérez, o la misma Fresa y chocolate (sutil homenaje a Néstor Almendros en 1994), introdujeron la problemática del “tiempo muerto”, de la espera (y del consumo cultural en el caso particular de Gutiérrez Alea y Tabío) en el corazón mismo del aparato cinematográfico y sus temporalidades. El redescubrimiento de Guillén Landrián durante aquellos mismos años –la bienaventurada transferencia de las películas en 35 mm a VHS en el ICAIC, junto a las discusiones de su obra en la EICTV, donde se hizo Café con leche, el riguroso ensayo fílmico de Manuel de Zayas sobre Guillén Landrián, presentado como tesis en la EICTV en el 2003—todo aquello, en el contexto más amplio del “periodo especial”, tuvo sin duda que ver con el agotamiento del modelo industrial socialista y la fractura del tiempo secular y sincronizado del progreso.
La obra de Guillén Landrián no disimula su impulso a la disonancia y a la asincronía. Esto, de por sí, no tendría por qué extrañarnos, tratándose de un realizador formado en el mismo país donde se produjo la Rítmica VI (1930), pieza de Amadeo Roldán que probablemente inspiró las primeras composiciones para percusión que compuso luego John Cage (Music for Percussion Quartet en los años 1940. En la obra de Guillén Landrián, son notables las referencias a la muy temprana música experimental de Roldán. Varias bandas sonoras de sus películas recuerdan el juego de Roldán: los desfases o las caídas del compás en las secuencias polirítmicas, principio recurrente tanto en las últimas dos Rítmicas (V-VI) como en Motivos de son (1932). La resonancia de Roldán es particularmente notable en la compleja banda sonora de Taller de Línea y 18, en la que la matriz rítmica de la clave (3/2) opera, como una especie de ritornello en la base misma de la acumulación excesiva y la tendencia al ruido. La disonancia no tiene porqué extrañarnos cuando proviene de un realizador contemporáneo de Leo Brouwer –quien de hecho colaboró en la composición de Regresar a Baracoa y en Taller de Línea y 18; el mismo Leo Brouwer de las series atonales con las que trabajó Nelson Rodríguez dos de sus montajes clásicos, de más limitada función brechtiana, en Memorias del subdesarrollo y en la primera parte de Lucía. Insistimos: no tendría porqué extrañarnos la sincopada asincronía de los montajes de Guillén Landrián si no fuera porque el cine documental cubano, en contraste con la música, ha estado expuesto a exigencias expresivas, políticas y pedagógicas que nunca han impactado la historia musical del mismo modo.