Conversación sobre La rosa
El texto que sigue fue leído el 25 de abril de 2019 en la librería Laberinto del Viejo San Juan.[1]

Obra de Susana Espinosa
La lectura de un poema exige estar muy atento al florecimiento de las palabras, al momento en que aflora el designio e incandescencia de sus imágenes. Un poema es siempre inocente, pero nunca ingenuo ni incauto. La cautela es su vigor, los pétalos que recorren las sílabas dejando intacto, al decir de Vallejo, el «pulso misterioso» de la poesía. Por eso, dejé dicho, a propósito de La rosa amarilla (2016), que «el misterio está en las palabras, y no en lo que ellas designan». Así lo consigna el poeta: Amarillo silencio, / amarilla brida. Y la rosa que vino hacia mis ojos.[3] La luz se hace tallo, un punto que eleva la pupila a la altura del silencio que calla para que nazcan las palabras. Las palabras son las más delicadas creaturas: ellas indican el destino de los hombres, la promisoria fuerza de la mujer. Entonces aparece una primera pregunta, formulada por Pablo Neruda: «Dime, la rosa está desnuda / o sólo tiene ese vestido?» Por eso, cada mañana, cada día, cada momento es un Siempre nacer y morir, / como una rosa amarilla, / lo que se vive presente. Las «amarillas primaveras» son símbolo, en la antigua tradición Zen, del morir y renacer. ¿Qué duda puede haber ahí, por más tenaz que la angustia sea; por más desconocida que sea el alma de una rosa? Se pregunta el poeta: Alma herida por vivir a orilla del silencio. / Alma que no quiere, que no sabe ser leve. / Alma sin reposo, sin abrigo. ¿Quién eres?
Por eso, lo más íntimo de la rosa, sea desierta o amarilla, es siempre el árbol, ese perpetuo desprendimiento de sí que vuelve a sí, al simple estar ahí, aunque lo rodeen tantos asesinos: O árbol, luminoso porta este, fuego / que nada es- ni se comparta, fuente / ni sabe nadie, fantasma o mariposa. Un poema es la demostración de que la gramática está diseñada para algo más que su consentimiento. El poeta desentraña los ovillos del signo lingüístico, como hace Velázquez con la pintura en Las Hilanderas, hasta dar con el primor de la evanescencia, con esa nada que es, el vacío que forma y conforma. Ese es el arte de la limpia desnudez de la poesía, el cisne discreto / que orbita las hierbas, entre las moscas. Por eso, hay más verdad en la poesía que lo que en nombre de la ‘realidad’ se impone. Lo verdadero de un poema reside en cultivar el surco de una frágil, pero potente efervescencia, exactamente como una rosa cuando se abre: Tener una rosa así en las manos, / cada vez que el sueño me lleve / por regiones donde no quiero ir. La fuente inagotable de las palabras, el destello de las imágenes, el silencio de sus fulgores hizo posible la condición humana, esa extraña animalidad que no deja de pugnar con el fervor de sus artificios. Por eso, la poesía es la recuperación de la función primordial del lenguaje. Que no es comunicar ni expresar sino ennoblecer y restituir el pensamiento a lo innombrable de su procedencia. Por eso, el poeta ama el canto de las ranas / sobre el susurro del silencio.
La voz poética es un vasto desierto de luz que hace florecer un instante de gloria, y Desiste de cualquier inteligencia / y a una incontenible rosa accede. Este acceso a lo incontenible, a la desmesura, es crucial y decisivo para que el poema, y no sólo su poesía, se abra como una rosa, sin llegar a ser alguien ni de nadie. Así dice el epitafio de Rainer María Rilke: «Rosa, ¡Oh su pura contradicción! / voluptuosidad de ser / el sueño de nadie / bajo tantos párpados.» Por eso, es inútil el crimen, el asesinato, la pretensión de hacer desaparecer a alguien, la viciosa violencia de un arrebato: “yo no olvido, / yo te arranco la cabeza”, sin ver que / la cabeza no fuera dél, ni del otro, sino / una cabeza más y, casi por añadidura, / la cabeza de todos y de Nadie.
Asesinaron a Federico García Lorca, pero quedó indemne el poema, esa perecedera eternidad de cada día, como se afirma en su Casida de la rosa: «La rosa / no buscaba la aurora: / casi eterna en su ramo, / buscaba otra cosa.» La poesía es indestructible, se asesinen o se suiciden los poetas. Poco importan ante ella los marchitos ojos de la imbecilidad, el letargo de la estulticia. Hay en todo momento el clamor de esa otra cosa, que no se deja atrapar, aún en nombre de la rosa, porque ahí está el testimonio que has de ce-gar tu, con las preguntas del desconcertante morir y haber nacido. Se sigue preguntando el poeta: Dime, capitán: ¿hay algo? / ¿Algo de algo? / ¿Algo que siendo, sea? / ¿Algo que diga: estoy aquí; y solo eso diga?
La verdad de la poesía es una rosa desierta porque solo nombra lo que dice la densa multitud de su espíritu, no lo que se quiera o espera que se diga. El espíritu de un poema es el aliento de su respiración, su palpitante hálito vital. A un poema no se le interpreta ni interpela. A un poema se le obedece – ob-audire –, se liga uno a la escucha de lo que otro nombra, y se deja acaecer lo que se evoca con las inmemoriales voces de la poesía. La Memoria poética – Mnemosyne, madre de las Musas –, no está presente ni ausente, ella ocurre y transcurre. Por eso, el poeta ve, escucha, siente y piensa el nocturno Nombre de las cosas. Porque ha sabido obedecer el imperativo de la palabra, la gracia de sus vestigios abisales y dice: Escuche a las piedras, la invitada / del sendero, / la vecina del capullo, / melodía rotunda: sílabas de la tierra … con la eternidad del mar en la mirada. La más breve intensidad: el florecer de la poesía. Por eso, lo que prevalece es música; música y silencios musicales: la vida toda en un abrir y cerrar de ojos, para recibir amorosa el perfume del alba, Un luminoso reino que despierta, para que haya luz, más allá de la luz, y la inmensa oscuridad de su SIEMPRE.
Escuchemos aquí y ahora esta plegaria de Paul Celan:
Alabado seas tu, Nadie.
Por amor a ti queremos
Florecer,
Hacia
ti.
Una nada
fuimos, somos, seremos
siempre, floreciendo
rosa de nada,
de Nadie rosa.
La rosa de Nadie es también la rosa Desierta, poblada de palabras, repleta de silencios. El silencio habita el lenguaje, la íntima pulcritud de la poesía. Hay que saber estar ahí –– no entrar ni salir sino estar, no como quien permanece sino como quien sigue y consigue habitar la morada del instante, la infinita fugacidad que nos sobrecoge. El poeta se va compenetrando con esa fuga que es el duro oficio de vivir; la ardua, dolorosa, pero también alegre e interminable conquista de las palabras. El momento se conjuga con el instante de la mirada (Augenblick) y aparece «el exacto nombre de las cosas» que invoca Juan Ramón Jiménez, la ocasión (kairós) de su reconocimiento. Sin embargo, el momento, que es cada momento y justo este momento, no tiene edad, crónica ni cronología. Es la matriz de la poesía que anda siempre con su desnuda desnudez, en continua despedida. / Dichosa, alada. Viuda.
Amorosa, la Rosa desierta concluye con esta plegaria al amor: Amor, retira de mí ya / una rosa estable, don- / de la luz se convierta / a un perfume del alba. ¿Pero qué es el alba sino el albo? La blancura, la súbita claridad que anuncia la aurora, pero también el ocaso: el crepúsculo, un mismo y único sendero de luz y oscuridad.
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[1] La fecha coincide con el 45 aniversario de la Revolución de los claves y el fin de la dictadura de António Oliveira de Salazar en Portugal (1926-1974). Escuchése el que fue, prácticamente, el himno del movimiento popular, una canción que es un poema, no sólo memorable, sino también inmemorial: Grândola, Vila Morena de José ‘Zeca’ Alfonso:
https://www.youtube.com/watch?v=gaLWqy4e7ls.
[2] La frase es de Friedrich Nietzsche.
[3] Los versos de Andrés Bermúdez aparecen siempre en cursiva.