Cuando Colón baje el deo

«Proyecto de un monumento al pueblo», Grabado de José Guadalupe Posada
A Juan Carlos Quiñones
A raíz de la controversia sobre la estatua de Juan Ponce de León y la visita de los reyes de España, recordé dos ensayos en los cuales hago referencia al arte público. El primero, monumentalista, sobre la remodelación monumentalista de Ballajá y el Paseo de la Princesa. El segundo, sobre la primera fase de arte público urbano disperso en plazas, parques, avenidas, murales y aceras. Reproduzco fragmentos de ambos ensayos que aún me parecen pertinentes.Hay arte público y arte público. Estatuas y estatuas. Bustos y bustos. Los monumentalistas son, en su mayoría, adefesios costosos y descontextualizados, hechos por encargo y luego descuidados. Si se trata de interpelar memorias no cumplen con ello. El monumento a Cristóbal Colón de Arecibo solo es recordatorio del mal gusto y componendas de regímenes criollos e imperiales. Pero tampoco se libran algunos liberales o patrióticos. Faltos de imaginación estética se colocan sin mayor agenda o correspondencia con el contexto espacial o con los currículos escolares o con el presente. En forma, materiales, dimensiones, colores y texturas se parecen unos a los otros. Independientemente de que ni Colón y Ponce de León, ni los reyes, representan la España de la que escribiera Antonio Machado, Miguel Hernández y Federico García Lorca, para citar algunos, se acercan, en su genocidio de los pueblos originarios de América, a las estatuas de los presidentes del nuevo amo colonial, todos siempre detrás del botín americano. Si fueran monumentos con valor estético o se colocaran en su justa perspectiva cultural e histórica, los defendería. Mientras, me quedo con el espacio arquitectónico del Jardín Botánico y del Parque Central, el Tótem e, incluso, con Los mosquitos de Arecibo. Ni hablar de El Cangrejo que espera, pacientemente, la guagua en Santurce, (Facebook, 25 de enero de 2022)
Paseos[1]
Una de las nuevas tradiciones puertorriqueñas es un recorrido dominical por el remodelado Viejo San Juan. El mismo conduce a la restauración del sepultado y antiguo barrio de Ballajá. Allí, el paseante puede diseñar su propia ruta o, a la manera de Rayuela, rastrear y permutar posibles combinatorias. Puede entrar desde, y/o salir hacia, los diversos ramales que se entrecruzan en el circuito. Puede empezar desde lo bajo: desde el nuevo y criollísimo bulevar del Paso de la Princesa, y luego ascender a lo alto: a la plaza del Quinto Centenario, flanqueada pos dispositivos monumentalistas y ojear, solitario, el mar que Salinas soñó en su conocido poema “El contemplado”. Puede, además, ajustar su paso y, así, diluirse discretamente en la muchedumbre, pensarse flâneur ecléctico o ávido consumidor del espectáculo arquitectónico y de las mercaderías de todas suertes que se le ofrecen a su paso.
Bordeando tanto el siglo como las murallas que separan la tierra firme del mar, las obras de restauración rescatan para el ojo finisecular una red que afilia, en sus varios estilos arquitectónicos y funcionalidades, un desfile simultáneo de temporalidades estéticas e históricas. Cada una parece ofrecernos el acceso a un segmento de nuestro imaginario nacional, así como la responsabilidad de recomponer una suma final del recorrido. Ballajá reúne desde capas de la cultura cotidiana del siglo XVIII al XX hasta el gesto más institucional que va desde las renacentistas Iglesia San José y el convento de Dominicos hasta los neoclásicos Hospital y Antiguo Asilo de Beneficiencia y el Cuartel de Ballajá que es ahora la sede, en inversión irónica, del Instituto de la Cultura. La red nos interpela desde su propia madeja identataria: una cristiandad hispánica forjada en las edificaciones recordatorias de su gesta y simbología públicas, del ingreso colonial a la modernidad del progreso y la civilización. Complementan a éstas conjuntos escultóricos, plazas y paseos, como redes viales que conectan el circuito. Comienza el paseo en la Plaza del Quinto Centenario, ajustada en su gravedad por el ojo vigilante del Morro y del Cementerio antiguo de la capital, aposento de letrados y patriotas, y desemboca en el Paseo de la Princesa, el cual, entonces, se abre al puerto mercantil y turístico. Ambos, paseo y plaza, son los límites que nos inviten a leer la ciudad allí representada y, en ella, a nosotros mismos, vueltos, simultáneamente, historia e historiadores. Pero sabemos, ya, que una ciudad es un texto hecho de fragmentos, un cuerpo fluido, deseante e inestable, transitable, pues, y como tal, sujeto inexorablemente, a las contingencias del tiempo y las trampas del azar, que no pueden arrestar ni el apetito de historia, ni el ademán monumentalista. Dicha sospecha organiza, a pesar suyo, la remodelación sanjuanera y, en ejercicio residual, sustrae el original en la copia y ésta, en su simulacro. En efecto, el deseo estructurador y jerarquizador, dador de sentido, que tal ciudad transpira, se evapora en aquellos intersticios –(esto es: zonas de indeterminación, de identidades parciales, de interpelaciones otras)– que, como la Plaza y el Paseo se presentan como sus pórticos. Entrar a la Plaza es entrar al espacio de una doble alegoría fundante de la nacionalidad criolla: la mitopoética que impone el Tótem telúrico del puertorriqueño Jaime Suárez conjurando un mundo natural y primigenio hecho de tierra, agua y cielo. Por otro, la histórica: la de un linaje hispánico, diseminado en corderos, fuentes, escalones y descansos, restos de un proceso histórico que, como Ballajá, se interrumpió y sepultó con la intervención norteamericana. Sin embargo, como ha advertido Rubén Ríos, escondida en el tope del tótem, el artista ha adosado una ciudad en miniatura, hecha de frágiles pedazos de cerámica. Una ciudad que se resiste a ser una cifra armónica de sus partes, y que tampoco llega a ser más que una suma. Una ciudad sobre un tótem de tierra, invisible e indetectable, que no se deja pasear.
Refractario a una convocatoria de sentido pleno y único, de un discurso transparente y trascendente que nos vertebre como pueblo, es el pórtico que nos devuelve a la otra ciudad, a la real. Una bisagra opera la salida: la fuente “Raíces” del escultor español Luis A. Sanguino. De proporciones más discretas, el conjunto alegórico se siente más cómodo en la confusa habla de Babel que en el sosegado diálogo de la Plaza, como si su oído registrara, naturalmente, la heteroglosia irreductible de la cercana ciudad. En efecto, aunque su nombre, “Raíces”, delate su vocación fundacional, éstas surgen de un agua en rotación constante y, como alegoría identataria, es francamente delirante. En torno a una roca que emerge del agua se conjuran, entre otros, peces, frutas, un caballo, un jíbaro, una mulata, una doncella de estirpe clásico y hasta un delfín, suerte de Flipper extraviado en el trópico. Excedentes del montaje anterior, el que va de la Plaza del Centenario al Paseo, estas figuras, colocadas azarosamente, evaden el posar. Las organiza el movimiento y no el gesto solemne y recatado propio del monumento, incitando a una pícara complicidad entre los cuerpos que se inclinan, se rozan y se contorsionan, componiendo múltiples y fugaces conjuntos, y entre la mirada del espectador obligada igualmente a contorsionarse, a salirse de sí. Recabando una respuesta entre la desautomatización vanguardista y el pastiche posmoderno, “Raíces” ha sido rebautizada por la jaibería popular como “la ganga”, ya que en ella parece caber todo el mundo, irreverencia sugerente de un clima cultural que contiene y excede el perímetro del recorrido sugerido. Cursi o tramp, es asunto del paseante,
Paseo arriba, paseo abajo, las obras del Quinto Centenario, como la gesta cultural más imponente del Estado en este cierre finisecular, sorprenden por su grandiosidad y su impotencia. Oscilan entre una cartografía cada vez más nostálgica ante su creciente impotencia de difundir una versión de la identidad, quizás no ya homogénea, pero sí inclusiva y conciliadora y un universo que se resiste a ser delineado y que se presenta, insistentemente, plural y fragmentario, sembrado de intersticios, zonas que, en márgenes e interiores, se resisten a la lógica de la ley, ya sea del canon o de las identidades globalizantes. Aclaro que no en el sentido de diversidad social y cultural, al estilo de la oposición alta cultura y plebeyismo propuesta por José Luis González en su influyente El país de los cuatro pisos o del país de muchas tribus de El entierro de Cortijo de Edgardo Rodríguez Juliá, sino en el de “la ganga”.
Asedios[2]
¿Qué asedios propone la ciudad? ¿Acaso en su rasgadura del espacio, en los contornos y en la textura de sus piedras, goznes y fachadas, en sus imágenes y palabras, la ciudad es otro intento de aplacar el vacío? ¿Tramará un relato posible, su lector, en la ocupación visible de un paisaje? ¿Cómo traducir, no ya sus formas materiales y sus contenidos, ordenamiento de sus signos, sino la particularidad de su habla, sus inflexiones? La ciudad, desde su pronta aparición en la cultura y como escenario primado de la modernidad, ha confabulado sus propias alegorías vertebrando, a lo largo de su existencia, los devenires y accidentes filosos de la historia; su temperamento, incluso.
…como en las buenas novelas detectivescas, un género vinculado al surgimiento de las urbes modernas, una ciudad contiene siempre un enigma, una red de tramas secretas e insistentes, apenas perceptibles en los planes de ordenación cultural y político, supeditados a las nociones de orden y ley, de bienestar y progreso, de identidades que la mandatan. Tramas que, intercaladas e insinuadas en los pliegues de una ciudad, armarían una poética de su conflictiva heteroglosia, de sus espacios fragmentarios y tiempos simultáneos, del horror y seducción de su convocatoria, de la familiaridad y sorpresa con que la habitamos; en fin, de las varias ciudades que hospeda ¿Cómo atravesar la ciudad; urdir, a hiato, sus retazos? ¿Convidar intertextos dispersos en los cuales quizás sea posible escuchar pulsos vitales de aquello que sucede como distintas experiencias de lo ciudadano al margen de lo monumental?…
(Imagino atravesar la ciudad como si tomáramos un tren). Michel de Certau nos ha alertado sobre su ilusionismo óptico, la de un desplazamiento en el cual anida la inmovilidad: la del viajero sentado, la del paisaje admirado cuya oferta se puede agrandar con la distracción de su arte público. Una de sus formas es lo monumental, endeudado con el patrimonio, recuerdo de lo que fija y significa con gravedad. Así, por ejemplo, la nunca materializada pirámide de Cheo, el Monumento al Jíbaro o la Torre Universitaria, depósitos modelizantes de futuros colectivos que validan la comunidad y tejen redes de pertenencia desde su elocuente mudez. O, un arte más circunstancial y corrosivo de un metarelato de identidad: las piezas dispersas por toda la ciudad del Proyecto de arte público que delatan otras pulsiones de la ciudad: la imposibilidad misma de una monumentalización tardía para una ciudad fraccionada y refractaria a los gestos grandilocuentes.
Esa ciudad andariega se insinúa en las 31 esculturas de la primera fase de Arte público dispersas en parques, plazas, mercados, calles y edificios restableciendo el viejo pacto vanguardista entre arte y vida. Se ofrece a la complicidad de los sentidos como la breve y apetitosa fruición de Fruta favorita, los aguacates en bronce fundido de la Plaza del Mercado en Santurce de Annex Burgos, antesala que estimula el apetito. Celebra lo cotidiano como las 24 piezas en bronce inspiradas en caracoles de mar y tierra de Los pasos perdidos en el Condado de Julio Suárez, hechos para encontrarse de repente, pisarse y reinventarse en los juegos infantiles.
La calle, los espacios públicos, resemantizan el espacio que lo rodean, emplazan una mirada que es más que arte y vida social, así como reorientan la naturaleza de la obra de arte y su recepción. Cercanos a un arte menor, contagiados y cómplices de sus entornos, se sustraen a la historia con mayúscula y a la escena solemne y pedagógica de espacios formales del arte como la galería, el museo y el arte monumental. Dinamizan y amplían sus posibilidades de apropiación e intercambio personal y social generando otras memorias posibles, reales o ficcionales. De la galería se sustraen a la lógica del mercado, del museo a la de la contemplación no intervenida por otras actividades no estéticas y, del monumento, a su carácter memorioso y ejemplari. Así, por ejemplo, en el Viejo San Juan, El gato jirafo, La nave de los pinguinos y El gato luna de Jorge Zeno soliviantan, con las liviandades y sinuosidades de su bestiario híbrido y en tránsito, el peso y el mandato cultural y espiritual de: la Catedral, al frente y, de Ballajá, al sesgo.
Aíslo, como cierre, Paloma de Imel Sierra, la controvertible pieza levantada en cemento y acero en el Condado, barrio escaparate del turismo. La escultura y fuente hecha a manera de planos de agua ligeramente inclinados con una base triangular, provoca la queja de que interrumpe el tráfico, el cual disminuye su paso alarmado por las proporciones de la pieza y la amenazante ilusión de su avecinamiento, del desborde de sus aguas. Hiato de una sintaxis de la velocidad, propia de la ciudad moderna, la del trayecto en coche que oblitera la percepción del detalle, propio del paseo, a favor de la carrera por llegar, Paloma es impertinente. Coloca el efecto de extrañamiento, de sacudida del shock amortiguador, allí donde la ciudad no quiere detenerse ni asumir su malestar. Reta el hábito, atrapa la percepción distraída, por saturada, del ciudadano que siempre tiene prisa por llegar. Paloma me recuerda que, como en los relatos andariegos, las voces tránsfugas y los rumores que atraviesan la ciudad, ni el tejido urbano ni nuestras prácticas citadinas, son naturales ni forman un mapa de dúctil y discernible travesía. Se trata de artefactos múltiples, asumiendo diversas formas y temporalidades y espacialidades contradictorias. Mejor aún, nos licencian a imaginar nuestros pasos: admirar el conjunto monumental de Ballajá o ir al encuentro del arte público. Inclusive atisbar los espacios otros de nuestra cotidianidad… En fin, nos invita a errar por la ciudad, la nuestra, y a conmovernos con la extrañeza de su familiaridad. Opta por la mirada estrábica, el guiño cómplice, de una ciudad que se deja y no se deja leer. Y, quien sabe, si de repente, terminemos sentados sobre uno de esos nuevos cangrejos santurcinos, migrantes metálicos de una zona de la ciudad cuya boca se sepulta hoy por los escombros del nuevo proyecto turístico en la franja de Piñones. Me detengo aquí, en la parada de la AMA con los pocos peatones que aún quedamos, de espalda al Pavía, umbral de la última parada, de paso a algún otro lugar entre el trasfondo rutilante de la ciudad del consumo que es Centro Europa y la fachada estilizada de Bellas Artes.
[1] Tomado de “Divergencias: de ciudadanos a espectadores culturales” en Posdata, #10-11, Diciembre 1995. Reproducido en Revista de crítica literaria hispanoamericana, Núm. 38, 1997
[2] “San Juan: rasgadura del espacio”. Revista Iberoamericana Puerto Rico Caribe: Zonas poéticas del trauma. Editor: Juan Duchesne. Universidad de Pittsburgh. Vol. LXXV Oct.-dic.2009, Num.229. 983-1002