Cuando se va la luz
Cuando se va la luz se atrasan los eventos, los compromisos, las reuniones. La productividad se desacelera y el tiempo se interrumpe a sí mismo. No me refiero a la productividad urgente e insoportable que se vive hoy día como un culto, me refiero a la productividad del que trabaja para vivir, del que produce porque además sentirse útil en la sociedad le hace bien, del que es productivo porque pocas cosas tan humanas como las urgencias por crear. Nos interrumpe la falta de luz esa urgencia, nos va quitando un poco de las pulsiones de nuestra humanidad. Dirán que, por siglos como humanidad, vivimos sin electricidad, diseñamos el mundo que hoy habitamos y además fuimos increíblemente creativos. Dirán entonces que no hay que protestar tanto, que se comen galletas y pan y que nada pasa y pareciera verdad, pero no lo es. La conformidad es un alivio pasajero para la injusticia, conviene no recurrir a ella demasiado. Y no es verdad porque cuando reclamamos nuestro derecho a la luz, reclamamos también nuestro derecho a vivir en el tiempo presente, reclamamos nuestro derecho a la modernidad con todas sus luces: las de la educación, las de la justicia, las del acceso al trabajo, a la salud, a todos los servicios esenciales, a vivir el día de hoy, en el lugar del mundo en el que estamos y en el tiempo en que nos ha tocado vivir. Basta de subsanar carencias del presente con comparaciones fuera de contexto.
Cuando se va la luz revivimos el tiempo de María, ese largo año en el que no pudimos recuperarnos a la velocidad de los árboles y las plantas porque, aunque sobró compromiso, esfuerzo y solidaridad, nos fallaron todos los sistemas sobre los cuales esa fuerza de la calle pudo haberse fortalecido. Nos dejaron morir y cuando se va la luz, la sombra del luto se regodea sobre nosotros.
Cuando se va la luz siempre aparece alguien a recordarnos aquel cuento –en su momento leído de un modo muy distinto– en el que nos invitaban a volver a ser gente y reencontrarnos con el otro que nos rodea durante la larga noche de un apagón. Tuvo mucho sentido en aquel tiempo, pero hoy día el llamado se siente como un cinismo desgraciado o cuanto menos como una broma de muy mal gusto. Porque sucede que luego de meses sin electricidad, más de un año para algunos, y de servicio intermitente para la mayoría, no nos hacen falta más recordatorios de que somos gente. Lo hemos sido siempre y convendría que no hiciera falta otro apagón para que otros lo entendieran.
Cuando se va la luz se instala el desgano, la sensación de para qué tanto esfuerzo si al final no se puede contar con nada, y entonces llegan los discursos y sonsonetes de la bendita resiliencia y uno no encuentra cómo decir ante tanto optimismo utilitario que estamos hartos de ser resilientes, que lo que queremos es que las cosas funcionen para poder funcionar también. Qué mucho les gusta aplaudir y celebrar como bienaventurado al que vive en la rueda de abajo. Tras esas honras a la resiliencia, muchas veces, lo que hay es un montón de gente en la rueda de arriba que no quiere tocar el piso jamás y se convence a sí misma de que hay una ética superior en ese aguante. Entonces va y la celebra, le da premios y la fomenta. Y sí, es un valor la resistencia y la resiliencia es importantísima en cualquier renglón de vida, pero una cosa es la fortaleza que de ella derivamos y otra muy distinta es ver como se mantiene el estatus quo a cuenta de apologías del sufrimiento. Además, lo de la ética superior ya no tiene mucho sentido, acá abajo lo que hay es hartazgo.
Los constantes apagones han afectado a generaciones enteras de puertorriqueños que no logran cumplir con sus compromisos profesionales, educativos y de todo tipo. El rezago es monumental. Económicamente la falta de electricidad –siendo este servicio esencial, además, uno de los más costosos del mundo en Puerto Rico– abona al clima de inestabilidad que tanto daño le hace a nuestra quebrada economía. Celebro los esfuerzos de organizaciones e individuos de salirse de la red eléctrica y hacer su propia revolución energética, pero miro los anuncios de placas solares a diario en la televisión y veo cómo algunos han convertido ese esfuerzo en otra manifestación más de la visión individualista que el estado promueve, ese sálvese quién pueda, que no atiende el problema central de incapacidad por parte del estado de proveer lo esencial a la ciudadanía.
A nivel emocional –tanto en lo individual como en lo colectivo– la insistencia en que vivamos felices en las tinieblas lacera no solo nuestra autoestima como pueblo, sino que insiste en convencernos de que aquí no es la cosa, de que es tiempo de entregar el futuro. Esto tiene un efecto a mayor escala pues, ¿cómo vamos a diseñar un futuro colectivo como país si no logramos diseñar con éxito el día de hoy? Si una cosa te quita la pobreza es eso, el derecho al futuro, y si una cosa está bajo amenaza tras la desgraciada entrada de LUMA Energy –cuya contratación refleja la pobreza de valores y de conciencia de país del estado y ha sido analizada y discutida ampliamente en otros espacios– es precisamente nuestro derecho a un futuro en Puerto Rico. Y esto sucede del modo más efectivo, pues la atención a lo urgente suele distraer de la atención a lo importante y ahora mismo tenemos tantas luchas que dar, que el efecto inevitable es un golpe a la organización política en el país y a nuestra capacidad de respuesta colectiva a tantas batallas y frentes. Pero ahí estamos y la gente sale a la calle a marchar porque no queda de otra y la voluntad de poner el cuerpo es recibida con silencio, invisibilización y mezquindad.
Cuando se va la luz, cuando se apaga una bombilla eléctrica se materializa del modo más literal y simbólico la clara intención de que quienes puedan digan “apaga y vámonos” y se vayan de aquí y los que nos quedemos, lo hagamos, pero para servir a los nuevos dueños. La política es la expulsión y la colonia servil. No hay nada más bajo esas sombras.
El otro día un amigo, justo después de un nuevo apagón, me dijo: Antes uno decía ese refrán: “no cree ni en la luz eléctrica”, y significaba algo. Sus palabras retumban. No creer en la luz eléctrica era un extremo de la incredulidad. ¿Cómo no creer en la ciencia y su inventiva? ¿Para qué creer en luces divinas si teníamos la más luminosa y terrenal de todas? Un país se deshace desarticulando y matando todos sus credos. La amenaza es descomunal. Quisiera ser optimista y decir que, aunque ya no creemos en la luz eléctrica, creemos en la gente y todas esas cosas que nos dan aliento, pero los tiempos exigen mucho más que la fe. Habrá que creer lo suficiente en el país como para apropiarnos por fin de él.