De la macharranería
La macharranería no tiene que ver, necesariamente, con ideología. Como sabe cualquiera que haya militado en movimientos sociales o iglesias, las ideas que suscribimos no siempre se reflejan en nuestra práctica. Pero no creo que estos amigos míos sean «hipócritas», tanto como irreflexivos, ciegos ante el privilegio que tenemos los varones.
Me permito una digresión histórica, que tal vez genere alguna controversia: el patriarcado lleva siglos de lenta agonía. Desde la Ilustración se coló la sospecha (y el reclamo) de que las mujeres pudieran beneficiarse de la educación que se estaba desarrollando para varones, y pronto se justificó con la necesidad de tener madres piadosas, lectoras de la Biblia, y preparadas para criar jóvenes «científicamente». Después vino el derecho al voto, y -con el desarrollo de más profesiones que no requerían el mollero que se suponía era exclusivo de varones- la apertura de casi todas las profesiones. Tomará más tiempo eliminar la desigualdad salarial y el «techo de cristal» que limita el acceso de las mujeres a los más altos puestos directivos, pero creo que el hecho de que las mujeres son mayoría en las universidades (incluso en el Seminario Evangélico de Puerto Rico, hace algunos años) significa que a la larga, es inevitable.
Por favor, no nos cojan pena, pero esto implica un cuestionamiento serio de lo que significa ser hombre. Ya no tenemos una función esencial, inherente a nuestra anatomía: nuestros antepasados más lejanos tenían que ocuparse mayoritariamente de la caza, y hasta el siglo XX, de los trabajos más alejados de la casa. Contrario a los estereotipos que aún persisten, esto no se debía tanto a nuestra fuerza superior como al hecho de que la mortalidad infantil y la falta de anticonceptivos implicaban que las mujeres pasaran gran parte de su tiempo gestando o lactando, cosas que si bien limitan el movimiento, nuestra anatomía nos sigue impidiendo hacer.
Independientemente de si surgieron por nuestras fortalezas o nuestras deficiencias, ya los roles de género tienen poco que ver con nuestra realidad económica. Nada, que no sea prejuicio, impide que una mujer haga cualquier trabajo en nuestra realidad actual. Los embarazos son mucho menos frecuentes, y con las consideraciones mínimas que ya existen en algunos países -amplias licencias de maternidad, y opciones buenas de cuido diurno- la maternidad no tiene por qué limitar el desempeño profesional de una mujer.
Quisiera llamar vestigio a esta macharranería del siglo XXI, pero sería triunfalismo craso. Los animales mortalmente heridos son los más peligrosos, y creo que es precisamente por el efecto de los cambios económicos en las relaciones de género, que vemos los tipos de violencia de género, tanto física como simbólica, que son tan llamativos hoy día: asesinatos de mujeres por sus compañeros o ex-compañeros, letras de canciones que exaltan una masculinidad caricaturesca. Pero los fenómenos que me han motivado a escribir esto son fronterizos entre esas dos clasificaciones. Está el lenguaje corporal agresivo o expansivo, desde el manoteo durante una discusión hasta el manspreading, esplayar el cuerpo para ocupar más espacio de lo necesario. Rebecca Solnit, en su «Men Explain Things To Me», desmenuzó el mansplaining, el estilo discursivo que presume mayor conocimiento por parte del hombre hablante que de la mujer a quien se le dirige, quien tantas veces sabe más que él. Estas expresiones suelen ser inconcientes, como estoy seguro que lo son en los casos de mis amigos. Y en el mío propio, más veces de las que puedo contar.
En verdad, y pese a la tendencia histórica, el panorama actual de relaciones de género tiene muchísimos aspectos profundamente desalentadores. Demasiadas amigas me han contado historias de horror en los lugares de trabajo, de conductas hostigadoras -no necesariamente de aspecto sexual- que sus colegas varones no tienen que soportar (y muchas veces ni se dan cuenta). Y no se han estado refiriendo a lugares de trabajo de cuello azul, que estereotípicamente se asocian con la macharranería, sino del mismo mundo en que yo me muevo: la academia y las iglesias evangélicas. En algunos casos se han creado ambientes profundamente hostiles hacia mujeres.
Entre gente más joven, una ex-estudiante con quien tengo bastante confianza me ha hecho cuentos espeluznantes: todas sus amigas habían tenido experiencias sexuales terribles con muchachos de su edad. Tal vez las «millenials» encuentren un panorama mejor en sus vidas profesionales, pero me llevé la impresión de que en el plano de la intimidad, el progreso ha sido nulo. Todavía muchos muchachos jóvenes no entienden que no, realmente significa no, y las prácticas contemporáneas de la «libertad» sexual no parecen incluir el que se pueda decir «no quiero». Ahí parece que en medio siglo no se ha adelantado nada.
Así estamos viviendo el malestar en nuestra cultura. La transformación de nuestra estructura económica y nuestras relaciones sociales ha creado unas profundas tensiones en nuestras prácticas y creencias más profundas, en nuestra psiquis individual y colectiva… mucho más profundas que una afirmación ideológica como lo puede ser el apoyo a la equidad de género. El feminismo norteamericano lo ha destilado en una frase: male privilege.
Otra digresión: el privilegio. Gozar, por una clasificación social que se nos asigna, de beneficios que no les son dados a otras personas. En tiempos anteriores, los títulos de nobleza de por sí implicaban el poder obtener, o hacer, algunas cosas que a la gente común les eran vedadas; ahora, con todo luestro andamiaje ideológico basado en supuestos de igualdad y competencia, el privilegio se manifiesta de maneras más sutiles, en supuestos no articulados y en prácticas que los reflejan y los enseñan.
Algo muy parecido ha pasado con el sexismo: generaciones pasadas aprendieron que unas cosas son «de nenas», y otras «de nenes», porque Dios o la Ciencia así lo determinó; ya a nosotrxs no se nos enseña así. Pero los varones somos más propensos que las mujeres a pensar en nosotros mismos primero, a suponer que tenemos la razón, y a aprovechar oportunidades como si fuera lo más natural del mundo. Las mujeres siguen aprendiendo a cuidar de otras personas, a estar más pendientes a las relaciones que a las cosas. Se ve, por ejemplo, en las preferencias digitales: las muchachas tienden más a las redes sociales; los muchachos, a los videojuegos. El sexismo, tal vez menos que antes, se sigue reproduciendo en diferencias que devienen en jerarquías.
El privilegio opera, de igual manera, en las demás clasificaciones sociales que nos jerarquizan: raza, clase, orientación sexual, ciudadanía. Como varón cis-género, heterosexual, de fenotipo «blanco», que profesa el cristianismo y tiene un doctorado y un pasaporte norteamericano, conozco más o menos los ejercicios espirituales de quien trata de vivir congruentemente con unos valores igualitarios, teniendo tantas ventajas desde el saque. Siempre es incómodo, y a menudo doloroso, pero ninguno de mis privilegios me cuesta tanta angustia, con tanta frecuencia, como el de género.
Claro, por la propia naturaleza de los demás privilegios, no los tengo que enfrentar todos los días. A la gente blanca y «de clase media» no se le recuerda todos los días que lo son. Tampoco a lxs heterosexuales ni cis-género, y ni hablar de la ciudadanía. Pero el machismo vive conmigo, y lo siento todos los días en el hogar y en el trabajo.
Pero hay otra cosa: aunque todas las opresiones conllevan un costo para los opresores -desconexión de toda una categoría de seres humanos, con la consecuente pérdida de humanidad, por ejemplo-; o en el caso de la raza y la clase social, esa majadera preocupación de que los grupos subalternos un buen día decidan quitártelo todo a la cañona- creo que la cuota que el sexismo nos cobra a los varones es más pesada que las otras (por ejemplo, lo que el racismo «le cuesta» a la gente blanca, o el clasismo a la gente de élite). Tanto así, que aunque el sexismo le niega derechos a las mujeres para darle privilegios a los hombres, creo que sí se puede decir que el sexismo oprime no solo a las mujeres, sino también a los hombres.
Si el machismo encajona a la mujer en el hogar, a vivir por su marido y sus hijos, al hombre lo manda al campo de batalla, a morir por su patria. El condicionamiento para la violencia, que es la médula de la masculinidad, requiere la aplicación de fuerza para des-sensibilizar y alejar a niños y adultos de sus propias emociones: «los nenes no lloran». La homofobia guarda la frontera de lo masculino: si no cumples con sus requisitos, «eres pato». Incluso pareciera que la homofobia es más cruenta contra hombres que contra mujeres, a juzgar por la cantidad relativa de crímenes de odio contra hombres gay versus mujeres lesbianas; en la UHS, donde trabajo, hace unos años comenzaron algunas parejas de muchachas a besarse en público, pero todavía no he visto a parejas de varones, ni siquiera tomados de la mano.
Nada de esto justifica las conductas macharranas; más bien, es parte del trabajo que los hombres tenemos que hacer, como hombres, además y a la vez que apoyamos las luchas feministas y queer. Sin relajo, necesitamos grupos de apoyo para funcionar mejor como compañeros domésticos y aliados políticos de mujeres que se asumen, y asumimos, como nuestras iguales. Sobre todo los que nacimos en el siglo XX tuvimos toda una crianza que hay que desmontar, y bróder, eso no es nada de fácil.
Post scriptum a las compañeras feministas: si leyeron hasta aquí, mi agradecimiento. Este tipo de escrito, en sí, bien pudiera leerse como un mansplaining para quienes viven encañonadas por el sexismo, y están hartas de macharranes que no necesitan ni merecen defensas ni apologías. Lo he querido publicar por lo poco que he leído a autores varones diciendo cosas como estas, que ciertamente son bien elementales. Así que siento que tengo que correrme el riesgo de recentering maleness para plantear la necesidad de que los hombres que reconocemos el sexismo como un problema de todxs, empecemos a bregar con él incluyendo esas conductas machistas en las que a menudo caemos de forma colectiva. Indudablemente necesitamos espacios para hacer ese trabajo, de cuya necesidad no debo tener que convencerles, pero no tienen que ser -ni deben ser- espacios que las recluten involuntariamente como testigos. Ponerse falda un día fue algo cool y qué bueno que se pudo hacer, es muestra de que los roles de género se están difuminando, pero lo que necesitamos es un movimiento social, de hombres que queremos zafarnos del machismo, para ser congruentes con lo que afirmamos, para ser solidarios con nuestras compañeras, y para vivir nosotros mismos con menos privilegio, pero más libertad.
Post post scriptum a la gente nacionalista: utilicé, a propósito, una serie de palabras en inglés. Son conversaciones de las que he participado en Estados Unidos, mucho más que acá. El feminismo boricua no tiene necesidad de referentes del norte; tiene un claro desarrollo autóctono, y antepasadas desde Luisa Capetillo, por lo menos. Pero aunque sé que no son pocos los compañeros que afirmarán lo que digo, todavía nos falta hacer de esto un proyecto colectivo como lo han hecho las mujeres, e ir hilvanando nuestro propio discurso puertorro sobre la masculinidad feminista. ¿Quién se apunta?