De métodos, medios y miedos

foto por Ricardo Alcaraz Díaz
Como suele suceder, se había hecho un llamado para voluntarios que sirvieran en el comité de seguridad de la actividad, y como suelo hacer, me apunté. En la marcha desde la UPR hasta la Milla de Oro, varias personas de ese comité intentamos que la gente caminara en la calle, un esfuerzo mayormente en vano: creo que es casi una ley de la Física que una multitud en movimiento ocupe todo el espacio disponible. Tratamos de mantener un espacio entre la marcha y las líneas de policías que se formaron en varias de las intersecciones, pero lo más que se dio fueron exhortaciones de la gente en la marcha a lxs policías, a unirse. De todas formas, llegamos al destino de la marcha sin incidentes; hasta los cristales de una sucursal bancaria sobrevivieron ilesos.
Después vinieron los discursos y las presentaciones artísticas, con toda su diversidad, pero justo cuando me estaba colocando frente a la tarima, me llegó una llamada: en la Ponce de León con Roosevelt había una confrontación entre manifestantes y policías. La llamada no era de la “seguridad” oficial, sino un compañero que se había unido espontáneamente al trabajo de seguridad en la marcha.
Fui hacia la intersección, preguntándome qué demonios iba a hacer. Ya había gente encapuchada, y vi escudos de madera, pero me dejaron pasar, hasta llegar al frente. ¿Y ahora, qué?
Yo sinceramente no tengo vocación de suicida, y el sentido común me dice que si una gente realmente quiere confrontar directamente a la policía, no es muy sabio meterse en el medio.
Entonces vi que había un espacio entre manifestantes y policía, y allí, además de gente con cámaras, vi a un hombre con un clerical blanco, parado solo, con las manos juntas casi como si estuviera orando. Ahí terminó mi cavilación, no por razonamiento político sino por el impulso de solidaridad: siento una afinidad muy particular por cualquier persona que se identifique con el cristianismo y participe en manifestaciones. A un hermano en la fe y la lucha no se le podía dejar solo. Llegué hasta él y le pregunté cómo podía ayudarlo.
Me contestó que había tratado de mediar, que había hablado con un teniente, pero que el oficial no había querido negociar el paso. Luego recordé que la ruta de la marcha se había planificado para doblar por la Roosevelt; seguramente eso se le había hecho saber a la Policía, a cuyos altos mandos no tenía por qué darles la gana de dejar que un grupo de manifestantes pasara por donde los organizadores habían dicho que la marcha no pasaría.
Vi volar botellas de agua, y piedras, y vi cómo algunos policías fueron alcanzados por ellas. Esto me preocupó, primeramente, por lo que podía implicar para mi integridad personal; si seguía escalando, probablemente terminaría lamentando mi gesto solidario con el mediador solitario. Pero en segundo lugar, se me activó la compasión. He conocido a policías (particularmente, me he congregado con ellos en iglesias), y sin obviar el rol represivo que están destinadxs a jugar en la maraña de conflictos que tenemos por país, tener que pararse a coger pedradas no es nada agradable. Por último, me pareció que como los cristales rotos del año pasado habían acaparado la atención de los medios noticiosos, el gobierno pudo hacerle caso omiso a la movilización masiva que habíamos logrado. Eso justificaba un esfuerzo por evitar la violencia.
En eso, la policía cedió: se replegaron hacia un lado, y lxs manifestantes pudieron pasar. Me coloqué frente al extremo más cercano de la línea de policías, de frente a ellxs pero –esperaba yo– evitando que alguien sintiera la tentación de zumbarles algún proyectil desde la marcha. Al menos uno de los policías en ese extremo, cuando recibió la orden de replegarse más atrás, me hizo un gesto de agradecimiento.
Me estaba acordando de Santa Rita: durante la huelga universitaria del 2017, el Presidente del Senado se metió en el Centro Para Puerto Rico, anunciándolo por las redes sociales y garantizando así una manifestación de más de un centenar de estudiantes y otras personas que respondieron a la provocación. Se trajo a varias decenas de policías para extraer al político y sus asesores más cercanos en dos vehículos, y cuando finalmente estos desaparecieron, lxs guardias se quedaron un tiempo inexplicablemente largo en la calle Borinqueña. Fue suficiente para que la rabia acumulada de la huelga y todo lo demás se desatara contra esxs policías, y –nuevamente — la noticia terminó siendo la agresión ciudadana y no la cobardía de quienes usaron a esos hombres y esas mujeres, primero para sacarlos del aprieto, y luego de carnada para apuntarse una victoria mediática contra el movimiento estudiantil. Recuerdo particularmente a un policía, que por algún error suyo o situación inevitable, se había quedado sin el casco que tenían sus compañerxs; a ese también me le paré de frente hasta que se estabilizó un poco la situación, y todavía me hierve la sangre al pensar cómo lo usaron. Seguro que si una piedra le sacaba un ojo, hasta el mismo gobernador lo venía a visitar.
En la Ponce de León ayer, la manifestación siguió hasta la próxima intersección, donde permaneció un rato. Ahí me relajé un poco, hablé con colegas, y hasta me comí un helado. Al rato, supe que la actividad en la tarima había acabado, y que la gente se estaba yendo; sin embargo, aún quedaban varios centenares de personas confrontando a la policía al final de la cuadra. No sé cuánto tiempo más pasó antes de que sonaran las explosiones, y el viento llevara la nube de gas lacrimógeno hacia donde estábamos: ya era cuestión de correr.
Ahora viene el pulseo por el “spin” en los foros públicos: ¿quíen se lleva la culpa este año? ¿Cuánto caso se hará al hecho de que miles de personas – aun después del mal rato del año pasado, aun sin la huelga, aun con el movimiento sindical dividido —movieron sus cuerpos en varios actos multitudinarios de repudio y resistencia contra la política de austeridad, e inevitablemente contra la junta impuesta y el gobierno electo que la quieren imponer?
Ya está debatiéndose, entre quienes entendemos la resistencia como absolutamente necesaria, todo el asunto de lxs encapuchadxs y la “violencia”. Quizás sea más arriesgado que lo que hice ayer, pero aquí voy otra vez, a pararme en el mismo medio.
Primero, miremos nuestra situación actual. Estamos en un conflicto que no se va a resolver en el futuro previsible: mientras no cambie radicalmente la correlación de fuerzas políticas, la Junta la tenemos encima, y el gobierno dispuesto a colaborar con ella, de vez en cuando fronteándose por aquello de aparentar que todavía compone algo. Está cada vez más claro que el plan que dichas instancias de poder van a imponernos NO va a ayudar a que Puerto Rico “se levante”, sino todo lo contrario.
Segundo, dado lo anterior, es previsible que el conflicto se recrudezca, en todos los ámbitos de nuestra sociedad. This ain’t gonna be fun. Y en particular, es previsible que al recrudecerse el conflicto, se polarice también. El diálogo rinde menos frutos, solo queda la fuerza, la fuerza hiere – muchas veces mata — y llega un punto en que se está a favor, o en contra, y ya. No habrá happy medium que valga.
Confieso que a mí no me agrada mucho marchar con gente encapuchada, y no le veo la tostada a buscar confrontaciones con la policía. Tengo esa maldita debilidad de pensar que lxs policías son seres humanos, por más que sean equivocadas su elección de un oficio que gira en torno al uso de la fuerza, y probablemente sus entendimientos políticos también. Más que eso, aunque no tengo el pacifismo como ideología absoluta, estoy convencido de que en esta coyuntura, el buscar la confrontación es un error terrible. No sé si todavía hay gente que cree que al confrontar físicamente a la policía, se va a conseguir que “las masas” se inspiren a hacer lo mismo; me parecieron demoledores los argumentos de Lenin contra Bakunin hace más de un siglo. Sí ha habido casos, como uno que yo presencié frente al Capitolio el 30 de junio del 2010, en que la provocación – y hubo mucha ese día — logró que la policía se “esmandara” y desatara una violencia de forma indiscriminada contra todxs lxs presentes, incluyendo personas mayores, lisiadas, prensa y la actual alcaldesa de San Juan, lo cual ayudó a crear la actual situación de monitoreo a la Uniformada. Pero ese mismo monitoreo evidentemente dio fruto, y la huelga universitaria del 2017 se caracterizó por una represión policiaca mucho más selectiva. También, los medios han tendido a favorecer mucho más al gobierno en meses recientes que durante la época de Fortuño.
Por eso es que tiendo a querer meterme a mediar, incluso arriesgándome: creo que la no-violencia es la estrategia más eficaz políticamente en la coyuntura actual, considerando nuestro cinco veces centenario bagaje colonial, y la ausencia de una narrativa de liberación nacional exitosa, aunque fuera a medias como en casi toda Latinoamérica. Para cambiar la correlación de fuerzas, va a ser necesario convencer a la mayoría de la población puertorriqueña de la necesidad de resistirse a los planes de austeridad, y la resistencia hardcore, de buscar la confrontación física, activa un miedo doble en muchas personas. Está el miedo inmediato a asistir a una marcha, si hay probabilidades de que se termine huyendo del gas lacrimógeno, pero también el miedo más profundo, al desorden, al caos, cuya versión cotidiana – “la criminalidad” – está tan presente en la psiquis de tantxs compatriotas, gracias por supuesto a los constantes recordatorios de los noticieros.
Ese miedo al desorden es la médula del conservadurismo en Puerto Rico, y creo que en todos lados. Está, primero, el miedo a que “me quiten lo mío”, que no tiene que ser mucho; pero también existe el miedo a que cambien las coordenadas morales de la vida. Esto es lo que energiza el sexismo, la homofobia y la transfobia que tanto vemos en las iglesias (y fuera de ellas también). Además, creo que viene al caso aquí recordar que en esta isla hubo, hace unos siglos, un genocidio, y que una buena parte de nuestra población tiene genes de sobrevivientes de ese genocidio; que Puerto Rico también fue escenario de la esclavitud atlántica, con cepos y garrotes; que más recientemente hubo masacres policiacas en Río Piedras y en Ponce, que Jayuya fue bombardeada, y que muchas personas que aún viven pasaron décadas bajo la mordaza y el carpeteo. El colonialismo depende de que se le perciba como una fuerza aplastante, antes que legítima. No creo que mucha gente en Puerto Rico piense seriamente que el Congreso actuó en pro de nuestros intereses al aprobar la ley PROMESA, pero esa ley parece ser incuestionable. Recordemos que en el 2016, lxs 4 candidatxs que sacaron más del 95% del voto para la gobernación, daban por sentada la necesidad de trabajar con la Junta de Control Fiscal.
Aún ahora, que se van esfumando las dudas acerca de cómo y cuánto vamos a sufrir a causa de PROMESA, no veo una estrategia que nos encamine a la derogación de esa ley. Y eso es precisamente lo que necesitamos plantearnos, como país, a corto o mediano plazo.
Por lo tanto, exhorto a todxs lxs manifestantes a no encapucharse, a no tirar piedras, y a alistarse en la lucha gandhiana, no violenta, por nuestra liberación: una satyagraha, una lucha política como búsqueda de la verdad.
Satyagraha boricua. Buen título, ese. Debería escribir de eso.
Pero el problema es que (quiera Dios que me equivoque) no creo haber convencido a nadie. Por las razones que sea – bakuninismo boricua, mesianismo albizuista, exceso de testosterona o ganas adolescentes de joder — dudo mucho que alguien haga caso de mi llamado. Más bien, tanto el empobrecimiento objetivo al que se nos seguirá sometiendo como país, como la represión cada vez más violenta que necesariamente lo acompañará, van a generar más coraje, quizás desesperación, y anticipo que en las manifestaciones futuras habrá más, no menos, capuchas, escudos, palos, piedras… mejor dejarlo ahí. Habrá más violencia, de parte y parte. Así pasa cuando los conflictos se recrudecen.
Peor todavía: vamos a tener estos conflictos al seno de los movimientos de resistencia. Se despotricará contra lxs desordenadxs que ahuyentan al ciudadano común de nuestra justa lucha, y contra lxs zánganxs pusilánimes que siguen creyendo que haciendo marchas en las que todxs nos portemos bien, vamos a lograr algún cambio en la política del Estado-verdugo. Y lo peor de todo: ambos lados tendrán razón.
En serio en serio, esta es mi esperanza, y lo que quiero adelantar un poco con este escrito es que reconozcamos que nos necesitamos. A todo el mundo. No vamos a poder hacer nada sin la energía y el coraje de los sectores más combativos, por más que yo crea que sus métodos de lucha son contraproducentes (ahora). Pero también necesitamos al policía, ese que tiene – como un colega les recordó ayer, en lo que tal vez fue el discurso más importante que se pronunció ese día, aunque solo lo hayan escuchado media docena de policías — una madre que vive de una pensión, nenxs en escuelas públicas, y su propio retiro en qué pensar. Necesitamos las organizaciones sindicales, con su (relativa) solidez institucional y sus recursos que permiten costear letrinas y tumbacocos, para las actividades en que –debemos esperar — vayan a participar gente de iglesias evangélicas como la mía, a quienes también necesitamos para hacer un movimiento realmente masivo.
Quiero decir que a quien único NO necesitamos es a lxs políticos corruptxs, a los líderes de los partidos que nos han gobernado y que, por lo tanto, son en gran medida responsables de esta situación, haciendo la salvedad de que el ELA iba hacia este fin tarde o temprano, del desastre que estamos viviendo ahora. Y no creo que ninguno de esos partidos tenga un rol que jugar en sacarnos de dicho desastre; ojalá y desaparezcan, después de la próxima elección. Tampoco necesitamos a quienes compran influencia a través de ellos. Pero sí vamos a necesitar a la mayoría de la gente que ha estado votando por esos partidos, y cuando la cosa empeore más, algunxs de esxs líderes querrán presentarse como alternativas viables a lo que tenemos ahora. Y entonces tendremos que mirarlxs, y mirarnos, y tomar otras decisiones que tampoco van a ser fáciles.
Esta es mi exhortación concreta: necesitamos espacios donde tomar esas decisiones, porque de esos espacios tendrán que salir movimientos, tal vez organizaciones formales, que canalicen las duras luchas que tenemos por delante. Necesitamos a Pueblo Unido Contra la Privatización, al Frente Amplio para la Defensa de la Educación Pública, algún espacio multisectorial universitario, y alguno para gente jubilada, para dar forma a las luchas inmediatas por aquellas instituciones de las que dependemos. También necesitamos espacios donde se pueda plantear algo radicalmente diferente, es decir, que surja de otras raíces, no coloniales, para un futuro menos controlado desde afuera: necesitamos a Vamos, a Todos Somos Pueblo, a JunteGente, a los centros de apoyo mutuo, al movimiento agroecológico y lxs ambientalistas, las organizaciones de mujeres y gente LGBTT, y que se sienten a conversar juntxs con el PIP, el MINH, el MUS y el PPT. Necesitamos dialogar con las iglesias, tanto sus líderes como su base, sabiendo que va a haber puntos importantes en los que, igual que con los otros sectores, no vamos a lograr consenso.
Necesitamos poder tener conversaciones en las que no empecemos ni terminemos de acuerdo, salvo tal vez en dónde hacer la próxima manifestación. Y aún así, a veces quizás terminemos manifestándonos en dos lugares, como ayer. Lo importante es volver a sentarnos, y volvernos a escuchar. El problema terrible es que en muchos casos, ni siquiera hemos conversado de frente. En la universidad, el estudiantado toma sus decisiones, el claustro las suyas, y cada sindicato no docente por su lado. Los intentos de crear espacios donde se puedan tener esas conversaciones en la universidad, donde se habla del diálogo casi como si fuera un sacramento, han sido bien cuesta arriba.
Pero son necesarios, ahora más que nunca. Tenemos que seguir resistiendo, porque la resistencia es lo único que aminora los golpes que vamos a seguir recibiendo. Si se apaga la resistencia, si todo el mundo decide portarse bien y aceptar las medidas de austeridad que el gobierno y la JCF tengan a bien implantar, ese libreto está escrito ya, por Milton Friedman y Ayn Rand: la apoteosis del individualismo, del “libre” mercado, y la desigualdad. Es la negación de cuanto valor suponemos que nos caracteriza como pueblo; es la negación, en fin, de que somos un pueblo.
Para reconocernos como pueblo, como gente que tiene algo fundamental en común, más allá de ideologías, identidades o idiomas, nos tenemos que escuchar, y para escucharnos necesitamos espacios presenciales; nos tenemos que reunir, y tengo que bregar con gente bien distinta a mí.
La esperanza es que emerjamos de esta lucha contra PROMESA como pueblo al fin, con identidad propia, forjada en una lucha por nuestra propia supervivencia colectiva. Una lucha no por tener una sola bandera, sino por algo que esa bandera –la que sea, el trapo que decía Pachín Marín— represente. Y no va a poder ser una sola narrativa, como las nacionales del siglo XIX, porque conocemos demasiado bien nuestra diversidad. Va a tener que ser la historia de cómo –teniendo ideas diferentes, hasta contrarias– logramos la unidad necesaria para derrotar PROMESA, descolonizarnos, y sobrevivir.