De Puerto Rico a La Habana, del Festival al mundo
En diciembre pasado, un titular del diario del XXXIII Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano llamaba la atención sobre la presencia de la filmografía puertorriqueña en la cita de La Habana, nunca antes tan notable. El “momento borincano”, registraba la crítica y nos instaba al encuentro con “nuevas hornadas de actores y técnicos que se enfrentan al hecho estético y concretamente cinematográfico desde perspectivas diferentes de generaciones anteriores”; mientras largos encuentros entre cineastas de ese país y el público cubano ocupaban espacios de proyecciones y de debate por toda la ciudad.
“Nuestro cine es un eterno adolescente”, sintetizaba Arí Maniel Cruz, joven director que competía en el apartado de Óperas Primas con la cinta Piel (Undermynails), y atribuía su convencimiento a una muy lúcida observación: el colonialismo y la falta de soberanía tornan muy difícil o casi imposible el hacer cultural en general, aun cuando los avances en la tecnología y la resistencia que caracterizan al pueblo puertorriqueño, dentro y fuera de la Isla, llenen de esperanza a los cineastas en ascenso.
Solo unos días separaban aquel repaso de la fecha en que los puertorriqueños celebrarían sus primeros cien años de cine. Transcurridos ya cinco meses de 2012, muchos han ido sistematizando lo que ha sido este siglo en las pantallas boricuas, y saltan a la vista las conexiones con las palabras de aquel joven que trajo a La Habana su “experimento cooperativo”: si bien proliferan las referencias a Un drama en Puerto Rico, de Rafael Colorado D’Assoy, como testimonio ―no exento de polémicas― de la primera película “de argumentos” hecha en la Isla, investigadores y críticos anclan sus visiones en la cercanía de este alumbramiento cultural con otro suceso: apenas una década antes, “los barcos de guerra de la marina de los Estados Unidos trajeron soldados, artillería pesada y una cámara de cine”.
Como ha sucedido con otras conmemoraciones relacionadas directamente con la historia de ese país caribeño, la celebración de los cien años de cine puertorriqueño ha estado definida por el análisis en torno a las políticas culturales, especialmente a aquellas que median la producción y la consolidación de un lenguaje cinematográfico nacional, en una región cuyo arte ha privilegiado siempre una mirada crítica sobre la sociedad que le engendra.
Desde aquellas primeras ensoñaciones cinematográficas de las que no se conserva más que testimonios y artículos de prensa, hasta la concreción de una voluntad capaz de generar largometrajes, cortometrajes, documentales, series de televisión y vídeos musicales, pasando por su primera nominación a un Oscar como mejor película extranjera en el incierto 1989, la historia del cine puertorriqueño atrae hoy las miradas no solo porque cien años no se cumplen todos los días. Más bien, porque su interés en mirar, denunciar y proponer no deja fuera la preocupación por soñar, por generar personajes que pueden ser migrantes, políticos, salseros o clowns, pero que coinciden en el mismo punto: nosotros (ellos, los puertorriqueños) mismos. Como el buen cine latinoamericano, que hoy rebota de Puerto Rico al mundo.
Más que ofrecer un homenaje, el venidero XXXIV Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano debe ser una escala en ese reencuentro.