De santeros y espiritistas
El laureado escritor cubano Antonio Benítez Rojo (1931-2005) es mayormente reconocido por su libro La isla que se repite, dada sus aportaciones trascendenales a la discución del Caribe y la caribeñidad en dicho texto. Pero su amplia producción literaria inluye incursiones en el cuento, la novela, el ensayo e incluso el guionismo. Más aún, su preparación formal en contabilidad y estadística, le permite articular un modelo de análisis literario, histórico y cultural del Caribe utilizando la teoría del Caos. Merecidamente, Benítez Rojo se posiciona cómodamente como uno de los más importantes teóricos de la caribeñidad de nuestros tiempos. Por eso, cuando leo su colección de cuentos El escudo de hojas secas (1969) me llama poderosamente la atención el uso de la religiosidad popular en tres de sus cuentos: “Primer balcón”, “El escudo de hojas secas”, y “La tierra y el cielo”.
Me pareció particular la verosimilitud con que el autor presenta los fenómenos espiritualistas, su protagonismo tramático, además de la relación que se establece entre dichas expresiones místicas y el discurso o la experiencia caribeña. Entonces descubrimos que Benítez Rojo considera que uno de los paradigmas de conocimiento que prevalece en el Caribe es el mítico o premoderno en que se incluyen las expresiones de la religiosidad popular caribeña. Así, observamos que en estos cuentos el autor utiliza ciertos elementos de esa espiritualidad folklórica para subvertir el orden socio-económico establecido, o logocentrismos, y la concepción que tiene de la realidad algún personaje. Mediante el uso de la religiosidad popular los personajes logran posicionarse subrepticia y ventajosamente dentro del esquema social o económico prevaleciente, burlando las restricciones y la normativa impuestas por los que ostentan el Poder. Esto, siempre y cuando el personaje tenga acceso al sujeto que sabe como manejar estas fuerzas sobrenaturales y que a su vez cumpla con los parámetros litúrgicos requeridos para disfrutar de los dones sobrenaturales concedidos. Cuando un personaje que no sabe utilizar los recursos de la religiosidad popular intenta manipular los mismos, el resultado no responderá a las aspiraciones de éste. Igualmente no se pueden transgredir abiertamente los logocentrismos establecidos pretendiendo escudarse tras los dones sobrenaturales obtenidos. La religiosidad popular será un instrumento para posicionarse solapada y favorablemente en los espacios logocéntricos y no para transgredir abiertamente las normas culturales ni el orden socialmente aceptado.
Primeramente queremos esclarecer el concepto de saber al que nos estamos refiriendo, ya que tendemos a pensar que todo saber necesariamente tiene que ser científico y Benítez Rojo nos refiere un saber mítico o premoderno. En esta dirección, Jean-François Lyotard, en La Condición Postmoderna, planteó que “El saber en general no se reduce a la ciencia, ni siquiera al conocimiento”, diferenciando la acumulación de información que caracteriza el saber científico de los otros tipos de saberes que el llama narrativos. En este otro tipo de saber se comprenden conceptos como saber-hacer, saber-vivir, saber-oir, etc., y ese saber narrativo está estrechamente correlacionado con la costumbre, la tradición y la cultura, así nos explica que: “El consenso que permite circunscribir tal saber y diferenciar al que sabe del que no sabe (el extraño, el niño) es lo que constituye la cultura de un pueblo.” Así Lyotard va bosquejando el saber narrativo como un saber tradicional contenido en la cultura, los relatos populares y que además se transmite de forma oral. Entonces entendemos que las expresiones de religiosidad popular son parte de este saber narrativo. Según Lyotard este saber narrativo no responden a los requisitos de legitimación del saber científico, ya que los criterios relevantes para sopesar la validez de lo narrativo no son los mismos que los parámetros utilizados para evaluar la autenticidad del saber científico, ni viceversa. Aclarando que el saber narrativo no se cuestiona su propia autoridad, se legitmiza a sí mismo por el valor pragmático y social de su transmisión oral.
De esto desprendemos que las expresiones folklóricas de espiritualidad están legitimadas en el seno de la cultura popular porque son parte de su tradición oral y de la cultura. Así, estos fenómenos y rituales, este saber, cuenta con un amplio nivel de credibilidad en las sociedades caribeñas, y el individuo que sabe manejar las dinámicas de dichas manifestaciones es muy respetado por la comunidad. El propio Benítez Rojo destaca la importancia de estas creencias mágico-religiosas para los caribeños, cuando señala que: “En el Caribe eso tiene un peso mucho mayor que en otros lugares, claro que eso existe en Europa, pero no pesa igual. Nosotros le damos a la tradición, a todas estas creencias, -llámalo si tú quieres supersticiones, folclor-, un gran peso, y eso responde mucho a nuestra oralidad.”
Adentrándonos en el manejo del saber mítico o narrativo en los tres cuentos que nos interesan, observamos que en “Primer balcón”, la presencia de la religiosidad popular se personifica en la figura de Marcela; ya que ésta se anuncia en los clasificados como la única médium musical del mundo, entiéndase que puede comunicarse con los espíritus de los muertos a través de la música. La práctica mediúmnica como elemento del folclore espiritualista caribeño no es el eje temático del cuento, más bien tiene una función secundaria en la medida que alimenta la visión romántica o idealista de la inocente joven Lidia Rosa, quien funge como voz narrativa. Este factor espiritualista adquiere relevancia fundamental en la trama, en la medida que la jovencita trata de recurrir a ese trasmundo místico para resolver el supuesto problema del objeto de su deseo, un adolescente llamado Lauro. Pero como Lidia Rosa no sabe manejar las prácticas devocionales en cuestión, y de hecho tampoco sabe reconocer las realidades mundanas que le rodean, sus acciones sólo pueden tener un desenlace adverso y aleccionador para ella.
La jovencita es incapaz de interpretar las esmeradas atenciones de su madre con Lauro como un signo de intimidad o, al menos, deseo sexual. Ni puede imaginarse que los ruidos nocturnos que la aterrorizan sean causados por una persona viva, su madre escabulléndose subrepticiamente hasta el cuarto de Lauro. Igualmente acepta sin titubeos la burlona teoría de Lauro, un joven con auto-proclamada mentalidad científica, que le atribuye maliciosamente a fantasmas los ruidos nocturnos que perturban el sueño de la mocita. De hecho, ella interpreta fantasiosamente una serie de coincidencias como prueba de que Marcela y Lauro sostienen un romance.
Entonces Lidia Rosa intenta utilizar los recurso de la religiosidad popular para resolver el supuesto problema sentimental de Lauro, ya que ella le acredita a la defunción de Marcela el cambio abrupto en la actitud del muchacho. La moza recurre a un acto de travestismo para tratar que el joven vecino olvide a su difunta “amada”, y se disfraza del espíritu de Marcela para despedirse de Lauro. Ella trata de desplazar la memoria de Marcela travistiéndose como su espíritu para posicionarse como logocentro del eros capaz de atraer al amado, pero su intento está destinado al fracaso porque ella no sabe manejar dichos recursos. El resultado será la pérdida de la inocencia que inserta a la joven en el mundo de los adultos, ya que así, vestida de fantasma, sorprende a su madre en la cama con Lauro.
La siguiente narración que analizamos es “El escudo de hojas secas”, en la misma nos encontramos con una pareja de la clase media en la Cuba pre-revolucionaria, Miyares e Isolina. Miyares se caracteriza por su humildad, condescendencia y tolerancia; Isolina se caracteriza por ser frívola, manipuladora, ambiciosa y fanática de los métodos adivinatorios. Entonces observamos que Isolina, a pesar de asistir con regularidad a misa y ser miembro de las Hijas de María, recurre constantemente a diferentes medios adivinatorios con la esperanza de obtener algún tipo de revelación que transforme su vida. El cuento comienza con la visita al santero Fernandino por recomendación de una amiga, ya que: “un montón de políticos se consultan con él y a la tía de Purita le dio el tercer premio de la lotería.” Por lo tanto, Fernandino es un sujeto que sabe manejar las dinámicas de ese trasmundo espiritual de la santería, está legitimado como un santero prestigioso. Éste sirve como intermediario entre Babalú Ayé (San Lázaro) y Miyares, que ha sido elegido por el santo para pactar un trato: el hombre tendría buena suerte mientras cuidara del perro, hiciera el bien y compartiera su buena fortuna. Entonces, Miyares milagrosamente acertó el primer premio de la lotería unas 59 veces corridas, gracias a que Lucky adivinaba los números de una lista; hasta que Isolina olvida emitir los cheques para las beneficencias y el perro deja de adivinar. Aun así conservan muchísimo dinero.
Este humilde empleado asalariado logra convertirse en un comerciante exitoso mediante la inmensa cantidad de dinero ganado mágicamente en la lotería, así logra superar su condición económica y posicionarse efectivamente en un espacio logocéntrico de la sociedad. Esto sucede gracias a la mediación del mulato Fernandino, un individuo que sabe manejar los recursos de la religiosidad popular, ya que el santero le transmite a Miyares el conocimiento de la suerte que trae consigo el perro enviado por San Lázaro y la pareja le presta atención al animal para lograr interpretar sus designios. Pero a su vez hay una condición de hacer el bien y compartir la buena fortuna, y cuando esta condición se quebranta el perro deja de adivinar los números de la lotería. También hay una advertencia de que se puede perder lo ganado, por lo que Miyares tiene que seguir siendo bueno y compartiendo su buena fortuna mientras le dure.
Observamos que el discurso capitalista o burgués se manifiesta en el personaje de Isolina, en su afán de manejar el dinero del matrimonio, la pretensión de alcurnia al adquirir un título de nobleza y el deseo de poder y reconocimiento social al meter a Miyares a la política. El marido, más que tolerante, es completamente abnegado, no tiene la fuerza de carácter para hacerle frente a los caprichos de su mujer. Entonces Miyares encarna el discurso del hombre humilde de pueblo, caracterizado por la sumisión, con lo que el autor recrea en el plano doméstico el enfrentamiento discursivo de la sociedad cubana pre-revolucionaria. Eventualmente Miyares se va desensibilizando, va cediendo al discurso capitalista hasta que la infidelidad conyugal de Isolina lo transforma por completo en un perfecto burgués. Ya en este momento Miyares reniega del trato con San Lázaro como supersticiones, quebrantando el pacto al agredir al perro y al mendigo que representaba la figura de Babalú Ayé. Miyares desdeña el saber mítico que le había provisto de un camino alterno para lograr subir de posición socio-económica, por lo que el santo le despoja de los dones brindados como hombre incumplidor y éste pierde su posición logocéntrica irremediablemente.
Encontramos que el final es abierto en la medida que no se presenta evidentemente el triunfo de los revolucionarios, pero es el desenlace predecible por las alusiones históricas del autor al año 1959. Por lo tanto vemos un intento del Benítez Rojo de atribuirle un origen mítico a la revolución cubana: Babalú Ayé llegó para castigar a los burgueses que le dieron la espalda al saber narrativo cubano por acogerse al discurso capitalista.
En el último cuento que trabajamos, “La tierra y el cielo”, desde el mismo título se nos presenta un binarismo que reafirma el planteamiento que no se puede legitimar la validez de un saber narrativo o mítico mediante la lógica de un saber pragmático, ni viceversa. En este relato observamos que estos dos tipos de saberes se pueden complementar hasta cierto punto y comparten unas áreas de reciprocidad en que se pueden superponer sus campos de acción o influencia, pero los márgenes de uno en relación al otro van a ser decididamente evidentes en cuanto se trasgreden.
La narración comienza presentado la difícil realidad de los inmigrantes ilegales haitianos como mano de obra barata, ocupando el espacio del Otro en la estructura socio-económica de la cuba pre-revolucionaria. Tiguá, en su calidad de hougan o brujo, procura utilizar su saber mítico para agenciarle una posición privilegiada a su nieto Aristón, aunque sea dentro de su espacio Otrenco como inmigrantes; ya que le va preparando mágicamente el brazo al joven para que tenga una fuerza y velocidad sobresaliente en el corte de caña. Con esto se incrementa el valor de Aristón como bracero, lo que debería asegurarle estabilidad como trabajador. Además el haitiano adquiere una herramienta sobrenatural con que prevalece en el duelo a machetazos contra Splinter, un guapetón jamaiquino que profesa la religión de los blancos. Entonces, el saber mítico de Tiguá logra colocar efectivamente a su nieto en una posición ventajosa, aunque sea dentro de su marginalidad, ya que con la victoria Aristón también adquiere el respeto de la comunidad.
Del encuentro con Splinter, Tiguá interpreta que su nieto a sido elegido por Oggún Ferrai para manifestarse físicamente a través de él, con lo que la deidad puede disfrutar en carne y hueso la materialización de su naturaleza combativa. Tiguá, confiado en el poder de Oggún, interpreta el siguiente mandato: Aristón tiene que unirse a los guerrilleros “para encender la tierra”. Además el dios le comunica que mientras Pedro Limón esté del lado de su nieto, éste será invulnerable a las balas; por lo que Pedro Limón será su amuleto de protección. Con esto ambos comienzan su arriesgada odisea.
Así el dúo abandona la comunidad que comparte su visión de mundo, para inmiscuirse en “las cosas de los blancos.” Advertimos que aunque los guerrilleros son parte de una Otredad, en el sentido socio-político, culturalmente son más afines con los soldados de Batista contra quienes luchan que con los dos haitianos analfabetas prestos a unírseles. Tiguá pretende utilizar su saber mítico para ubicar a Aristón en una posición privilegiada más allá de las fronteras de su comunidad, pero erróneamente le atribuye un alcance excesivo al saber mítico que los ha favorecido, sin considerar los elementos pragmáticos y culturales que se conjugan en la Otredad revolucionaria.
Entonces, aunque el saber mítico de Tiguá le logra una posición privilegiada a su nieto dentro de su comunidad, no se repite el fenómeno fuera de dicha comunidad porque éste no posee el saber cultural necesario para integrarse efectivamente a la sociedad guerrillera. De una parte Aristón no sabe controlar la manifestación espiritual que lo posee con furia divina, ni tampoco éste permite que Limón lo calibre con su prudencia. Igualmente no se prevé la situación en que un compañero guerrillero, que no sabe lo que está pasando con el haitiano, lo confronte de manera agresiva, con lo que el dios se manifiesta sin miramientos morales o disciplinarios al sentirse atacado verbalmente. El hombre pagó con su vida la imprudencia de tratar de manejar con un discurso pragmático un fenómeno místico del que él no sabía nada.
Por otra parte, la invulnerabilidad de Aristón condicionada a la compañía de Pedro Limón se remite sólo al campo de batalla. Y cuando Pedro relata al tribunal guerrillero la insensatez de su compañero él está respondiendo al discurso disciplinario revolucionario, poniendo en evidencia la incompetencia de su paisano y exponiéndolo al pelotón de fusilamiento. En ese momento Pedro Limón no responde a su Otredad como haitiano, ni al saber mítico que lo ha dispuesto como compañero del anfitrión de Oggún; en ese momento se convierte en un guerrillero de fila que responde a la normativa revolucionaria que lo ha acogido. Finalmente observamos que el discurso revolucionario, en voz del Habanero, reconoce, acoge y admite como válido tanto el saber mítico haitiano como el cubano, pero no lo valida como justificación para transgredir la disciplina revolucionaria. Asimismo el Habanero evita comprometerse plasmando en una comunicación formal el fenómeno espiritual que se observa en la ejecución del haitiano insubordinado, con lo que asume la postura oficialista de no admitir abiertamente las manifestaciones de religiosidad folclórica caribeña.
Con lo discutido concluimos que existe un patrón en el uso de la religiosidad popular como saber mítico o narrativo en los tres cuentos discutidos. Observamos que estas manifestaciones de fervor popular cuentan con la credibilidad de amplios sectores de la sociedad que admiten como válidos los aspectos del discurso caribeño que Benítez Rojo llama pre-moderno o mítico, aunque decidamente hay una parte de la población y unos discursos que cuestionan su autenticidad o que no se atreven a respaldar su validez abiertamente. Igualmente el autor demuestra un profundo conocimiento de los rituales y expresiones del folclore místico cubano y no rarifica o desdeña las prácticas devocionales doméstica ni su posible alcance. Además observamos que la interpretación de las condiciones y dones místicos es sumamente delicada y ambigua incluso para el sujeto que sabe manejar este paradigma. El uso de dicho saber para posicionarse en el logos está marcado por una inestabilidad y fragilidad que al menor error humano le malogra, con la consecuente expulsión del individuo hacia los márgenes que ocupaba originalmente.
*Camilo Torres Gómez cursa su doctorado en Filosofía y Letras del Centro de Estudios Avanzados de Puerto Rico y el Caribe. Ha publicado en las revistas literarias Relicario y Vejigantes.