It’ not how you start, it’s how you finish.
(Michael Phillips: Chicago Tribune, 2013)
Para cuatro apasionados del cine: Luis Trelles, John C. Stubbs,
Manuel Martínez Maldonado y Rafael Pont Marchese.
1.
ROMA = AMOR: de La lozana andaluza al cine de Fellini y Sorrentino. Los cinéfilos del siglo veinte conocemos a Roma a partir de tres films de Fellini: Roma (1972), La dolce vita (1960) y Ocho y medio (1963). Es decir, a la Roma caótica en la que se abrazan la solera clásica con la degeneración sexual de la aristocracia; lo sagrado con lo profano. Pero pocos conocen una primicia del tema: la novela La lozana andaluza, del judío converso Francisco Delicado, exiliado en Roma tras el pecado mortal de los Reyes Católicos: expulsar de España a los hispanoárabes (que se ocupaban de la agricultura) y a los hispanohebreos (que se ocupaban del mercado y la banca), estrangulando así a la incipiente burguesía española. La novela se inspira nada menos que en La Celestina (1499), obra de un converso judío, Fernando de Rojas. Y comparte con ella la ambigüedad, la celebración del erotismo, el diálogo y los refranes. Además de dos mujeres de rompe y rasga: en La Celestina, Melibea, la primera heroína plena de la literatura hispánica, que controla su vida, su amor y su muerte («Todo se ha hecho a mi voluntad», dice antes de suicidarse), y en la novela de Delicado, Lozana, que controla su erotismo y su dinero, cual prostituta que deviene financiera. Pero una de las diferencias entre ambas novelas está en que la segunda es un homenaje a una ciudad. Es la Roma de putas y rufianes, que sirven a un público amplio, que incluye a cardenales y religiosos. La Roma erótica que, como dice la protagonista, lleva en su nombre el amor, si lo leemos al revés. De ahí que La lozana andaluza, publicada en Venecia en 1528, y anónimamente, por su atrevida sexualidad y su libertinaje, sea el antecedente inmediato de la picaresca del Lazarillo de Tormes. Y el antecedente remoto de la Roma de los cineastas Federico Fellini y Paolo Sorrentino.
Este último homenajea al primero al poner el acento en Roma y reformular a su protagonista. Si en el cine de Fellini se trata de un periodista en el caso de La dolce vita, y de un director de cine en el de Ocho y medio, ambos en crisis de obra inconclusa, La grande bellezza la protagoniza un escritor frustrado, el elegantísimo dandy Jep Gambardella, con una sola novela a su haber y una sempiterna introspección, aún en medio de las bacanales de su jet set romano. La película de Sorrentino, en la que se enseñorea la melancolía pese a su sátira, se estrenó en Cannes en el 2013 y arrasó con los premios, entre ellos, el Academy Award al mejor filme extranjero, así como el Golden Globe y el BAFTA en la misma categoría.
2.
Belleza que tortura: el síndrome de Stendhal pone en marcha a La grande bellezza. Ya lo dijo Shakespeare en su Othello: «Thou art so beautiful… that the senses ache at thee». El tal síndrome – del que confieso padecer – ha popularizado una anécdota del autor de Le rouge et le noir, que casi se desmayó ante la belleza de la Basílica de la Santa Croce en Florencia. Pues lo mismo le pasa – en la primera escena del filme que nos ocupa – al turista asiático que fotografía las maravillas de Roma: cae muerto, fulminado. Como bien lo dice Manuel Martínez Maldonado, el título del filme alude a la belleza de Roma, pero también al amor. Aunque la belleza de su entorno conmueve más a Jep. De sus amores, solo lo hace vibrar el primero, un amor adolescente de verano, que por imposible le duró para siempre. La belleza la ve en la grandeza de Roma, en sus ruinas y su arte, pero la que más lo emociona es la cotidiana: una bandada de pájaros, niños jugando en la calle, una monja recogiendo naranjas del árbol, una antigua amante con la que intercambia en silencio sonrisas de perdón. Lo que nombra Marco Grosoli como la belleza sin mayúsculas, que se asoma inesperada y fugaz. Belleza que Octavio Paz llamó «la eternización del instante», que no es otra cosa que la poesía.
3.
Un flâneur romano en busca de lo imposible. Después de las jaranas nocturnas, y como versión romana del paseante inmortalizado por Baudelaire, Jep deambula bordeando el Tíber, hasta llegar a su casa, un codiciable penthouse con vista directa al Coliseo. Flâneur irredento, cínico, vago y sentimental, camina observando en silencio lo que lo rodea. Vive insatisfecho del mundo y de sí mismo, buscando algo que le es difícil precisar. De ahí su eterna tristeza, que lo lleva a la poesía. Un ejemplo de ello lo señala Martínez Maldonado. Jep está tirado en la cama con su último amor, la stripper Ramona, y ambos miran el techo. Ella lo mira pero no lo ve; él lo mira y allí ve el mar con la luz rielando en sus ondas. Cuando al final del filme la monja conocida como «la santa» (claro homenaje a Teresa de Calcuta) le pregunta que por qué no ha escrito otra novela, contesta que fue por no haber encontrado «la grande bellezza». Y no dice más. Vive para la nostalgia. Umberto Contarello, co-guionista del filme, ve a Jep como un napolitano en Roma, curioso y aburrido, que ve la vida con «serena desilusión».
Cerca del final del filme, el protagonista está más solo que nunca, tras la pérdida de su mejor amigo y de la última mujer que quiso. Lo vemos con su elegancia usual en la proa de un yate, navegando hacia la isla en la que conoció a su primer amor, ya muerto. El viaje como búsqueda de lo imposible y no nombrado, en que el camino es mejor que el puerto, está servido. Ya lo dijo Whitman: «The untold want, by life and land ne’er granted. / Now, voyager, sail thou forth, to seek and find». En la próxima escena está ya en la isla. Y reflexiona: «Todo termina siempre así, con la muerte. Pero antes hubo vida. […] ráfagas de belleza. Y luego la desgraciada miseria. […] Más allá, está el más allá. Yo no me ocupo del más allá. Por eso… Que comience esta novela». Y sin embargo, inmediatamente le resta solemnidad a lo dicho, cuando declara, recordando cómo en el circo se hace desparecer a la jirafa, «En el fondo, es solo un truco». Ya no habla más. Es de notar la ambigüedad del soliloquio: Jep sabe que la muerte lo espera, y al mismo tiempo quiere escribir. Quiere escribir, y escribir no es importante.
4.
La música le abre a la barca de Caronte una ventana de luz. Según Michael Phillips, muchas películas ponen su esfuerzo en el inicio, para agarrar al espectador. Pero más importante es el final, y cuando los espectadores se quedan en sus asientos mirando los créditos, por algo es. Es el caso de La grande bellezza. Tras la imagen de Jep en el yate mirando hacia adelante, viene el cierre magistral del filme, con sus créditos. Otra nave viaja por el río Tíber (no la vemos, pero bien puede ser una lancha de transporte, aparentemente sin pasajeros), que va pasando bajo los puentes de Roma. El espectador imagina, aunque no lo vea, que allí va Jep, que ha regresado. Sea como fuere, los que estamos mirando atentamente el paisaje que tenemos al frente, como desde la proa, somos nosotros, los espectadores, que nos sentimos viajeros en la nave. Las imágenes muestran en sucesión las maravillas de la ciudad, como el espectacular Ponte de San Angelo, tan importante en el filme Rome Adventure, y perpendicular al mítico Castel Sant Angelo. La banda sonora subraya la belleza visual: unos cinco minutos de música que merecen un adjetivo inglés que no se puede traducir con éxito al español: haunting. Phillips concuerda con un crítico que se declaró «torturado por la belleza» de esta música (¡y quién no!). Y afirma que en el estreno de la película en Cannes, los espectadores se quedaron de pie o sentados hasta el final de sus créditos. «Transfixed»; es decir, extasiados.
«Transfixed» me evoca la palabra «trance». Porque la maravillosa música del final de La grande bellezza nos lleva a un estado alterado de conciencia, por ser un mantra repetido hasta alucinar al oyente. De ahí que el crítico Guillaume la describa como «spellbinding music». Pero hay más: propongo que esta música contribuye a la ambigüedad suprema de la película de Sorrentino.
Pero volvamos al enigmático final. Si se trata de una barca sobre un río, en una película de intenso lirismo, ya tenemos dos señales que pueden iluminar su sentido. Una apunta al mito; la otra a la poesía. Me refiero al mito clásico de la barca de Caronte, que lleva a la muerte. Y a los inolvidables versos de la elegía medieval de Jorge Manrique: «Nuestras vidas son los ríos/que van a dar en la mar,/que es el morir….» Ello abona a la lectura pesimista del filme que culmina en la muerte, explicitada por Jep. Morirá él, así como los pasajeros virtuales de la nave: nosotros.
And yet… como toda obra maestra, el filme de Sorrentino es opera aperta, en el sentido de Umberto Eco. Que, como los grandes clásicos, provoca interpretaciones diversas. Por eso propondré otra lectura. Sugerida por la música. Recordemos que una de las maravillas del filme es su amplia gama musical, que permite la cómoda coexistencia de la música clásica con la música bailable de sabrosos combos dominicanos. Pero para su gran final, Sorrentino ha escogido música sacra. Se trata de la versión completa de una pieza del ruso Vladimir Martinov, compuesta en 1998 y ejecutada por el Kronos Quartet por un conjunto de cuerdas. ¿Y cuál es su título? Pues nada menos que Beatitudes. Dato que no podemos dejar pasar desapercibido, pues todo gran autor (ya sea escritor o cineasta) cuida mucho el final de su obra, que es lo que se graba en la mente del lector/espectador. Y el mensaje de las bienaventuranzas bíblicas es bien claro, porque constituye la médula de la predicación de Cristo: la trascendencia. Vale citarlas:
Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos.
Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra.
Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados.
Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.
Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.
Bienaventurados los que buscan la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios.
Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los cielos.
Por cierto, algunos compases de esta pieza se adelantan en el filme, acompañando momentos de ternura: cuando Jep ve a Madame Ardant (por el encuentro sin estridencias con un amor pasado), cuando ve la exposición de un amigo que se ha fotografiado todos los días de su vida (por el patetismo de su insignificancia) y cuando está en su balcón con «la santa» (por la lección de sencillez de su vida).
Si la primera lectura del final de La grande bellezza suele ser una de desolación, la lectura a la que nos mueve la música de Martinov abre una ventana de luz a la barca de Caronte. Tras la muerte, hay esperanza de trascendencia. Y de eternidad, pues las repeticiones ad infinitum de la música ya la anuncian. ¿Con cuál de las dos lecturas me quedo? Confieso que con ambas, aunque cuando escucho la pieza de Martinov, que me arrastra hasta rendirme, abrazo la segunda. Porque la emoción – el tema esencial de la música, como bien lo dice el director de la Filarmónica rusa, Vladimir Spivakov – a veces puede más que la razón.
Pero ¿qué tipo de trascendencia? ¿La religiosa? A ella apunta el título de la pieza de Martinov. Más aún, cuando tras dicha pieza, emerge otra, también sacra e hipnótica: «I lie», de David Lang, con sabor a canto gregoriano, estrenada en una catedral de San Francisco. Religiosa y erótica como el Cantar de los cantares bíblico en que se inspira, ya que describe a un amante en su cama, esperando a su amor. Que por cierto, podría aludir a la espera sin fin del amor perdido de Jep. Volviendo a las Beatitudes, Phillips comenta con ironía el posible sentido que tienen en el filme: «Its enough to give you religion, or take it away, or something. But it is something». Concuerdo con él, no en el sentido de «que puede ser que sí, que puede ser que no», como diría una zarzuela, sino porque Jep no solo vive la sensualidad, sino que tiene un alto sentido de espiritualidad, que no ha podido compartir con un cardenal, y que solo lo conoce «la santa».
Pero hay otro tipo de trascendencia; esta vez laica: Jep ha decidido volver a escribir. Sin embargo, degrada su decisión cuando dice que «es solo un truco». Se refiere a la ficción, pero, ¿se referirá también a la vida? ¿Al cine? ¿All of the above? Si fuera así, el arte sería muy parecido a la vida que recrea. Y es precisamente lo que piensa Sorrentino. En la entrevista que le hiciera Antonio Monda, ha reconocido como una de sus fuentes a Flaubert, quien, cuando lo rondaba la idea de escribir Madame Bovary, declaró que quería escribir «un libro sobre nada». Y la nada – continúa Sorrentino – es el centro de las vidas sin sentido de los personajes de La grande bellezza, a los que ve con compasión, pues lo enternece «la belleza de la fatiga de la vida», plasmada en el esfuerzo heroico de la monja «santa», al subir gateando, como penitencia en su ancianidad, la Escala Santa de la Basílica de San Juan de Letrán. Obvia metáfora del trabajo que da ganar el cielo.
Dicho todo esto, lo único que queda claro para el espectador es que estamos ante una opera aperta allá donde las haya. Cada uno escogerá su propia interpretación; sé que hay más, pero me quedo con dos. Acepto la de la muerte como final último, y prefiero la de la trascendencia, sea religiosa o laica, ya que el filme lo permite y la música – la gran aportación de Sorrentino – lo exige. Aunque me quedan muchas preguntas, no pido más. He vivido una experiencia cinemática que merece las acertadas palabras de Robbie Collin: «A shimmering coup de cinema to make your heart burst, your mind swim and your soul roar». Y si La grande bellezza nos niega respuestas contundentes, es porque ya tiene la solera de un clásico, definido por Italo Calvino como «una obra que nunca termina de decir lo que tiene que decir». También porque Sorrentino ha hecho suya una de las lecciones del autor de La dolce vita que puntualiza John Stubbs en su libro Federico Fellini as Auteur : la vida es inefable. De ahí que el significado más profundo de una película, como lo afirmara Fellini, esté en la magia, la ironía y el misterio. Bien lo dijo Jep: «Es solo un truco». Podemos hacer desaparecer a la jirafa.