Democracias desechables
Ahora se sabe que la embajada de Estados Unidos en Asunción había advertido a Washington en 2009 que existía un plan para destituir al presidente electo de Paraguay, Fernando Lugo. Sólo esperaban que cometiera un error. El complot estaba encabezado por el líder del partido Unión Nacional de Colorados Éticos (UNACE), Lino Oviedo, junto al ex presidente paraguayo Nicanor Duarte Frutos (2002-2008). La idea siempre fue colocar a quien fungía como vicepresidente, Federico Franco, en la presidencia de la nación, como en efecto se consumó hace unos días.
La Constitución de Paraguay contempla en su Artículo 225 que al Presidente de la República puede sometérsele a juicio político por mal desempeño de sus funciones que acarreen delitos cometidos en el ejercicio de su cargo o por delitos comunes. La acusación debe originarse en la Cámara de Diputados con el apoyo de dos tercios de sus parlamentarios.
El problema fue que el Senado de Paraguay nunca celebró un “juicio justo” donde se pudiera probar fuera de toda duda razonable que el ex presidente Lugo había cometido algún delito en el ejercicio de su cargo. A los cinco diputados solamente les tomó alrededor de media hora para presentar los alegados cinco cargos que tenían contra el ex presidente Lugo. El “juicio político” del Senado para su destitución duró apenas hora y media. Únicamente se le concedió 24 horas a Lugo para preparar su defensa. (Lea los cargos.)
El documento de la embajada de Estados Unidos indica que, tanto Oviedo como Duarte Frutos, pretendieron utilizar cualquier error cometido por Lugo para destituirlo a través del Parlamento, en lo que denominada paradójicamente como “golpe democrático”. Oviedo tiene un historial personal nebuloso. Huyó en 1999 de Paraguay tras ser acusado del asesinato del entonces vicepresidente Luis María Artgaña, aunque volvió en 2004, cuando fue condenado a 10 años de cárcel por haber participado en dicho homicidio. Duarte instó al Tribunal Supremo en 2007 a liberar a Oviedo.
La realidad es que la comunidad política latinoamericana coincide en que lo que se produjo en Paraguay fue una nueva modalidad de “golpe de Estado”. La diferencia de éste con otros Golpes es que en el caso paraguayo, el golpista fue el Parlamento y no hubo que utilizar las fuerzas armadas para derrocar al electo presidente electo.
Los cinco cargos presentados en el “juicio político” del Senado contra Lugo fueron tan frívolos, como acusarlo, por ejemplo, de permitir un mítin político en la sede del Comando de Ingeniería de las Fuerzas Armadas. O como imputarle instigar a los “sin tierra” a exigir la entrega de parcelas de una hacienda del terrateniente brasileño Tranquilo Favero.
Se llegó, también, a la frivolidad de hacerlo responsable de la ola de inseguridad del país, vinculándolo sin evidencia al grupo guerrillero Ejército del Pueblo Paraguayo. O tener el descaro de hacer ver como delito su apoyo al Protocolo Ushuaia II que admite a Venezuela en el Mercosur. Y, por último, la acusación que se blandió más fieramente: inculparlo por la matanza de Curuguaty el pasado 15 de junio, al respaldar a campesinos “sin tierra” en el desalojo que hizo la Policía de los invasores de la hacienda.
El caso de Paraguay, como lo fue el de Chile cuando la presidencia del socialista Salvador Allende, demuestra que la democracia es para la extrema derecha política y para la política exterior de Estados Unidos un concepto retórico que debe respetarse únicamente cuando responde a sus intereses político y económicos. Cuando no, es un instrumento desechable por peligroso.