Desmitificaciones plásticas del sí quiero
La inclasificable artista francesa Sophie Calle, cuya identidad es prácticamente indistinguible del personaje que crea de sí misma para protagonizar sus obras, narra en una de ellas un extravagante episodio de su vida, en el que escenifica una boda tradicional con el que entonces ya era su marido. Como parte de la historia que acompaña a la fotografía que es testigo del teatral enlace, la artista nos explica: «Nuestra improvisada unión en una carretera de Las Vegas no me había permitido realizar el sueño inconfesado que comparto con tantas mujeres: llevar un día un vestido de novia. Por tanto, decidí invitar a familia y amigos, el sábado 20 de junio de 1992, para hacer una fotografía de boda en los peldaños de una iglesia del barrio de Malakoff. A la fotografía le siguió una falsa ceremonia civil, oficiada por un alcalde real, y el banquete. El arroz, el bizcocho, el velo blanco… no faltó nada. Coronaba con un falso matrimonio la historia más verdadera de mi vida.»
La idílica escenificación que Calle efectúa de su boda y su énfasis en el deseo inevitable de vestirse algún día de blanco es una apuesta muy poco común entre otras artistas contemporáneas que han tratado este asunto. La fantasía del cuento de hadas se transformaba en relato de terror en los pinceles de Hannah Höch, una de las creadoras que trabajaron en el grupo del Dadaísmo alemán y cuya producción giró recurrentemente en torno a las desigualdades sociales que sufrían las mujeres en los años de la República de Weimar. Con una composición que remite al fotomontaje, a través del cual desarrolló sus obras más reconocidas, La novia (Pandora) concentra en un lienzo al óleo una feroz crítica hacia el matrimonio, al que debieron estar destinadas contra su voluntad numerosas jóvenes de la época. Una novia de rostro aniñado, presa de desconcierto y pavor, posa del brazo de su hierático novio, mientras pululan sobre ambos, como escapados de la caja tormentosa, diversos símbolos alados tradicionalmente asociados a la mujer y a la unión matrimonial: la maternidad, el dolor, el pecado original, las espinas o el lastre del amor.
Bastantes décadas antes, rozando el umbral del siglo XIX, Francisco de Goya encontraba también en el matrimonio uno de los errores y vicios humanos –como él mismo los describía- más censurables de la España en la que vivió. En su Capricho número 2, el artista zaragozano retrata a una joven dispuesta a subir al altar, incitada por un grosero séquito clerical, y que esconde tras su máscara sus secretas intenciones de escapar de una realidad asfixiante, convencida de que la ceremonia será una garantía de un futuro de mayor comodidad. Su esclarecedor título, El sí pronuncian y la mano alargan al primero que llega, revela las ansias de libertad de quienes vivían bajo la tutela paterna, a pesar de que su próximo destino fuera a convertirse en aquel tormento que vaticinaría, décadas más tarde, la dadaísta germana.
Precisamente para abordar los sinsabores que puede despertar la institución del matrimonio, la puertorriqueña Raquel Torres Arzola decide evocar las Mil y una noches, y con ese mismo título presenta una colección de cinco piezas que comprenden tanto instalación como apropiación y video. En su reciente exhibición celebrada en el espacio cultural cagüeño Área, mil quinientos ejemplares de El Nuevo Día han sido intervenidos por la artista y en su portada aparece, en lugar de amargas noticias de violencia de género como las que copan las páginas de los diarios con vergonzosa frecuencia, una fotografía que parece marcar la rebelión de una esposa subyugada a las labores domésticas, atacando directamente al corazón de aquel sobre el que pesa simbólicamente la raíz de su tormento. Los titulares de la portada están tomados de pasajes de aquel clásico literario y, por muy anacrónicos e insólitos que pudieran parecer, no se alejan demasiado de las crónicas contemporáneas que también destacan en las páginas de nuestra cotidianidad diaria.
Las demás piezas que componen esta serie enfrían por momentos el aliento de quien las contempla. Como la misma artista señala, su instalación invita a reflexionar sobre la lucha psicológica de las mujeres contra las instituciones que ejercen control sobre ellas, como individuos y como entes sociales. Los pilares de una institución vetusta como es la del matrimonio son también los pilares de la cama que estalla en pedazos, junto a las miles de canicas y de vidrios fragmentados que se desparraman por el suelo, como los sueños rotos de quienes compartieron ese lecho. Manchas de un granate seco en las sábanas son un testimonio de la ruptura, provocada por un marrón, símbolo de un desengaño que aparece revelado en las fotografías adheridas a su mango. Esos retratos, arrancados del álbum familiar propio de la artista, son espejos de la inocente ilusión de unas novias de blanco y de unos novios de etiqueta, que acabaría desembocando en la pira de los juramentos revocados.
La fotógrafa estadounidense Nan Goldin, una de las artistas más relevantes de finales del pasado siglo, se autorretrató en algunas ocasiones mostrando en su cuerpo las evidencias de violencia física provocadas por el que era entonces su compañero. En una de sus fotografías, una mujer que esconde su rostro (¿será la misma artista?) desnuda uno de sus muslos para mostrar a la cámara la marca violácea que le ha dejado en la piel un brusco golpe. La punzada de estupor que causa la instantánea es que el cardenal ha adquirido la forma de un corazón, tiñendo entonces la imagen de una lírica amargura. Heart-Shaped Bruise, perteneciente a su célebre serie The Ballad of Sexual Dependency, es también una metáfora, elocuente y cruel, de la tormentosa unión que conforma, en demasiadas ocasiones, el dolor con el amor.