Diario de la guerra del cerdo, revisited
De mi primera lectura del Diario de la guerra del cerdo me quedó un regusto atrapado entre la fantasía profética, la adivinación oracular y el destino desvelado. Vivía entonces los primeros años del rossellato, los años del desmantelamiento del sistema de salud, la implantación de la “tarjetita” y el comienzo de la bancarrota, los años del tren faraónico y el tubo colosal, de Víctor Fajardo, el Instituto del SIDA, Cifuentes y la corrupción institucionalizada. Apenas adentrándome entonces en la obra de Bioy Casares, en esa atmósfera medio futurista, medio enrarecida, medio fantástica de sus ficciones, y azotado como estaba por los ímpetus y veleidades de una intelectualidad temprana, no pude evitar sentir cierta empatía con la rabia de aquellos jóvenes que los llevó a la locura del geriatricidio. La ausencia de explicaciones en la narración para aquella reacción homicida de los menos adultos, creaba especulación y exprimía conclusiones. Sin duda, algo demasiado grave debieron hacer los mayores para que los jóvenes les llamaran cerdos, algo demasiado atroz, que no debía siquiera mencionarse, algo que revolcó en ellos un odio primigenio y los llevó al colmo de realizar el exterminio; algo tal vez tan grave como sentía yo que nos hacían los mayores a nosotros, los entonces jóvenes puertorriqueños.
Aquella especie de progrom contra una generación entera de ancianos que presenta la novela de Bioy, transpuesto a mi propio espacio y a mis inquietudes, tuvo en mí el efecto de revelarme un devenir posible, y quizá probable, para un país como el mío. Acá, en mi Puerto Rico, heredarían los jóvenes un fisco endeudado hasta la siquitrilla, un gobierno amputado, incapaz de pararse solo sobre sus muñones, una naturaleza arrasada por la plaga del cemento, donde el lugar de la vegetación quedaba circunscrito a las grietas. Convencido como estaba entonces de que nuestra situación era insostenible, de que el momento de una transformación se encontraba, si no a tiro de piedra o de ballesta, sí a tiro de escopeta; seguro de la inminencia de esa coyuntura suprema en la que, como joven que era, pudiéramos pasar factura y exigir responsabilidad por la mogolla, la lectura del Diario me estremeció y dejó erizado varios días. En su cábala literaria, descifraba yo con temor las claves de un sino que podría resultarme demasiado familiar; aquel escenario ficticio tuvo sobre mí el impacto de un realismo brutal. Nadie me hubiera convencido de que semejante toma de la conciencia juvenil era una especulación inverosímil, o en todo caso, que se encontraba en un punto demasiado distante del futuro; nunca hubiera escuchado a quienes me advertían de cuánto más descalabrado estaría el país a la hora de los jóvenes tomar el timón; tildé de enajenados a quienes ponían demasiados años entre entonces y un escenario similar al que planteaba la novela.
He vuelto a visitar esta fantasía apocalíptica y, para mi espanto, la encuentro de nuevo llena de reafirmaciones, de presentimientos acertados, hasta de posibles verdades. Ahora, más que en mi primera lectura, me pareció la narración histórica de unos hechos insoslayables. Esta vez lo sentí como el texto de un historiador, o mejor el de un matemático que, tomando las variables de un país como el nuestro (colonizado, incapaz de tomar el control real de su economía, sin relaciones formales de respeto mutuo con ningún otro país y por tanto aislado de la comunidad internacional, perdido su derrotero y machucada su autoestima, posesión de otro país que, como un mapo o un rastrillo, lo tiene echado en la covacha del olvido), dedujera, por silogismo, su próxima figura.
La realidad política puertorriqueña, ese páramo de ideas y muchedumbre sin líderes, ese monumento a la deshonestidad, ese pájaro de la mofa al espíritu patriótico, obligará, a la larga, a que la juventud tome el poder, le arrebate las riendas del país a los venerables ancianos quienes, hasta el hastío, habrán demostrado una incapacidad asombrosa para comprender siquiera el más elemental principio de lo que significa gobernar a una sociedad compleja. La debacle de Puerto Rico presenta un ambiente extremadamente fértil para el tipo de escenario que presenta la novela; la descabellada masacre de ancianos como parte de un proceso reivindicativo me resulta cada día un futuro menos posible que probable.
Me temo que, como en la fantasía de Bioy Casares, cuando las hordas de jóvenes salgan a vengar su rabia, ya no importará cuán culpable sea cada cual en lo personal o en lo colectivo, porque entonces poco valdrá si marchaste alguna vez o no marchaste contra los poderosos, si participaste o no participaste en el proceso electoral para colocar a los ineptos en el poder, si cogiste un macanazo o si lo diste. Quedará establecido por el espíritu vengador del momento que quien tenga canas o arrugas será responsable por la debacle, bien por participación directa, bien por omisión o desidia, bien por demasiado enamorado de la comodidad anestésica de las vidas acondicionadas. Para ellos, para la juventud enardecida, todos seremos cerdos, y creo que se nos hará bastante cuesta arriba probarles lo contrario.
Hoy, mi principal preocupación radica en que se posponga demasiado el momento de este holocausto sacrificatorio, que llegue cuando ya no pueda justificar con la juventud mi cuerpo la juventud de mis ideas, que puede ser ya en cualquier momento. Pero ni modo. Aunque el nefando día me encuentre en la flor de mi vejez, estaré del lado de esos chicos que reclaman retribución y justicia, pues ellos serán entonces, aunque los verdugos, también las víctimas. En todo caso, antes de que el cuchillo en joven mano me yugule en mitad de la noche, me tomaré la libertad de salir a la caza de algún viejito soroco a quien pueda empujar de un balcón o asfixiar con una almohada. En el estado de anarquía en que nos encontraremos entonces, creo que podré permitirme este simple acto de solidaridad con los agraviados, este simple gesto de honestidad intelectual con el cual no pretenderé, ni remotamente, ser indultado.