Dos 9/11
El 9/11 es para nosotros una fecha de densa significación. Mi esposo Jaime es chileno, nos conocimos en Manhattan, nos casamos en el City Hall. Nuestros hijos son de esos sujetos de identidades múltiples, globalizadas, con un montón de comillas, guiones y hasta asteriscos que cruzan Puerto Rico, Chile, Nueva York, Ohio, Pittsburgh, Texas, Palestina y Vietnam. El exilio político ha desperdigado parte de la familia chilena en Australia, Francia e Italia y la diáspora boricua ha irradiado desde Nueva York y Philadelphia, hasta California, Chicago y Florida.
Para mí, un 11 no son dos torres gemelas, sino dos lugares distintos que forjaron mi imaginación: Chile y Nueva York. Mi recuerdo más remoto, aquel que se grabó para siempre en mi memoria a la edad de dos años, es un fuego en un edificio de Manhattan. Bomberos que suben escaleras, humo negro, ardor en los ojos y el ruido estrepitoso de ambulancias. Mi hermano mayor de cinco años agarrado del brazo izquierdo de mi madre, mi hermano de tres meses cubierto por una frisa de bebé sobre su hombro derecho y yo sentada en un cochecito mirando de lejos el edificio en llamas. Estábamos a salvo. Por mucho tiempo pensé que era una pesadilla, hasta que se lo conté a mi madre y supe que había pasado realmente. Mis padres se conocieron en Nueva York, nosotros vivimos por un tiempo saltando el charco a cada rato, la Guagua aérea y el vuelo de los tomateros no eran para nosotros inventos de Luis Rafael Sánchez, sino estampas cotidianas que si no las recordábamos, nos las repetían nuestros padres y tíos a ambos lados del mar. Nueva York era para nosotros el paraíso y también el infierno, ese lugar de las oportunidades paradisíacas con realidades penosas donde un edificio podía arder en llamas porque alguien había dejado la estufa prendida para proveer la calefacción que el “landlord” no había reparado o porque a un suertudo con trabajo y cierto dinerito extra, se le ocurría tirar al incinerador los restos de un recién comprado linóleon como si estuviera en Puerto Rico celebrando el día de las Candelarias. Para los cruzadores de charcos las escenas de edificios en llamas no ocurrían en Wall Street.
En los 70 nos habíamos afincado en Puerto Rico y aunque Nueva York seguía apareciendo en los ojos maravillados de aquel librito escolar amarillo de segundo grado donde Pepín y Rosa escuchaban a Dan mostrarle la maravilla de los rascacielos neuyorquinos, fueron surgiendo otros espacios de ilusión imaginarios. En 1973 tenía sólo 12 años. Tengo un leve recuerdo de escuchar a mi padre lamentar la muerte de Salvador Allende, despotricar contra la CIA, Nixon, Kissinger, la falta de respeto de la elección democrática de los chilenos y la gritería de todo el mundo hablando a la vez porque para un lado de la familia todo era bueno if “it’s made in USA” y de inmediato aparecían los insultos de cada lado: macartista, albizuista, muñocista reventáo, independentista de clavo pasáo, Reyes Castro enñangotáos, Rabelles que hasta Castro los bota de Cuba. Todo terminaba en el rosario de la aurora sin mayores consecuencias, porque los congregaría un buen plato de arroz con habichuelas, un canto de lechón y barriguita llena, corazón contento. Hasta la muerte de Pablo Neruda fue llevada al mismo insano muro de las lamentaciones.
Yo no tenía ni la menor idea, de qué iba todo esto. Al año siguiente leería en mi clase de español aquella novelita de portada gris que nos asignaban a casi todos los puertorriqueños en el séptimo grado: Lautaro, joven libertador del Arauco, de Fernando Alegría. Además leíamos Isla Cerrera, de Méndez Ballester, pero esa no me había interesado demasiado porque no me parecía tan glorioso narrar una historia donde el héroe fuera un conquistador por más converso y puertorriqueñizado que fuera. Los niños crean héroes y antihéroes, espacios de ilusión imaginarios y lugares de los cuales hay que escapar aunque sea con el vuelo de la fantasía. Fernando Alegría, sin saberlo, había sellado en mi imaginación de niña un pueblo aguerrido que había librado una épica contra el imperio español y que no se doblegaba nunca. Lautaro era mi héroe y Chile mi espacio imaginario de ilusión. Un héroe y un espacio imaginario que me ayudaban a escapar de la realidad nada épica ni gloriosa del Puerto Rico en que yo habitaba en los años 70.
Más tarde escucharía la invitación de Neruda, “a nacer conmigo hermano”, Gabriela me dejaría bien claro que algo habría que hacer porque “todas íbamos a ser reinas”, Nicanor Parra me enseñó a reírme de todo, desde las lecciones inútiles de los profesores hasta de “Nueva York, donde la libertad es una estatua” y José Donoso me llevó a conocer el Chile de la Rinconada, en el Obsceno pájaro de la noche, pero también el espacio marginado del deseo prohibido, y la violencia en El lugar sin límites. Chile era para mí un lugar. Y ese lugar había también anidado las voces a contracorriente de Eugenio María de Hostos, Rubén Darío y Andrés Bello. Chile existía en mi imaginación antes de conocer a ningún chileno ni haber pisado Chile.
A veces la realidad supera la ficción, pero otras veces la ficción nos hace ver la realidad más bruta. Conocería a Chile en 1985, en plena dictadura militar. Caminaría por el “Arauco domado” viendo, sin embargo, el espíritu indoblegable de Lautaro. El imperio no era el mismo. Ni la CIA, ni Nixon ni Reagan serían lo suficiente anti-héroes para crear una épica. Ni Alonso de Ercilla ni Pedro de Oña se habrían tomado la molestia. Pero tampoco se trataba de un espacio carnavalesco. El rey momo aquél no daba risa. Quien se atreviera a lanzarle el tomatazo o berengenazo correspondiente, pagaba muy caro las consecuencias. Por eso se empezó a contar de otra manera. Sin épicas ni carnavales, la protesta creó otro lenguaje, otras formas de ensamblar la historia.
En los 80 la gente ya se atrevía a lanzarse a protestar a la calle, perseguidos por guanacos (tanques de agua hedionda), disparos y el peligro constante de que después del toque de queda llegaran a sus casas camiones con paramilitares o carabineros que se llevarían a algún miembro de la familia que probablemente no volverían a ver. ¿Quién no recuerda la muerte espantosa de Rodrigo Rojas, el hijo de la exiliada Verónica de Negri, quemado por los militares en medio de una protesta callejera de jóvenes en Santiago? Pero había habido también otro tipo de protesta: los happenings de automutilación de Diamela Eltit y Raúl Zurita, la escritura de una milla de cruces en el asfalto de Lotty Rosenfeld, la atrevida representación teatral clandestina de “El señor presidente” por Isidora Aguirre, y hasta la misma telenovela “La madrastra”, interpretada alegóricamente como el regreso de quien ha sido encarcelado injustamente o lanzado al exilio. La poesía chilena bajo la dictadura supo también buscar medios creativos para reinscribir la protesta: reescribiendo la ciudad (Gonzalo Millán), respirando un aire nuevo (Gonzalo Rojas), escribiendo en el cielo (Zurita) o convirtiendo la esquina de un bar en Concepción en el lugar desde el cual se miran pasar todos los días carrosas fúnebres (Tomás Harris). La represión no detuvo la imaginación. Hasta los niños pre-escolares cantaban con estrépito “los pollitos dicen pío, pío, pío, cuando tienen hambre, cuando tienen frío”, mientras recordaban por lo bajo y entre dientes: “pollitos unidos, jamás serán vencidos”.
En Chile supe que Pablo Neruda había sido candidato comunista con el estribillo “el que no salta, es momio” y que a Gonzalo Rojas los momios le habían quitado ya la “L” al pasaporte por la cual no había podido pisar tierra chilena por muchos años por haber sido embajador cultural de Salvador Allende en Cuba. Gonzalo Rojas residía entonces en Utah, pero este poeta de Lebu regresaba todos los veranos a Chillán, donde la tierra de los Parra lo había adoptado como poeta netamente chillanejo. Esa misma ciudad había adoptado también en su momento a nuestro Eugenio María de Hostos.
Juan Gabriel Araya, chillanejo admirador de Hostos, nos invitó a cenar con Gonzalo Rojas e Hilda alrededor de una mesa con chupe de guatitas, un buen asado y vino de la región. A alguien se le ocurrió preguntar por qué un país capaz de generar las voces poderosas de Hostos y Betances, no había logrado la independencia antes de la Guerra Hispanoamericana. Entre la comilona y el vino, me habían transportado a la colonia española y no a la norteamericana. Lo único que se me ocurrió fue sugerir la lectura de “El país de cuatro pisos”, de José Luis González, no sin añadir mi consabido carmenritazo: “imagínate, qué puede esperarse de una isla donde hasta uno de mis abuelos cuenta que su familia salió de Venezuela escapando de Simón Bolívar y le he escuchado a una abuela repetir que todo estaba mejor cuando éramos colonia. A eso añadí que no podía jurarlo, pero seguramente hasta tendríamos muchos exiliados en Puerto Rico de la época de Salvador Allende, que eso de ser isla trae todo tipo de marea. Gonzalo Rojas se echó a reír y me dijo que mi abuelo le había ganado al momio más momio de Chile, autoproclamado “heredero” de Bolívar, Bernardo O Higgins y San Martín. A mí me tomaría saltar mucho. Así hablábamos, empleando lo que llamarían en el Renacimiento “anacronismo histórico”, para evitar nombrar obviamente el presente. Lo más interesante es que nos entendíamos y sabíamos reírnos de nuestros propios chistes incomprensibles.
Conocí a Fernando Alegría en Bonn, en un congreso del I.I.L.I. al que asistimos Jaime y yo en 1986. Al pasar por Nueva York vino a nuestro apartamento de la 106, entre Amsterdam y Broadway. Cuanto chileno pasaba por Nueva York iba a nuestro apartamento a ver a Jaime, tomar mate y comer cazuela y cuanto amigo puertorriqueño andaba por allí, sabía que podía contar con nuestra casa. De paso por Nueva York, caminando frente al edificio de la IBM, Fernando Alegría se paró frente al edificio “a saludar a Salvador Allende”. Nos pareció rarísimo porque corría entre los chilenos la versión de que una de las compañías que la CIA buscaba “proteger” del gobierno socialista de Allende había sido la IBM. Pero Fernando Alegría nos decía que esto había sido una gran ironía. Lo cierto es que era el último lugar concreto donde recordaba haber visto brillar a Allende. Como Agregado Cultural de Washington DC, Alegría había acompañado a Salvador Allende en su visita a Nueva York. Según contaba, justo en el momento en que él y Salvador Allende pasaban frente a ese gran edificio de vidrio, se habían encendido todas las luces y habían aparecido simultáneamente dos estudiantes de la universidad de Columbia que habían reconocido al presidente y querían aprovechar la ocasión para saludarlo. Salvador Allende, según Alegría, les dio un buen apretón de manos y les dijo que los estudiantes son una promesa y Chile los estaría esperando cuando culminaran sus estudios. Al año siguiente, quizás esos dos jóvenes recordarían consternados ese instante de luminosidad fortuita, si no es que se trataba de dos agentes encubiertos que estaban siguiéndole la pista y formaban parte del escuadrón de criminales que participaba en la planificación concertada del golpe militar con la ayuda del gobierno de Nixon y Henry Kissinger. Porque así era la óptica chilena de los 80, cuando hasta un momento mágico de 1972 podía ser fácilmente interpretado como signo que llevaba a la tragedia del 11 de septiembre.
El 11 de septiembre de 2001 fue una verdadera pesadilla para nosotros. Aquellos edificios en llamas eran simultáneamente los barrios de puertorriqueños que habían desaparecido como si les hubiese pasado por encima una guerra fría, el edificio de La Moneda atacado por los traidores que debían defenderlo, y una gran montaña de muertos sin cuerpos. Las familias que cargaban las fotos de sus seres queridos alrededor de aquel vertedero de fierro que ocupaba lo que fueran las torres gemelas, eran una versión instantánea y desoladora de los rostros de miles de chilenos que todavía buscaban a sus desaparecidos.
Mi esposo estaba en Chile el 11 de septiembre de 2001 y padeció la angustia de revivir una vieja tragedia al revés. Según cuenta, el verano neoyorquino e invierno chileno de 1973, había ido a Chile a visitar a la familia y a su hijo de seis años, Pablo. Como le ofrecieron un puesto cultural en la ciudad de Lota, había decidido volver a Nueva York a presentar su renuncia en Stony Brook y embarcar la mudanza. Decidió aprovechar la ocasión para visitar el norte de Chile, saludar a su amigo y poeta Oscar Hahn, y conocer Lima. El 11 de septiembre de 1973 lo halló en el Perú, con Pablo en Santiago, y con la noticia de que el amigo y alcalde de Lota que lo había contratado había sido de los primeros asesinados y de los pocos que Pinochet había fusilado públicamente bajo un juicio militar improvisado que lo acusaba de haber sido partícipe de un supuesto Plan Z en el cual la izquierda habría liderado un golpe en el cual matarían a los no simpatizantes de las ideas comunistas. Se usó la libreta de teléfonos del mismo alcalde como prueba de que había planificado matar disidentes del comunismo y la única defensa posible de este alcalde comunista de Lota era que quienes aparecían en su directorio telefónico, muchos de ellos desaparecidos, aparecieran ante el dictador a declarar que no eran anticomunistas. Jaime volvió a Nueva York desde Lima y no pudo volver a ver a su hijo ni a sus padres por siete años. En menos de un mes, a la edad de 36, se le puso el pelo totalmente blanco. Y no era para menos, el poeta Oscar Hahn había ido a parar en la cárcel porque aunque habían quemado cuanto libro sonara a izquierdoso tras el golpe militar, se les olvidó inspeccionar la pieza de invitados adonde a Jaime se le habían quedado unos cuantos libros de poemas de autores ahora ofensivos, como Pablo Neruda, Gonzalo Rojas y Gonzalo Millán.
En Chile reinaba el desasosiego y en el resto del mundo comenzó a organizarse de inmediato la solidaridad con los chilenos en el exilio. Chile Democrático, una oficinita en las inmediaciones de las Naciones Unidas, se dedicó por muchos años a consignar los testimonios de cada ex-preso político que llegaba al exilio no solo para testimoniar los abusos de los derechos humanos, sino para documentar el sitio exacto en el cual se había visto por última vez a algún desaparecido. Esto, que pareciera en ese entonces un intento desesperado de amontonar miles y miles de archivos sin destino, ayudó a consignar la memoria y mantener viva la esperanza de recuperación de algunos de los cuerpos. El Pablo Neruda Cultural Center, sirvió de plataforma cultural en Nueva York distribuyendo los libros de poetas en el “exilio interno” de Chile y el exilio externo de Estados Unidos, Europa y el resto del mundo. Inti Illimani, los hermanos Parra, Quilapayún, Isabel Aldunate y tantos otros, se sumaron a los escenarios neoyorquinos para que todos escucharan su voz de protesta.
Son muchas las historias que contar, de individuos corrientes, que esperando la muerte al ser transportados en un camión por la cordillera de los Andes, hallaron la suerte de encontrarse en un avión camino a las Naciones Unidas y a la libertad del exilio. Otros sin embargo, terminaron en fosas comunes, sin nombres, en el mar o en el desierto de Atacama. ¿Quién podrá escribir la historia de esos cuerpos?
Mirado desde Chile, el 11 de septiembre de 2001 parecía el comienzo de otra guerra sin épica posible, de muchos cadáveres sin voz ni cuerpo. Como los aeropuertos estaban cerrados, Jaime presintió la angustia de volver a perder no a uno, sino a dos hijos puerto-chileno-neoyorquinos, por 7 años. Eventualmente se reabrieron los aeropuertos con estado de alerta naranja y toda una red de protección contra el enemigo que a veces me recordaba la era del Chile de Augusto Pinochet.
Mi hijo se llama Danilo, en honor al alcalde de Lota fusilado en Concepción. Mi hija se llama Carla, para que si no reina, sea una mujer fuerte. Abrazados los tres frente a una pantalla de televisión, vimos desde lejos la desolación y muerte de ese 11 de septiembre de 2001. Otro 11 para la historia; bomberos, humo negro, nos ardían los ojos. Desde la pantalla protectora de la televisión del hogar, vimos a nuestra querida ciudad en llamas.