Educación y pertinencia
Se le atribuye a Albert Einstein haber dicho que la educación es lo que queda después de que a uno se le olvida lo que le enseñaron en la escuela. Una buena cita, igual que un buen chiste, no se debe explicar porque se daña, pero me veo obligado a dar mi interpretación de estas palabras para poner en contexto lo que comento más adelante. Einstein nos advierte, según mi interpretación, que la educación es la formación intelectual, moral y espiritual que sale a flote luego que se decanta lo estrictamente utilitario del aprendizaje. La primera vez que escuché o leí estas palabras -no recuerdo el medio por el cual me llegaron, pero creo que fue en un ensayo titulado On Education– fue alrededor del 1968, en una clase de inglés en la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras; precisamente donde todavía hoy se debate—y ahora con la urgencia de la supervivencia—el significado de la educación. Más de cuatro décadas después, esa cita fue lo primero que me pasó por la mente al leer los párrafos introductorios del informe Cambio de Rumbo para dar Pertinencia a la Educación Superior en el Siglo 21. El informe es obra de un Comité de siete personas, tres de las cuales son profesores universitarios de considerable renombre, todos designados por el Gobernador de Puerto Rico Luis Fortuño para estudiar el futuro de la educación superior en Puerto Rico.
En el Resumen Ejecutivo, luego de una breve introducción que es más bien un trámite burocrático, los autores inician su informe al Gobernador con un Marco filosófico, en el cual afirman, ya para el tercer párrafo: “Si aceptamos que la nuestra debe ser una economía basada en el conocimiento, hay que visualizar la educación como factor fundamental en ese modelo económico”. Más adelante son un poco más específicos, y aseguran que: “La Universidad de Puerto Rico como universidad del Estado tiene la responsabilidad de ser motor de la economía del conocimiento”. Esta última oración parece ser una síntesis exhaustiva de la filosofía del Comité.
Considérese la descripción que se hace de la Universidad de Puerto Rico: “En la actualidad, la UPR es una Multi-Universidad con 11 recintos claramente diferenciados en dos grandes subsistemas: ocho recintos subgraduados y tres recintos de Estudios Graduados y de Investigación (EGI) que tienen la misión de desarrollar la labor creativa, la Investigación y Desarrollo (I+D) e Innovación, y graduar el liderato que Puerto Rico necesita para competir en la economía del conocimiento”. (énfasis suplido).
Me parece que está claro que la pertinencia de la educación superior en el siglo XXI, según la filosofía del Comité, se define de manera primordial, si no exclusiva, como función de la “economía del conocimiento”. Pero este concepto no se explica, ni se argumentan las bases de su centralidad en la misión universitaria. La sujeción de la educación universitaria al servicio de “la economía del conocimiento” es un axioma para el Comité, no una propuesta cuya pertinencia deba ser objeto de un diálogo universitario. Propongo rechazar ese axioma, por impertinente, y retomar el debate sobre otras bases.
¿…y qué es la “economía del conocimiento”?
A los lectores quizás les sorprenderá enterarse de que a muchos economistas no nos gusta el concepto de “la economía del conocimiento”. Es más, algunos economistas todavía no acabamos de entender qué rayos es lo que se supone que signifique. Pero, como muchas otras ideas que se imponen en el discurso cotidiano sobre temas económicos, ésta se ha popularizado hasta el punto de que parece no requerir explicación. Recuerdo que mi reacción al escuchar el nombre por primera vez fue exactamente la misma de otro profesor de economía en la UPR (nos sorprendimos mutuamente con las mismas palabras): ¿Y cuál fue la economía de la ignorancia?
Haría falta un ensayo largo para reseñar todas las formas en que se usa este concepto. Sus usos van desde el cliché casi obligatorio hasta la propuesta bastante pretenciosa de que hemos alcanzado un estado en la evolución humana en que la persona típica ha dejado de ser un productor de arroz y habichuelas para convertirse en “productor de conocimiento”. En el medio hay un espectro amplio de interpretaciones variadas. Por el peso que indudablemente seguirá teniendo este tema en el debate sobre la Universidad, y sobre el País, vale la pena repasar brevemente algunas de estas interpretaciones.
El concepto como cliché: Está cerca el momento en que las aspirantes a reinas de belleza contestarán, cuando les pregunten por sus aspiraciones: “Yo quiero ser competitiva en la economía global del conocimiento”. Un amigo solía decir que esa es la prueba de que un cliché ha llegado a su cénit; de ahí en adelante cae rápidamente en desuso. La mayor parte de las veces que se cita la economía del conocimiento es como cliché obligatorio en contextos ceremoniales.
El concepto como apelativo trivial: A veces parece que lo que se quiere decir es que vivimos en una economía que utiliza un conocimiento más avanzado y denso que el que se usaba en economías anteriores. Esta es una versión trivial del concepto porque en la medida en que el conocimiento se acumula y enriquece (y se gestiona más efectivamente en la actividad económica), siempre la economía de hoy va a ser de más conocimiento que la de ayer. En todo caso, habría que decir que vivimos en la “economía de más conocimiento”, pero lo absurdo del apelativo cancela el valor de su precisión.
El concepto como apelativo menos trivial: Otras veces da la impresión de que lo que se quiere decir es que vivimos en una economía en la cual el insumo de la ciencia y la tecnología representa una proporción del valor añadido mucho mayor que en cualquier época pasada. Esto no es un concepto trivial y parece una definición con un contenido económico específico. Pero, de nuevo, es lo que uno esperaría en un proceso económico acumulativo (lo que colindaría con la versión trivial), y, peor aún, no está claro que esto sea cierto. ¿Acaso la contribución de la ciencia y la tecnología al valor añadido no era sumamente alta en la economía de la aviación, la electricidad, la exploración espacial incipiente; o sea, en la economía “del siglo pasado”? No creo que alguien haya demostrado la ocurrencia, en el último par de décadas, de un cambio discreto y significativo en esa contribución al valor añadido; es más, no creo que nadie haya desarrollado las métricas necesarias para detectarlo, si es que ocurrió.
El concepto como apelativo impropio (misnomer): Un uso común, especialmente en el mundo de la industria y los negocios, es designar “economía del conocimiento” a las industrias que utilizan las tecnologías de punta de hoy en día (especialmente las biociencias y la informática). En este caso, la objeción al uso de este apelativo es que confunde en lugar de esclarecer: ¿Por qué no llamarle economía de las biociencias y de la informática, si es eso lo que se quiere decir? Además, al decir que las industrias de tecnología de punta de nuestros tiempos configuran una “economía del conocimiento” las estaríamos privilegiando caprichosamente sobre lo que fueron las industrias de tecnología de punta de épocas anteriores.
La versión pretenciosa del concepto: Una versión de la economía del conocimiento que a mi por lo menos me resulta particularmente extraña (y casi incomprensible) parece decir que hemos pasado un recodo en la senda histórica de la humanidad que nos adentra en una economía donde la producción es principalmente producción de conocimiento y la producción de bienes materiales y servicios es casi incidental a ese proceso. En este contexto, la economía del conocimiento es una faceta de una realidad más vasta: lo que llaman la sociedad del conocimiento, una especie de brave new world contemporáneo o una regresión a la sed de utopías que tanto se ha criticado en las últimas décadas. En mi caso, por lo menos, nada de lo que he aprendido de teoría económica, de medición económica y de historia económica me faculta para percibir ese cambio tan fundamental en la naturaleza misma de la producción. Por supuesto, no se puede descartar la posibilidad de que los economistas estemos incapacitados, precisamente por nuestra formación, para percibir lo que a otros es evidente. Pero lo dudo, como cantaba José José.
La realidad es que en la teoría económica SIEMPRE se ha destacado la centralidad del conocimiento (plasmado en tecnología e instituciones) en la capacidad económica de un país. Descubrir, a estas alturas, que el conocimiento es esencial para el desarrollo, es como acabarse de enterar que los estadounidenses fueron a la luna. Esa es la razón principal por la cual a muchos economistas nos disgusta que se le llame a nuestro mundo de hoy, es desmedro y desprecio del pasado, “la” economía del conocimiento. Hace más de medio siglo, en 1960, en su controvertida teoría sobre el desarrollo económico, W.W. Rostow describió lo que él llamaba la cuarta etapa del crecimiento (la madurez) con estas palabras:
Formalmente, podemos definir la madurez como la etapa en la cual una economía demuestra la capacidad de ir más allá de las industrias originales que impulsaron su despegue y absorber y aplicar eficientemente a través de un espectro amplio de sus recursos—si no de todo el espectro—los frutos más avanzados de (lo que sea entonces) la tecnología moderna. Esta es la etapa en la cual una economía demuestra que tiene las destrezas tecnológicas y empresariales para producir no todo, pero cualquier cosa que decida producir. Puede que le falten las materias primas u otras condiciones de oferta que se requieren para producir de manera económica algunos productos (como a la Suecia y la Suiza contemporáneas, por ejemplo), pero su dependencia es un asunto de elección económica o prioridad política y no una necesidad tecnológica o institucional. [W.W. Rostow, The Stages of Economic Growth, a Non-Communist Manifesto, Cambridge University Press, 1960 (traducción propia del inglés)].
Mi lectura es que Rostow prácticamente identifica el desarrollo económico con el dominio de las tecnologías de punta, aunque no habló de economía del conocimiento. Por controvertida que sea la teoría etapista de Rostow, lo importante para nuestro argumento es que la centralidad del conocimiento en el desarrollo se daba por un hecho hace más de medio siglo, por lo menos. Más recientemente, en el 2010, el economista argentino Aldo Ferrer reiteró ese planteamiento de manera más enfática:
A su vez, el desarrollo económico enfrenta desafíos importantes en el sistema mundial y debido a la continua ampliación de las fronteras del conocimiento y la tecnología. Pero el desarrollo sigue siendo esencialmente lo que siempre fue, vale decir, la incorporación de la ciencia y la tecnología en el tejido económico y social, y la capacidad de gestionar el conocimiento en el espacio nacional.” [Aldo Ferrer, Raúl Prebisch y el dilema del desarrollo en el mundo global, Revista de la CEPAL, agosto 2010 (énfasis suplido)].
¿… y cuál debe ser la misión de la Universidad?
No pretendo tener la contestación a esa pregunta, pero creo que debemos rechazar el axioma de que la misión es “ser el motor de la economía del conocimiento”. No quiero decir con ello que la Universidad no deba jugar un papel importante en el desarrollo de Puerto Rico. Al contrario, creo que esa es una parte indelegable de su misión. Sin embargo, debemos debatir la pertinencia del concepto de la economía del conocimiento en el contexto de una misión más rica (y difícil) que necesariamente tiene que incluir el servir de vehículo de integración de Puerto Rico al mundo de los saberes—no sólo en las ciencias “duras”—y el sentar las bases para el logro de una capacidad científica y tecnológica endógena. Sin duda eso requiere cambios en la institución, y eso también hay que debatirlo.
El debate que hay que tener es mucho más amplio de lo que parece pensar el Comité. Ningún Comité puede tener un conocimiento detallado de la complejidad de la Universidad, por lo que debería estar más que dispuesto a un diálogo abierto. Por ejemplo, en el mencionado Informe hay una referencia desatinada a las facultades de Ciencias Sociales y Humanidades que demuestra que los autores necesitan ampliar su conocimiento de la Institución. Se refiere a “un segmento sustancial del profesorado” que son de la “persuasión” posmoderna, a la que describe como “una corriente intelectual caracterizada por el rechazo a la metodología científica moderna, a la verdad objetiva y particularmente a la racionalidad de la sociedad moderna occidental, a la que consideran decadente”. Peor aún, afirman que en nuestro entorno (a diferencia, supongo, de Estados Unidos) en esa persuasión posmoderna “toma gran prominencia al tema de la independencia del país, el nacionalismo y el socialismo”.
Los miembros del Comité deberían saber, especialmente los tres universitarios del grupo, que si los posmodernos quieren remecer los cimientos epistemológicos y sociales de las ciencias naturales, no sólo es legítimo que lo hagan, sino que además donde deben hacerlo es precisamente en la Universidad. Los científicos naturales no le deben tener miedo a ese debate, y muchos de ellos no se lo tienen. Por otro lado, debieron pensarlo mucho antes de hablar de independencia y socialismo de la forma tan descuidada en que lo hacen, porque, francamente, parece una incitación al carpeteo, y eso sí que debería haberse superado en una educación superior pertinente para el siglo 21.
Hay mucha tela que cortar en este informe, y en este artículo sólo se tocan algunos bordes de ese tejido (los que más me llaman la atención por mi limitación de ser economista), pero nos han invitado a debatir, y hay que aceptar esa invitación. Quizás logremos convencer al Comité de que es preciso entender mejor por dónde vamos antes de darle golpes al timón.