El discreto encanto de la güira

Anécdota sobre Abraham Lincoln que leí alguna vez:
En una ocasión un ayudante de Lincoln le dijo, alarmado, que un famoso periodista de la época había dicho que Lincoln era un tonto (a fool). Lincoln, meditabundo, le comentó: “Entonces debo hablar con este señor, porque usualmente él tiene la razón”.
Me he dado a la tarea de reunirme a conversar con personas que no piensan igual que yo, que no ven el mundo de la misma manera, incluso, que tienen visiones de mundo opuestas a las mías. Y no se trata de que esté renunciando a mis principios, a mi “brújula moral” que tanto se menciona en el norte, a mi compromiso contraído desde mis años universitarios que me costaron macanazos, acusaciones por delitos no cometidos, carpetas y marginación.
Me he dado a la tarea de conversar con quienes tienen perspectivas diferentes porque me interesa comprender por qué lo que para mí resulta obvio, incuestionable, ético y equitativo, a estas personas no les mueve un pelo o, en el peor de los casos, les provoca una mezcla de suspicacia y motivo de risa por mi supuesta ingenuidad.
Después de tantos años leyendo, reflexionando, estudiando, enseñando y denunciando el sistema mundo de la economía de mercado y sus efectos globales y, en nuestro caso, insulares, no quedan muchas teorías o planteamientos que no conozca o que no haya escuchado anteriormente.
Soy un destilado de la generación del 1968, y aunque todavía abrigo la ilusión de un mundo justo y equitativo, el estudio de la Historia me ha revelado cuántas de las ilusiones del ser humano se convierten en realidad para luego caer presas de nuevas ruindades y combates a muerte.
El tiempo me ha desempañado los espejuelos lo suficiente para concluir que la Humanidad excede mis fronteras isleñas y continentales, que nuestras pasiones y desatinos suelen condenarnos a holocaustos y destrucciones de nuestras mejores expresiones, que los de aquí no somos mejores que los de allá (sea cual sea el allá), y que estamos sujetos a las mismas bondades, las mismas avaricias, las mismas solidaridades y las mismas mezquindades de quienes admiramos y desdeñamos; que lo único que nos distancia de los demás, los que reconocemos que no son como nosotros, es nuestra endeble y fortalecida convicción de que podemos ser más y mejores de lo que hemos sido; que podemos llegar a ser lo que siempre hemos pensado y querido, pero no hemos tenido la tenacidad de rescatar de las manos de quienes han capitalizado en nuestras debilidades y nuestros miedos, para enriquecerse a costa nuestra y empobrecernos de cara al futuro.
Por estas razones, me reúno con quienes piensan distinto a mí: judíos y descendientes de palestinos, estadounidenses que no suscriben mis mejores deseos para con su país, cubanos anti-castristas, empresarios que reconocen día a día tanto los estragos de la corrupción como el deseo de detenerla. Todos tienen en común tanto su denuncia de la avaricia y las complicidades de quienes se sabe que roban, como su posición de que con reglas claras que apliquen a todos por igual, podríamos convertirnos en un país próspero y autosuficiente.
Mi argumento en contra de la pérdida de la esperanza se basa en una observación que comparten mis interlocutores. En las esferas del poder político en Puerto Rico prevalecen dos conductas que aseguran la continuidad del estatus quo, aunque se nos caiga la casa encima: el miedo y la güira, y ambos están estrechamente vinculados.
Nuestra precariedad como sociedad, tanto en lo económico como en lo político, nos viene de la época en que éramos una carga y fuente de remesas para el gobierno español desde el siglo XVI, pasando por nuestra importancia geopolítica descubierta por los EEUU en el siglo XIX, hasta nuestra importancia como mercado cautivo del capital estadounidense a partir de principios del siglo XX. Esa precariedad que llevamos a flor de piel, como las tonalidades de nuestros antepasados distantes e inmediatos, nos hace vivir en constante temor, un miedo justificado en la mayoría de las veces, de que podemos perder lo poco (comparativamente) que tenemos; el terror a que la precariedad nos destituya y entonces no haya quien pueda rescatarnos.
“¡Es la colonia!” de inmediato vociferan muchos, aunque cada vez menos, incluyendo los que creen que la estadidad es una forma legítima de descolonización como han establecido las Naciones Unidas.
Pero la colonia vive en nosotros, como en todas las pos colonias de todo el mundo, y todo colonizado ha aprendido a velar la güira, a insertarse entre las contradicciones del colonizador, a fingir complicidad o complacencia, para asegurar el acomodo, la chiripa, el papelito por debajo de la mesa, la gansería que se piensa que pocos pueden denunciar pues todos suponen que en cada patio se escuchan sus infernales graznidos.
Al igual que los taínos y los africanos que fingían creer en las figuras del catolicismo español para evitarse la represión y la violencia a la que el cristianismo nunca ha tenido problemas en recurrir, nos hemos convencido tanto de que tenemos “lo mejor de ambos mundos” (el progreso estadounidense y la identidad latinoamericana para enseñarle nuestra jersey con el emblema patrio a todo el mundo) que hemos creado un estatus quo que la mayoría prefiere no cambiar. Nos hemos convertido en cómplices de un sistema que nos afirma identitariamente y nos expolia económicamente, que nos permite consumir y darnos vida de país desarrollado, a la vez que nos negamos a nosotros mismos que ese consumo nos empobrece económica, educativa y culturalmente.
El truco es el siguiente: a nivel de pueblo no falta quien finge que apoya a quien anda comprando votos y le entrega el país a cambio de puestos, contratos y prebendas. A nivel de las clases más acomodadas, se finge apoyar a quienes extienden exenciones, decretos y contratos, a cambio de continuar enchufados a quienes reparten el bacalao, porque hay un apartamento que pagar, un carro nuevo que comprar, unos estudios de los nenes que sufragar, una continuidad de ingreso que asegurar en la empresa de consultoría, en el bufete, en la nueva inversión financiada con la compra-venta de propiedades gubernamentales a precio de quemazón, la membresía en el campo de golf, las vacaciones en Nueva York, Vail, Bariloche o Venecia, las prendas que aseguren el compromiso con la nena o el nene de papá, el pase (en todas sus acepciones), la Gold, Ferragamo, Jimmy Choo, Harry Winston.
Lo curioso, me dice este amigo conocedor de casi todo lo que se vende y se compra en el país, es que hasta los mismos empresarios que consideramos colmillús, que viven de exenciones y leoninos contratos (que no son la mayoría), están hartos del juego. La corrupción desangra tanto el país que para quienes tienen negocios lícitos y no se aprovechan de sus contactos socio-políticos, todo se le encarece, se le atrasa, se le dificulta y la mayoría pierde más por la ineficiencia y los costos ordinarios y necesarios para cumplir con las exigencias por encima y debajo de la mesa, que lo que se ingresa como resultado de las dispensas de Hacienda.
“¿Qué hace falta, entonces?” le cuestiono a mi amigo comerciante. “Valor” me contesta (en realidad usa otra palabra de explícita connotación machista). “Se necesita un gobierno cuyos representantes tengan el valor de decirle a quienes no cumplen con los decretos y exenciones que si no generan los empleos, los contratos con negocios minoritarios, las compras de bienes y servicios a empresas locales, las inversiones en infraestructura y negocios tributarios, pierden sus privilegios y tienen que devolver el dinero dejado de contribuir a la economía. Se necesita un gobierno que dé paso a las buenas ideas provengan de donde provengan, un gobierno que no recurra a negocios y bufetes con apellidos en inglés porque supuestamente saben más que los nuestros y, con demasiada frecuencia, vienen a cogernos de lo que decía Ricky Rosselló. Se necesita un gobierno que valore todo lo que tenemos y hemos demostrado que somos capaces de hacer, tanto en la industria extranjera como en la nativa que se extiende ya por Centro y Norte América. Se necesita un gobierno que nos ponga a nosotros, todos, primero, a los de afuera después, y a los que vienen a robar, nunca. Eso es lo que necesitamos”.
“Ah, pero ¿y la puerta giratoria entre las agencias de gobierno que regulan los negocios y los puestos en los negocios que regulan?” le confronto. “El mismo valor para aprobar y hacer cumplir leyes que impidan la relación de cátcher y pitcher entre las agencias reguladoras y las empresas por ellas reguladas”.
“Pero eso no se puede hacer con la dupleta que viene gobernando el país desde hace cinco décadas”, le riposto. “No”, me contesta y mirándome a los ojos me dice: “Se necesita otro movimiento, otro partido, otra organización, otro líder, que logre convencer a la mayoría de los votantes de que enderezará el país, que traerá transparencia, que no le temblará el pulso para decirle ‘no’ a quienes pretendan lograr nuevos o extender viejos privilegios, sean de su propio gremio o no. Se necesita una persona que transmita y autenticidad y ‘valor’ [otra vez la palabra que prefiero alternar con ‘ovarios’]”.
Lo miro, intentando recurrir a una frase, a un planteamiento, a una palabra que le convenza de que lo creo posible, sin que suene a estribillo, a consigna, a diatriba, a “es la colonia”, y antes de que pueda decir algo me pregunta:
“¿Tenemos algo o alguien así? Porque hasta mí no ha llegado nadie, aparte de ti, que me hable o me convenza de eso.”
Me tomo el último sorbo de café en la taza de styrofoam en “El Monfongo Ahoga’o” y le digo que le voy a llevar la papeleta de inscripción.
“Dale” me contesta, pero sin demasiado entusiasmo.
¿Qué no he logrado comunicarle”? me cuestiono de camino a mi guagua, yo que, al igual que León Felipe creo que me sé todos los cuentos, que me han sido compartidas todas las respuestas, que estoy tan seguro de haber encontrado la solución. ¿En qué estoy fallando?