El laberinto de los indóciles, una reflexión del “proyecto inacabado”

El laberinto de los indóciles, de Mario R. Cancel. Editorial Educación Emergente
El laberinto de los indóciles nos presenta una extensa reflexión sobre las posturas de historiadores y protagonistas del quehacer político insular de los primeros cuatro siglos de la historia política y la historiografía puertorriqueña. Cancel Sepúlveda examina minuciosamente la discursividad de los protagonistas y las relaciones políticas con las que se forjó el “proyecto inacabado” de nuestra identidad nacional. Su documentación de la reacción, los acuerdos forzosos y posteriormente los acomodos que continuamos concediendo a los imperios que colonizaron la isla, nos resultan familiares a la vez que no dejan de sorprendernos. Cancel nos propone, mediante el indispensable diálogo entre historiador y lector, “pensar el problema desde una sana distancia de la retórica romántica nacionalista y al margen de cualquier presunción progresista para, con ello, estimular la reevaluación de los estudios de la historia política del siglo 19 y 20 en Puerto Rico desde una perspectiva alterna”.
La Historiografía Insular o la Historia de Puerto Rico
La historiografía insular fue concebida en el XIX con la adopción Historia geográfica, civil y natural de la isla de San Juan Bautista de Puerto-Rico de 1788 del fraile Iñigo Abbad y Lasierra como primera historia oficial de la ínsula extraña, como se nos llamaba en la península. Alineado con el principio de Tucídides sobre la confiabilidad de la proximidad de los hechos, la minuciosidad de la descripción de las características de la isla y sus habitantes no dejaba duda de que, por un lado, los puertorriqueños no eran “ni podían ser iguales a los españoles” pero por otro, como territorio de ultramar reconocérsele como un pedazo de España en el Nuevo Mundo, resultaba ineludible e indudable. En efecto, éramos españoles con rasgos distintivos pero españoles al fin. Esta dualidad, si se quiere, de identidades se convertiría con el tiempo en un rasgo distintivo de nuestra personalidad hasta el presente.
Los antecesores de la disciplina historiográfica puertorriqueña, José Julián Acosta y Calbo, Manuel Elzaburu Vizcarrondo, y Alejandro Tapia y Rivera vieron en Abbad un principio precursor de la personalidad del isleño y una zapata sólida sobre la cual edificar la historiografía insular. Sin embargo, sus intentos por transformarle en una personalidad historiográfica que concordara con la metrópoli enfrentaron contradicciones imposibles armonizar resultando en la mencionada dualidad identitaria que aún prevalece.
En un intento por afirmarse en lo insular como propio y diferente, por ejemplo, Elzaburu promovía una “historia regional” que se diferenciara de la «historia moderna” siempre por llegar, pero sujeta a la historia “nacional”. Una de las características que le distinguían, argüía, era el aspecto espiritual de la personalidad española que se había impuesto por sobre las características de los indios y los africanos secuestrados para la esclavitud, que Abbad consideraba “indolentes, despreocupados, vagos y poco industriosos”. De hecho, en la conferencia “Una relación de la historia con la literatura” que dictara en el Ateneo de San Juan, en 1888, Elzaburu llegó a plantear que Puerto Rico “era el ‘rincón (…) más genuinamente español del mundo americano”. Nuestra personalidad, implicaba, era distinta de las excolonias de las Américas cuyas poblaciones y cultura estaban profundamente marcadas por la herencia indígena y africana.
Otro de los pilares del discurso de los intelectuales que enfrentaba el desafío de historiar desde la diferencia, a la vez que la minimizaba, era su aspiración a la modernidad. Si bien el “historiador moderno” era un fenómeno cultural europeo que apelaba al “historiador racional” positivista, estos escritores e historiadores se convirtieron en “biógrafos morales en la búsqueda de las figuras emblemáticas de una civilidad en ciernes capaz de reproducir los valores de la hispanidad en lo criollo”. En esta coyuntura ser “historiador moderno” equivalía a ser “historiador nacional”. El “historiador regional” siempre en búsqueda de un domicilio propio, enfrentaba la ineludible realidad de que lo “nacional” de la patria no era Puerto Rico sino España.
En esta visión se cuajaba la dualidad identitaria no como una contradicción que impedía ver la historia y personalidad propia como un continuo que desembocaba en una nacionalidad con sus propias características y costumbres, sino como una síntesis que se auto reforzaba y aferraba a una especie de limbo identitario que eventualmente se consideraría “lo mejor de ambos mundos”.
En las colonias, en parte por no tener un lugar en la mesa de las negociaciones y en parte por el interés de las clases criollas de retener sus privilegios en el comercio con España, los Estados Unidos y el resto de Hispanoamérica, se conformó un rompecabezas de movimientos separatistas y anexionistas que se fragmentaron en varias vertientes de afiliación y distanciamiento de la metrópoli. En este contexto, cobró vigor una particular interpretación de las teorías progresistas de la historia. El liberalismo clásico fundamentado tanto en la Francia y la Inglaterra post Revolución Francesa y el Trienio Liberal de España, se transformaba en un liberalismo burgués tolerante de la desigualdad. En el consecuente campo de batalla la intelectualidad hispana, integrista y conservadora, fraccionada en la criolla liberal reformista, asimilista, especialista y autonomista, enfrentaba la separatista, independentista, antillanista y anexionista del nuevo modelo de modernidad. Ambas debatían dónde residía el modelo de libertad, progreso y modernidad a que aspiraban: en la anexión a los Estados Unidos o la independencia a lo Hispanoamérica.
La modernidad y el progreso, eufemísticos conceptos de subrepticia vinculación con el crecimiento económico de las clases privilegiadas, se convirtieron en motores de las nuevas ideologías con su amplia gama de definiciones y consecuentes afiliaciones y distanciamientos del poder imperial dividiendo las clases pudientes en dos bandos. El asimilismo, en sus modalidades reformista, especialista y autonomista representaba una afirmación identitaria del “valor espiritual” (y material) de la identidad hispana –que la metrópoli no reconocía– se convirtió en la antítesis del separatismo que hallaba un paralelo valor espiritual en su rechazo de la naturaleza depredadora y opresora de España. No sorprende que prevaleciera la apología sobre la naturaleza progresista y modernizadora de la metrópoli en contraparte con la decadencia y la barbarie separatista.
La interpretación liberal reformista del separatismo
La gesta abolicionista que culminó en la primera declaración de “abolición con indemnización o sin ella”, firmada por Segundo Ruiz Belvis, José Julián Acosta y Francisco Mariano Quiñones en 1866, sirvió de antesala para la insurrección de Lares de 1868 y fue adoptada, irónica –o cínica–mente, por los intelectuales liberales como ejemplo del humanitarismo hispano. Para el liderato separatista independentista, la abolición fue la culminación de las revueltas de esclavos en Puerto Rico y en Cuba, por lo que no era ejemplo de la magnanimidad española sino del espíritu libertador que crecía en ambas colonias antillanas.
El compromiso (y la urgencia) con el progreso material llevó a los liberales autonomistas a emborronar las condiciones de clase que habían alimentado el movimiento libertario. Se adoptó una retórica de enconado rechazo al pasado colectivo insular en tanto evidenciaba la subyugación de lo criollo del abajo social a los privilegios del arriba social a que pertenecían los intelectuales-cum-historiadores que se alinearon con el asimilismo del cual Acosta, Brau y Tapia formaban parte. “De un modo u otro, la puertorriqueñidad siempre ha tenido que confrontarse con el ‘otro’ al cual ansía poder equipararse sin poder conseguir esa meta”, acierta Cancel. La trampa semántica implícita en el término y concepto “criollo”, por ejemplo, afirma una hispanidad que le distingue de otras identidades. Por otro, el hecho de ser “criollo” significaba que no se era del todo español, que se era un “otro”. Paradójicamente, ese “otro” carecía de la identidad con la que se identificaba y, por no poder renunciar a ella, abrigaba la ambición de poseerla. La contradicción implícita en dicha dualidad reafirmaba el limbo identitario antes mencionado y convencía a asimilistas y separatistas asimilistas, que solo mediante una de las dos asimilaciones se lograba definir de manera conclusiva y final la verdadera identidad: la que concedía la metrópoli.
Curiosamente, el autor nos recuerda que la misma fusión identitaria propuesta por el liberalismo reformista, se reprodujo en el nacionalismo de las primeras décadas del siglo XX cuando Juan Antonio Corretjer publicó en El Mundo, el 2 de octubre de 1933, que el fajardeño Antonio Valero de Bernabé, otro militar blanco, entrenado en España, quien luchó junto a Simón Bolívar por la independencia de la América Hispana y Puerto Rico, “encarnaba la síntesis más fidedigna entre la puertorriqueñidad y la hispano americanidad y la ‘concreción continental de nuestro espíritu’”.
En otro giro de esta confusa pero obstinada búsqueda por una identidad de afirmación nacional, para Betances como para Eugenio María de Hostos, la consigna tenía que ser “desespañolizar” a Puerto Rico. Ambos, paradójicamente, consideraban de que se trataba de “europeizarlo” o “modernizarlo” a pesar de que el ejemplo de modernidad que se perfilaba como modelo, no estaba en Europa sino en Norteamérica. Para estos pensadores y activistas separatistas de la generación de 1860 y 1870, permanecer como colonia de España y continuar adoptando y replicando sus valores culturales impedía el progreso hacia la libertad. “El futuro estaba en otra parte…” y esa “otra parte” lejos de excluir, incluía a los Estados Unidos con su promesa de libertad, progreso y modernidad. Cancel resalta como ejemplo de la coincidencia entre separatistas independentistas y anexionistas en la lucha por la separación, la carta de Ramón Emeterio Betances al Dr. José Julio Henna en julio de 1896, en la que incluye “una lista de ‘patriotas (que) pueden ser muy útiles para el proyecto separatista puertorriqueño al doctor José (Celso) Barbosa… y a Luis Sánchez Morales… futuros líderes del Partido Republicano Puertorriqueño”. La separación era el paso imprescindible sin el cual los sueños de libertad, con el desenlace que prefiriesen independentistas y anexionistas, no era posible.
Lares se convirtió en el símbolo mediante el cual la afirmación identitaria se fundía con el concepto de revolución que Betances consideraba inseparable del proyecto de libertad. Lamentablemente, las sociedades secretas, los agentes revolucionarios que se dieron a la tarea de importar armas, generar propaganda mediante proclamas y prensa clandestina no fueron suficientes para armar una insurrección exitosa inicialmente en Camuy, como tampoco logró crear la masa crítica militar para derrotar la Guardia Civil en Lares y, posteriormente, en San Sebastián. Si bien el movimiento estuvo plagado de insuficiente planificación, falta de coordinación y carencia de disciplina militar, probablemente el mayor desatino de los líderes era la presunción de apoyo de parte del abajo social que “se presumía forzosa e inevitable… Era en realidad un ejercicio discursivo con poca probabilidad de concretarse”. El aparente optimismo resultado del “elitismo iluminista”, nos dice Cancel, “respondía a la antedicha concepción premoderna de la masa como un agente secundario inerte o subsidiario en el proceso de cambio”.
De la misma forma que un amplio sector de activistas liberales se había distanciado de los separatistas desde mayo de 1868 y dejó de ver en Betances el líder capaz de concretar el proceso revolucionario, los liberales reformistas se negaron a reconocer el septiembre puertorriqueño como una expresión legítima de la impostergable revolución. Este desentendimiento de los liberales reformistas y los separatistas anexionistas del significado de Lares como punto de inflexión en la búsqueda de la libertad, tuvo un resultado que Cancel califica de “innegable”: “la independencia se fue convirtiendo en un concepto ambiguo y elusivo como resultado, en gran medida, de la incapacidad colectiva para construirla”. En un tono “propio del héroe trágico”, Betances le escribía Henna en abril de 1898: “América es una gran nación, pero no le es simpática a todo el mundo. Es claro que, si no se puede obtener otra cosa, valdría más llegar a formar un estado de la Unión que seguir siendo españoles”.
Añade el autor: “A pesar del naufragio de la quimera, tal vez como expresión del lisiado paradigma liberal progresista y del sueño romántico de la libertad, se ha insistido en apropiar a los asimilistas, especialistas, autonomistas moderados y radicales en proceso de formación que, por lo regular, nunca completaron la travesía. Nada, intelectualmente hablando, autoriza a apropiarlos de esa manera a menos que se trate de un irracional acto de fe”.
El laberinto de los indóciles es, a la vez, una incursión, un inventario de discursividades, y una mirada topográfica, si se me permite, de los procesos mediante los cuales intelectuales e historiadores puertorriqueños han atravesado las resacas (esas corrientes marinas cruzadas que raptan a los cándidos bañistas) donde coinciden los océanos del este, los del norte y los mares propios de un archipiélago que se adentró en el Atlántico y no ha sabido aprender a nadar solo.
Tal vez lo más importante de este catálogo de contradictorias disertaciones de asimilistas y separatistas con su amplio menú de definiciones y combinaciones, son los malabares conceptuales mediante los cuales hemos intentado definir nuestra identidad totalmente vinculada, parcialmente vinculada y completamente desvinculada de las dos metrópolis que han regido nuestro destino.
Hallar valor en ser un “otro” capaz de ser por sí mismo, así como un “otro” cuya identidad descansa en su relación con quien le distancia de sí y no le concede la propia, se ha convertido en un ejercicio interminable de justificación de una diferencia que se insiste que es una igualdad. El ejercicio de afirmarnos en nuestra doble identidad, a diferencia de una doble ciudadanía, aunque con similares desafíos, por un lado, ha servido de justificación para quienes convienen en que hacer patria es afirmarse en sus privilegios. Por otro lado, dicha dualidad ha servido de refugio para quienes reconocemos que en nuestras diferencias con las identidades que se han adueñado de los beneficios de modernidad, progreso, libertad y democracia, descansa el pesado fardo de nuestro potencial de ser, no solo capaces, sino de hacer destino, de crear futuro, ejerciendo una libertad que nada tiene que ver con movimiento, denuncia en voz alta o consumo.
Paradójicamente, nuestra indocilidad, reprimida no pocas veces, se ha adentrado en el laberinto de las definiciones de quienes somos, en muchas instancias enturbiando los indicadores de lo que debería ser una clara e incontrovertible definición de nosotros mismos. Dicha indocilidad, nos ha encerrado en un laberinto de inconclusas definiciones de quienes somos, no a base de que lo que hemos hecho, sino desconociendo o ignorando lo que nuestros haberes bajo circunstancias de libertad condicionada, hemos demostrado que podemos multiplicar en todas las parcelas de nuestra vida colectiva, de nuestra patria distanciada y aislada en medio del mar-océano, de nuestra nación sin cordones umbilicales ligados a ninguno de los continentes que tanto se han esmerado en retenernos conectados por el cable ultramarino de la dependencia.
Una de las citas más preclaras de Hostos reza: “No hay peor vicio que el de perder el tiempo de la acción en la palabra”. Parecería que no se ha dicho todavía lo que ha debido hacerse o, mejor aún, no se ha hecho lo que tanto se ha repetido que hay que hacer.