El legado autoritario de Donald Trump
Aun cuando los resultados electorales desalojen a Trump de Casa Blanca, y aunque no llegue un régimen autoritario trumpiano, quedan preguntas importantes. ¿Cómo llegó los Estados Unidos a este punto? ¿Cómo es que un presidente de evidentes tendencias autoritarias mantiene un apoyo electoral masivo, que incluso se amplió en algunas partes del país? ¿Qué posibilidad existe de que otro pichón de dictador –o el propio Trump, que empieza a hablar de correr otra vez en 2024 – retome ese libreto con más éxito?
En 2018, ante la trayectoria que llevaba la administración Trump, Steven Levitsky y Daniel Ziblatt advertían en el ya clásico How Democracies Die que Trump daba señas de que sería un líder antidemocrático desde antes de su inauguración. Con una gama de casos comparados, los autores identificaron cuatro características que caracterizan a los “strongmen” electos democráticamente que provocan, sin un golpe de estado abierto, un grave deterioro democrático. Estas características recogen el perfil de un régimen autoritario, un tipo de régimen que (1) rechaza o debilita las usuales normas democráticas (2) se deslegitima a los opositores políticos (3) tolera o fomenta la violencia extralegal (4) socava las libertades civiles de los opositores, incluyendo los medios de comunicación. Para ellos, las palabras y acciones de Trump incluso como candidato apuntaban hacia estas cuatro características.
Para Levitsky y Ziblatt, los principales responsables en impedir o facilitar el advenimiento de regímenes autoritarios históricamente han sido las elites políticas. Así fue, según ellos, en múltiples casos que discuten de Europa y América Latina; y así fue en el caso de Trump. Los partidos políticos, en particular, son los filtros o guardianes (“gatekeepers”) fundamentales. Si fallan en ese rol y se dejan tentar por un personaje carismático, Levitsky y Ziblatt proponen, ni siquiera un electorado de convicción democrática impedirá un viraje hacia el autoritarismo. En los EEUU, factores políticos como la transformación del sistema primarista, el rediseño de distritos electorales y una dinámica partidista más polarizada –en el marco de un realineamiento entre Demócratas y Republicanos desde Nixon– creó las condiciones para que Trump burlara los “gatekeepers” y captara la nominación Republicana. Tampoco, aseguran Levitsky y Ziblatt, se puede confiar en que la cultura política de los EEUU los inmunice, no empece sus supuestas fortalezas.
How Democracies Die hace su reflexión desde el campo de las ciencias políticas y por ende se concentra en los patrones electorales, los partidos políticos y su liderato, y su adhesión o no a modelos democráticos. Faltaría decir más sobre las transformaciones en la cultura política – particularmente en la cultura jurídica y constitucional – que preceden y acompañan, en unos países más que otros, los golpes de estado “democráticos.” Para abordar estas transformaciones, es iluminadora la experiencia de Alemania en los 1920 y 1930 según analizada en Hitler’s Justice: the Courts of the Third Reich, de Ingo Müller (Harvard 1991). (Una traducción más literal del titulo en alemán podría ser “Juristas terribles: el pasado irresuelto de nuestro poder judicial.”) La Alemania de esas décadas es, de hecho, el caso que más destaca How Democracies Die como ejemplo de una democracia tornada régimen autoritario.
En las condiciones actuales de los Estados Unidos, subestimar el espacio de la cultura jurídica y dejarle el campo abierto a los montajes ideológicos de la (extrema) derecha, que hace décadas plantó bandera en ese espacio, sería un déficit tan o más serio que la seducción de las élites políticas por el carisma del demagogo. Esto lo decimos, por supuesto desde un territorio de ultramar de los EEUU que en apariencia no tiene velas en este entierro. Pues resulta que las tiene, y muchas. En un régimen doblemente colonial y autoritario de facto bajo el arbitrio del gobierno federal (con Junta sobreimpuesta y, ahora, un procónsul militar) un desplazamiento del estado federal hacia el autoritarismo impactaría a Puerto Rico con especial fuerza. O lo está impactando ya.
En la enorme bibliografía de la época antes y durante el Tercer Reich, Hitler’s Justice es uno de los pocos estudios que ubica la trayectoria del nazismo ante el derecho alemán de su época, y particularmente en relación a la rama judicial, los juristas y los académicos del derecho. Y a diferencia de otros que analizan el campo ideológico del Reich, Müller comienza su estudio antes de la dictadura nazi y lleva el narrativo hasta los años post Segunda Guerra Mundial.
Hasta la Primera Guerra Mundial y aún la década que inició en 1920 Alemania tenía en sus universidades algunos de los juristas más eminentes del mundo, y una de las carreras judiciales más rigurosas, en un contexto fuertemente interdisciplinario donde la filosofía y la historia estaban en diálogo continuo con el derecho. En este ámbito era de esperarse que fuera de primer orden el debate jurídico que precedió al Reich y que en parte lo justificó. Ninguna de las dictaduras que estudian Levitsky y Ziblatt se acerca a la Alemania de fines de los 1920 y principios de 1930 en el nivel de sofisticación del pensamiento antidemocrático, con doctrinas muy en la tradición del pensamiento reaccionario o “tradicionalista” europeo (Donoso Cortés, Burke, De Maistre, H. S. Chamberlain), de raigambre monárquica y clericalista.
En Alemania la judicatura y los juristas fueron un componente notable del advenimiento del Reich, que si bien no lo provocaron le facilitaron el camino ante sectores instruidos de opinión pública alemana y sobre todo contribuyeron a deslegitimar la oposición intelectual y profesional. Como escribe Müller: “El ascenso de los nazis al poder y sus crímenes espantosos no habría sido posibles sin el apoyo entusiasta y la cooperación activa de los nacionalistas alemanes y otros conservadores en las fuerzas armadas, el servicio civil y los tribunales, pero después de la Segunda Guerra Mundial este es un hecho que la gente ha preferido olvidar.”
Müller plantea, con abundante evidencia, que aún las doctrinas legales alemanas constitucionales – incluyendo principios legales sobre la relación entre las personas y el Estado, la relación entre valores y hechos, el rule of law y la posibilidad de un “estado total” – fueron objetos de intensa reflexión por jueces y juristas alemanes aún desde mucho antes de llegar Hitler al poder y, en particular, durante el periodo de la república de Weimar en los años ‘20. En tratados jurídicos y artículos académicos, varios juristas articularon toda una perspectiva jurídica que descartaba principios fundamentales de la Ilustración y de un régimen democrático, a la vez que entroncaba con una tradición de pensamiento político ultraconservador europeo. Igualmente hubo otros que los debatieron.
En aras de defender la nación, una serie de juristas alemanes desarrolló desde la década del 1920 unas doctrinas constitucionales antidemocráticas. No enfoco aquí doctrinas legales de la Alemania nacional socialista (o nazi) que proponían la superioridad racial, la eugenesia, la creación de campos de concentración y el exterminio masivo. Ya estas teorías han sido objeto de muchos estudios, aunque hace falta verlas más en el conjunto del pensamiento autoritario.
El más célebre, y el más complejo, de los juristas próximos al régimen nacional socialista fue Carl Schmitt. (Caldwell 2005; Mouffe 1999) Schmitt ya era un teórico importante de la democracia y el constitucionalismo en la república de Weimar. Las doctrinas de “estado de emergencia” y de “defensa del Estado” tuvieron en Schmitt, un duro crítico de la democracia parlamentaria, uno de sus juristas fundamentales. Esta crítica suponía la sepultura del positivismo legal, que enfatizaba la letra de la ley. Ya desde 1923 Schmitt proclamaba que “la era del positivismo legal había llegado a su fin.” En su lugar, Schmitt afirmaba, debe prevalecer el “decisionismo,” según el cual una ley se valida meramente porque la genere la autoridad y el método apropiado. “La noción de decisionismo en Schmitt consiste en hacer de la autoridad soberana la fuente absoluta de toda decisión moral y legal en la vida política.” (Negretto 1995)
Según Schmitt, no se puede hablar de un “estado constitucional” en general, sin apellido y sujeto a unos principios generales, pues eso propicia interpretaciones “liberales.” Solo puede hablarse de un “estado constitucional” ajustado a las especificidades de tiempo y lugar, y daba como ejemplo el “estado constitucional nacional socialista.” En ese marco Schmitt caracterizaba la dictatorial “Ley Habilitadora” de 1933, como “la constitución temporal del Tercer Reich.” La misma autorizaba al ejecutivo a aprobar leyes que violaran la constitución. La “Ley Habilitadora” tuvo la bendición del Tribunal Supremo alemán, que hizo caso omiso de que la ley había obtenido una mayoría solo porque los nacionalsocialistas habían ejecutado o excluido a los legisladores opuestos a ella. Esta ley “de defensa del Estado” fue la piedra angular del régimen nazi,
De mano con su “defensa del estado,” Schmitt entendía que el interés del Estado iba por encima del derecho, incluyendo los derechos individuales. Para Schmitt, la política es esencialmente una lucha de poder entre “amigos” y “enemigos,” donde los últimos eran seres foráneos carentes de derechos fundamentales. El contrapunto de Schmitt fue Gustav Radbruch, que en 1929 advertía con ironía que la doctrina de “defensa nacional” servía de justificación a “fascistas que pudieran intentar rescatar por la fuerza al estado para salvarlo de la emergencia permanente de su constitución ‘democrático liberal.’”
Como profesor de ideólogos del nacionalsocialismo, Schmitt originó buena parte de la doctrina “nueva” en este campo desde su cátedra en las universidades de Bonn, Colonia y (de 1933 a 1945) Berlín. Schmitt hizo algunas de sus aportaciones principales en el derecho penal, donde argumentó contra el principio de la legalidad, una de las bases del derecho penal, según el cual una conducta que se castigue debe estar tipificada en un código legal. En el derecho internacional alemán, el concepto clave de Schmitt fue el Grossraum (“el Área Mayor”), doctrina que operacionalizaba teorías previas de Lebensraum o área natural de Alemania. El Grossraum pretendía justificar la sujeción de pueblos vecinos bajo el supuesto de que se trataba del área natural de Alemania; un “destino manifiesto” que distinguía entre territorios con significativas poblaciones germanoparlantes versus otros territorios que serían, en efecto, colonias.
Cuánto se resistió Schmitt tras bastidores al advenimiento del Reich es un tema que sigue en discusión. Aunque se afilió al partido nazi (en 1933) y en 1935 escribió un ensayo titulado “El Führer como Guardián de la Justicia,” Schmitt nunca se integró al nacional socialismo como militante. Sin embargo, su resistencia no parece haber ido más allá de unas reservas sobre políticas del régimen que integraban el sistema judicial con la policía para autorizar las detenciones preventivas y ante medidas autorizando ejecuciones en masa.
En los juicios de Núremberg, Schmitt cooperó con la fiscalía, salió ileso y luego vivió tranquilamente en la ruralía alemana como académico respetado, en el escenario claroscuro de la Alemania de posguerra (el mismo que Müller destapa en su libro). Creyente católico, mantuvo relaciones estrechas con los falangistas españoles y consideraba a la España franquista “el último asilo del pensamiento europeo en un tiempo de suicidio europeo”. (Saralegui 2016) Hasta su muerte en 1985, Schmitt fue objeto de homenajes y Fetschrift que comprendieron trabajos de todas las eminencias alemanas en derecho constitucional e internacional. Su obra ha sido estudiada por Giorgio Agamben, Hannah Arendt, Walter Benjamin, Chantal Mouffe, y Jürgen Habermas, entre otros. Schmitt fue un referente intelectual importante para Jaime Guzmán, asesor jurídico y político clave de Pinochet que algunos han llamado el “Schmitt de Chile” (Cristi 2000). La obra de Schmitt, particularmente La teoría de la constitución (1928) ha tenido una enorme resonancia entre Chile y Argentina. (Dotti 2000, Dotti y Pinto, 2002) Su primera edición en español fue en 1934 (si no antes, según indica la página worldcat.org) y ha tenido varias reimpresiones en España y América Latina. En cambio, la primera edición en inglés fue en 2008.
Algunos de los juristas, jueces y abogados alemanes que proponían las teorías políticas autoritarias se afiliaron al Partido Nacional Socialista desde un principio. Entre ellos hubo jueces como Franz Guertner que protegieron a Hitler desde los inicios de su carrera política en Bavaria en los años 20. Para Guertner, Ministro de Justicia de Bavaria en la década de 1920 y luego del Reich en los años 1930, las normas y procedimientos sobran al procesar crímenes políticos, pues atan las manos del ejecutivo; y la traición debe ser un crimen genérico que castigue cualquier oposición al régimen, aun cuando no viole una ley. De ahí había un trecho corto hasta proclamar, como Hans Frank: “No hay independencia del derecho ante el nacional socialismo. Ante toda decisión que usted vaya a hacer, dígase así: ‘¿Cómo el Fuehrer decidiría en mi lugar?’”. Los juristas más jóvenes, en particular, pasaron de las facultades de derecho al gobierno y se convirtieron en altos funcionarios del Reich. Otros, como Erwin Bunke, presidente del Tribunal Supremo de Alemania desde 1929, estuvieron “preocupados” durante la creciente ola de terror nazi y supuestamente consideraron renunciar –aunque nunca lo hicieron y finalmente se unieron al partido nazi (en 1937, en el caso de Bunke).
En todos los casos se trataba de mentes jurídicas destacadas que se identificaban como los defensores de la nación ante fuerzas radicales. Con Schmitt como el pensador paradigmático, lo interesante de estos juristas fue su manejo de las categorías del constitucionalismo y su análisis de las tradiciones imperiales y las experiencias de Weimar al articular sus posiciones hacia, y luego bajo, el nazismo. (Caldwell 2005) Las filas de juristas alemanes que antes y durante el Reich contribuyeron en diferentes grados a la “credibilidad jurídica” del régimen incluyeron a Werner Best, Ulrich Scheuner, Ernst Forsthoff, Roland Freisler, Franz Schlegelberger, Georg Dahmm, Karl Larenz, Helmut Nicolai, Franz Six, Otto Ohlendorf, Ernst Huber y Reinhard Hohn. La lista es larga, y sigue. Algunos fueron más bien funcionarios, otros más bien académicos. Varios pertenecieron a la “Escuela de Kiel” de derecho constitucional, que pretendió legitimar a todo pulmón al “Führerstaat.” Todos eran catedráticos de derecho o lo fueron en algún período. Algunos fueron enjuiciados y ejecutados en Núremberg, otros tuvieron toda una carrera, e incluso gran éxito profesional, en la Alemania de posguerra.
También hubo jueces y juristas valientes, como el austríaco Hans Kelsen, que denunciaron al nazismo desde sus preludios nacionalistas de derecha. En dos casos notables se trató de jueces del Tribunal Supremo que se unieron a la fallida conspiración para asesinar a Hitler. Pero en su gran mayoría, estos jueces y juristas se exilaron.
La derechización de los juristas alemanes no fue de un día para otro, como tampoco lo ha sido en los Estados Unidos. Ya desde fines del siglo XIX, Bismarck redujo el número de jueces drásticamente, lo cual limitó los nuevos nombramientos y complicó su ascenso profesional. El sector liberal de la judicatura, incluyendo muchos que se adherían a la tradición democrática de la revolución alemana y europea del 1848 (y del 1789), se fue extinguiendo. Por su parte, las facultades de derecho, todas ubicadas en universidades públicas en Alemania, tomaron un fuerte giro hacia la derecha. Desde 1933 se excluyó a los judíos de la abogacía y de la cátedra universitaria, dos de los pocos campos donde se les había permitido ejercer y donde alcanzaban un peso más allá de la proporción exigua que tenían en la población general.
La fuerza política tras la derechización de los juristas era el Partido Alemán Nacional Popular, llamados generalmente los “nacionalistas”. Es a este partido que pertenecían, o con el cual se identificaba, la mayoría de la judicatura alemana. Con el trauma de la Primera Guerra Mundial, unas condiciones de rendición que se consideraron injusta, el temor a una revolución socialista (también con bastante razón, pero con resortes más bajos), y la inestabilidad política de la república de Weimar (con unos veinte partidos) apoyar a Alemania como nación encontraba un apoyo amplio.
Fue desde el nacionalismo alemán y desde una defensa general de la nación alemana que la mayoría de los jueces, abogados y profesores de derecho defendieron la concentración de poderes en el ejecutivo que culminó en el autoritarismo. Fue también desde el nacionalismo que, con vacilaciones y excepciones siempre secundarias, se guardó silencio ante los crecientes abusos de poder del nacional socialismo. Claro está, también fue desde una defensa de la nación alemana – entendida de forma pluralista y democrática, a diferencia del Partido Alemán Nacional – que se hacia la crítica a estos ideólogos.
En los juicios de Núremberg, la defensa más espeluznante de los juristas acusados no fue la que más se recuerda: que solo seguían ordenes. Fue que habían permanecido en sus posiciones para impedir que sucedieran cosas peores, y que sólo por esa razón habían cometido los actos – con las justificaciones jurídicas de rigor – por los cuales se les acusaba.
La perspectiva autoritaria de los juristas y jueces alemanes de las décadas de 1920 y 1930 encuentra ecos siniestros en varias teorías propuestas en el residenciamiento de Trump y que son el contexto de sus posiciones insólitas ante las elecciones de 2020. Estas incluyen la teoría del “unitary executive,” de moda en círculos conservadores norteamericanos desde los 1980, que favorece un poder ejecutivo mucho más amplio del que permite la letra de la Constitución; la de inmunidad absoluta, civil o criminal, de un presidente en funciones; y la teoría alucinante, articulada por Alan Dershowitz, de que cualquier acción que tome un presidente para salir reelecto estará en el interés público… teoría que luego se vio obligado a retractar parcialmente.
Las acciones de los llamados “enablers” (facilitadores) republicanos de Trump no pueden reducirse a lealtad ciega, temor a perder en primarias ante candidatos trumpistas, horror de los twits de Trump o nudo oportunismo (por más que exhiban estas cualidades). En su mayoría, y conscientemente o no, los “enablers” están en sintonía con corrientes intelectuales y culturales de la (extrema) derecha norteamericana con raíces tanto en los EEUU como en el pensamiento europeo. La frase célebre de Goebbels de que la tarea del Nazismo era “borrar el año 1789 de la historia alemana” tiene su paralelo entre sectores norteamericanos cuyo norte parece ser borrar el año también revolucionario, en otras dimensiones, del 1968.
El legado jurídico de Trump tiene un doble sentido. De una parte, se trata del legado que el pensamiento jurídico autoritario de Occidente le ha dejado a la (extrema) derecha estadounidense. De otra, es el legado que puede dejar para generaciones futuras y como impacto permanente en el constitucionalismo estadounidense. Hay que reflexionar y debatir más sobre ambos legados. Aún en medio de la euforia sobre la derrota de Trump y mientras tenemos frescos en nuestras mentes los aires golpistas de las últimas semanas, cuando Trump amenazó (¡y amenaza!) con ignorar los resultados electorales, no podemos pasar por alto este doble legado.
Referencias
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