El rector filósofo
La reciente aparición de Los rostros de la crítica, una colección de “ensayos filosóficos”, así descritos por su autor, Dennis Alicea, constituye una bienvenida y necesaria provocación en el ámbito de lo que Habermas ha llamado el espacio público. Se trata de una sostenida, rigurosa y elegante discusión en torno a las relaciones entre la modernidad y la postmodernidad, la filosofía, el arte y la literatura, y es, ante todo, una lúcida defensa del lugar de la filosofía como toma de la palabra, para que, nos dice el autor, el filósofo “vuelva a ser el testigo de la ciudad”, para “volverse a asombrar, ésta vez, ante un mundo deshecho”.
La colección resulta aún más provocadora si constatamos que Dennis Alicea, además de ser profesor de filosofía, doctorado por la Universidad de Brown, es también el flamante rector de la Universidad del Turabo, uno de los recintos del sistema de universidades Ana G. Méndez. No es usual, en este país nuestro donde la alta administración universitaria se ha convertido en una impenetrable jungla burocrática, que se aparezca un rector a reclamar su lugar como intelectual público, lanzándose al ruedo de la opinión informada, sin más autoridad que el poder de convicción de sus argumentos y la capacidad de seducción de su escritura. Tampoco debe pasar desapercibido que semejante provocación provenga de un rector del sector universitario privado. La Universidad de Puerto Rico, nuestra universidad pública, posee un innegable cuadro de intelectuales e investigadores informados y provocadores, pero éstos no suelen ser sus administradores. De hecho, casi se parte, ya automáticamente, de una dicotomía asumida entre académicos y gerenciales, como si se tratara de dos destinos universitarios paralelos y divergentes. En tanto administrador, el docente suele canjear la libertad de sus expresiones como intelectual por la obediencia a los indeclinables y exigentes reclamos estructurales de la institución. ¿Hasta qué punto Alicea ha descubierto un resquicio impensado en el edificio de la universidad privada que le permite moverse con más confianza, sin dejarse amedrentar demasiado por las exigencias de su puesto?
La idea de un rector como Jaime Benítez o Abraham Díaz González, de un presidente como Arturo Morales Carrión, o de un decano como Jorge Enjuto, para quienes la administración académica no era una actividad necesariamente encontrada con sus propios proyectos intelectuales, es hoy bastante remota, casi impensable. El jerarca universitario es hoy sobre todo un tecnócrata, dedicado a la implementación de lo que se conoce como ingeniería académica, y se supone que su peritaje debe proceder sobre todo de su contacto con las redes del mercado y del Estado, en su capacidad de “añadirle valor” a la educación en una economía del conocimiento regulada por las mismas leyes de la oferta, la demanda, el aparato publicitario y la maximización de la ganancia que caracterizan cualquier empresa capitalista. Se supone que un administrador universitario esté al servicio de lo que se suele describir en las visiones y las misiones de nuestras universidades como “el desarrollo de la sociedad puertorriqueña”, donde el énfasis se sigue poniendo, desde los tiempos de la Operación Manos a la Obra, en un proyecto de modernización urbana, demasiado anclado peligrosamente en la convicción acrítica de la prosperidad como fuente del éxito y llave de la felicidad.
Este libro de Dennis Alicea es precisamente una reflexión en torno al fenómeno de la modernidad, sobre sus posibilidades y sus límites, sus proyectos y sus aporías, vista desde la contienda de las últimas décadas del siglo pasado entre los ideales del proyecto de modernidad propuesto por los racionalismos de la Ilustración y la dura crítica a esos racionalismos proveniente de diversas corrientes post-modernas o post-estructuralistas. La reflexión de Alicea importa como posicionamiento frente a estos discursos, pero quizá importe aún más en el contexto de las luchas actuales entre la Universidad y el Estado. En un momento en que el Estado neo-liberal le exige a la universidad que se repliegue incondicionalmente a su visión economicista, progresista, tecnocrática y rentable de su idea del conocimiento, que un rector le dedique un libro a hablar del fenómeno como tal de la modernidad y de sus posibles complicidades o reparos con respecto a los procesos de modernización no deja de ser inquietante y prometedor.
Alicea comienza por proponer una caracterización del lugar del intelectual en la sociedad que sea cónsona con lo que él identifica como uno de los grandes legados de la modernidad: “La racionalidad crítica y ética exige mucho más que el conocimiento erudito. Exige el papel del rectificador que precisa las verdaderas dimensiones de los problemas y sus consecuencias: que contradice o modifica la opinión popular prevaleciente, y que impugna con autoridad y seguridad personal las inconsistencias éticas”. Se trata de una declaración sencillamente formidable. La crítica es para este libro ante todo una ética, que a lo largo de los ensayos se entiende como “voluntad de verdad”. Resulta interesante contrastar esta ética de la “voluntad de verdad” con un libro como Ciudadano insano de Juan Duchesne, sobre todo el capítulo donde se habla de la “omisión nacional del intelectual” en estos tiempos. ¿Qué autoridad le queda al intelectual, se pregunta Duchesne, en la era de los consensos pasivos y obedientes, en la sociedad del espectáculo? Su propuesta se dirige a la performance de la desaparición como tal de la figura misma del intelectual, al espectáculo de su invisibilización. Duchesne propone allí un argumento provocador: que, en vez de encontrar el modo de ser escuchado en medio de la caterva de facilitadores, orientadores y educadores de la cultura de la obediencia, el intelectual asuma su marginalidad y sobre todo la patología que le corresponde, que no se crea menos insano que la sociedad que lo expulsa, es decir, que se asuma como otro “yonqui” más y que hable desde ahí. Alicea, a diferencia de Duchesne, defiende enérgicamente la restitución del lugar clásico del intelectual, el intelectual que rectifica, que corrige, que no se deja engañar ni amilanar por las coartadas del populismo. Es el intelectual según lo defienden Sartre, Habermas, Sontag, o Edward Said. Alicea defiende el proyecto habermasiano de una modernidad como un proyecto inconcluso que hay que retomar, defender y culminar y defiende también su noción de la esfera pública, tan anclado en su creencia en la democracia participativa. Por eso reafirma su fe en la razón crítica, una fe que descansa en la universalidad de esa razón, en la posibilidad del entendimiento como meta de la comunicación, en la comunicabilidad como función primordial del lenguaje y en la idea de una verdad exterior al lenguaje que el lenguaje debe perseguir, precisar y proponer. Es desde estas certezas que esgrime sus argumentos en torno al diverso conjunto de discursos que califica de post-modernos, sobre todos aquellos que parten de la primacía lingüística y constructivista del conocimiento.
Vale la pena, por encima de cualquier posible discrepancia que podamos tener con sus posicionamientos, detenerse en ese lugar que Alicea insiste en restituirle al intelectual, sobre todo en estos tiempos de tanta pobreza discursiva en los debates corrientes de la política y la vida pública en el país. ¿Hasta qué punto, habría que preguntarse, la esfera pública sobrevive a la cultura mediática? Esta es una de las objeciones más reiteradas que se le hacen al pensamiento de Habermas, que vivimos ya en un mundo donde la esfera pública como tal ha desaparecido, donde el intelecto fundamentado en la autoridad de la palabra naufraga bajo el tsunami de la cultura de la imagen, aquello que Kundera llama la imagología. Por eso, mientras Alicea rescata la palabra crítica, desde su etimología habermasiana, como un racionalismo iluminado, democrático, afirmado en la capacidad de la razón como instrumento de mejoramiento social, lo que él generaliza bajo el título genérico de “la posmodernidad” tiende a acercarse a la práctica de la crítica desde otra etimología, desde la deuda de la crítica con la crisis, la crítica como el pensamiento en el modo de la crisis, el pensamiento aporético, desde el límite, el pensamiento salvaje, si se quiere, por oposición al pensamiento institucional o de Estado. Desde esa crítica en el modo de la crisis surge un tipo de afirmación para lo cual lo contestatario no procede de los grandes sistemas totalizantes del pensamiento, ni es el producto de una razón aplicada, sino de una práctica cónsona con su propia precariedad, con su misma insuficiencia. Es evidente que Alicea admira el pensamiento de los posmodernos que critica y se toma el trabajo de presentarnos con esmero algunas de sus aportaciones más estimulantes, pero mantiene usualmente el tono de un testigo cauteloso y reticente.
Este libro es, a mi entender, la primera respuesta organizada, generosa y rigurosa que se hace en Puerto Rico a la interpelación provocada por toda una crítica caracterizada con cierto tufillo condescendiente y no tan secretamente peyorativo, como “crítica posmoderna”. La interpelación es bienvenida, pero resulta todavía, para mi gusto, demasiado oblicua, hecha exclusivamente a partir de los autores originarios de esa crítica, sin aludirse a ninguno de los muchos ensayistas nuestros que en los últimos veinte años han producido intervenciones sumamente informadas por las ideas de Foucault, Derrida, Althusser, Deleuze, Bauman, Levinas o Barthes que tanto le interesan a Alicea. Echo de menos al menos la aparición casual o repentina de Francisco José Ramos, Carlos Gil, Carlos Pabón, Juan Duchesne, Arturo Torrecilla, Madeline Román, Irma Rivera, Silvia Álvarez, Mara Negrón o cualquiera de los tantos ensayistas notables que también han respondido intensamente a la interpelación de la llamada crítica posmoderna. La generosidad de Alicea pudiera extenderse, en un futuro, en esas direcciones.
Hay desgraciadamente muy poco diálogo real entre los ensayistas de este país. Cada cual habla usualmente como si hubiese descubierto de nuevo el Mediterráneo, sobre todo para contárselo a sus compatriotas isleños en su viaje de regreso al lar nativo. Es como si sólo nos autorizáramos cuando hablamos con los discursos “matrices” de un pensamiento, como si las controversias que se suscitan a partir de la imbricación más o menos exitosa de esos discursos en la azarosa geografía nacional o local fuese siempre dispensable, y hasta cierto punto, incluso, embarazosa. Por otra parte, los que se apresuran a descalificar el ejercicio de una movida teórica sugerente o provocadora lo suelen hacer, lastimosamente, para seguir pensando igual, o peor aún, para seguir manteniendo intacta la comodidad que dispensa el amparo de las ortodoxias, sobre todo las que ya habían sido aceptadas como radicales. Despachar olímpicamente una discusión tildándola de hermética, obtusa o barroca, sin tomarse el tiempo de atender sus argumentos con rigor, sin pasar el trabajo de leer, es el gesto más detestable con que se autoriza el uso más nocivo de la academia. Por eso este libro de Alicea hacía tanta falta. Es, sin duda, el primer ejercicio crítico sostenido desde la modernidad racionalista clásica frente a los diversos anti-racionalismos posmodernos hecho desde la base misma de los argumentos, con el aplomo que se espera de un intelectual.
De mis propias diferencias con los argumentos esbozados en este libro puedo decir que son varias, y que son lo suficientemente fundamentales como para sentirme del otro lado de la mesa de ping pong figurativa donde sostuve la experiencia de lectura de este significativo libro. Para empezar, Alicea sostiene que el posmodernismo está parasitariamente ligado al modernismo y a la Ilustración. Él se ocupa de higienizar el término parasitario, para que no lo pensemos como un término derogatorio. Lo que pasa es que el término implica una relación entre un cuerpo mayor, huésped, que él llamará modernidad, y una legión de cuerpos minoritarios, secundarios, co-dependientes. Esa jerarquía implícita me parece sospechosa, sobre todo porque no creo que pueda sostenerse, por un lado, la imagen de la modernidad como un cuerpo íntegro, poseedor de una dirección trazable en el espacio-tiempo, y de toda una movilización, por otro lado, de mini-cuerpos postmodernos, adelantando o atrasando la azarosa culminación de esa supuesta modernidad.
Octavio Paz ha dicho, en Los hijos del limo: la modernidad es una tradición en contra de sí misma. Me parece acertada esa propuesta, porque parte precisamente del carácter inherentemente paradójico del proyecto de modernidad. La contra-modernidad es la otra cara de la misma modernidad, el reverso imprescindible de una hoja del mismo papel, de un modo parecido a como el inconsciente es el reverso de la conciencia; no se puede pensar la una sin el otro. La modernidad es, de entrada, ese espectáculo de su crisis, de su fisura interna, de su productivo fracaso. La modernidad es constitutivamente contra moderna.
No es de extrañar que esta magnífica definición provenga de un poeta. El lenguaje literario no le teme a la paradoja, porque no es súbdito de la coherencia que caracteriza la búsqueda filosófica clásica. Por eso quizá tampoco me reconozco en una cita como la siguiente, en la que Alicea caracteriza su definición de la verdad: “Una verdad que reconoce la coherencia y la correspondencia como criterios reguladores kantianizados: no absolutos, sí necesarios para que sus discursos tengan sentido”. La coherencia es, sí , un requisito indispensable del pensamiento racional, pero no lo es necesariamente ni para la literatura ni para el arte en general. De hecho, a partir de la modernidad, la literatura es sobre todo la experiencia de cierta incoherencia radical. Los textos de Kafka, por ejemplo, son rigurosa y dolorosamente incompletos. La idea de “completar” un texto le era radicalmente extranjera, porque su proyecto (si pudiese hablarse de tal cosa en su caso) era el proyecto como tal de la incompletitud. Del mismo modo, si hablamos del sujeto a partir de la idea de identidad, por ejemplo, lo que realmente informa y deforma a la identidad es la incoherencia, aquello que no llega a caber nunca en el programa anticipado que supuestamente la constituye. El animal humano es un animal queer, roto, incoherente, escindido para sí, atravesado por las demandas del Otro. Además, la justicia (y la democracia, su instrumento óptimo) suelen estar del lado de lo que no cabe, de lo que no ha llegado aún, de lo que se mantiene abierto, de aquello para lo que no se dispone todavía de un “acomodo razonable’”, y por eso hay que crearlo, hay que inventárselo, por eso hay que mantener la incoherencia de las estructuras, para mantener abiertos los sistemas, abiertos a lo que vendrá.
Del mismo modo que la modernidad es eminentemente moderna cuando reconoce su contramodernidad, la filosofía sería más filosófica cuando se reconoce como antifilosofía. La literatura sería una cara antifilosófica de la filosofía, y, por supuesto, sobre todo el psicoanálisis, que es un otro incómodo de la filosofía. Pero apenas rasgamos el comienzo de una verdadera discusión, de una discrepancia potente y productiva. Este valioso libro podría ser el comienzo de una nueva dirección en el arte de polemizar en Puerto Rico. Le agradecemos a Dennis Alicea su ferviente defensa del lugar clásico de la filosofía en el espacio público. No se puede negar que su ausencia (con la distinguida salvedad del gran Francisco José Ramos) en un espacio dominado por críticos literarios, sociólogos, historiadores, periodistas, economistas y politólogos era ya bastante notable. Ante todo, esta es una colección de ensayos, recalca el autor, y el ensayo –vale la pena re-afirmarlo–, es una forma dúctil y generosa en su naturaleza. Éstos, afortunadamente, no son la excepción.