Escritura, realidad y ficción: Unas notas sobre la historia

En Argentina, este debate se vio recrudecido por el lanzamiento de otra serie de Netflix: El Reino. La primera temporada de esta serie narra los entresijos de la política electoral, los partidos políticos, asesinatos, investigaciones judiciales y grandes intereseses construyendo opinión, todo ello aderezado con un elemento de actualidad: la incursión de un pastor evangélico a la política, en este caso como candidato a la presidencia argentina. El problema era el mismo: el debate acerca de si la ficción presenta la realidad tal como es (¿hay un tal como es la realidad?) o si esta no es más que una invención que puede traer a colación ciertas evocaciones.
En Puerto Rico, a medidos de junio de este año, el profesor Mario Cancel, a partir de su discusión del texto de Rosenberg Why Most Narrative History Is Wrong, ponía en cuestión este clásico debate y la supuesta primacía del dato al estar organizado en un orden narrativo[1]. Inclusive si, como reconoce Cancel, la aportación desde la neurociencia o neurohistoria que ofrece Rosenberg debe ser considerada y debe abrirse un diálogo intelectual y epistémico, lo que pareciera que, en último caso, encierran tanto ese planteamiento como el debate sobre la ficción y la realidad expresados en los ejemplos de las dos series argentinas, es la falsa dicotomía invocada acerca del dato y el relato, que encuentra su correlato en dos frases muy conocidas en Puerto Rico y Argentina: “los datos son los datos” (para Puerto Rico) y “dato mata relato” (para el caso argentino).
En su análisis del texto de Rosenberg, Cancel centra uno de los puntos principales de la argumentación de este: el problema de “considerar lo narrado como una explicación válida”. La idea de validez acá está más vinculada a la de legitimidad o, incluso, veridicción: la narración, en tanto que relato, pervierte o, en el mejor de los casos, adorna el hecho, esto es, la realidad. Desde estos planteamientos de Rosenberg, lo que se sigue evocando es la falaz dicotomía de vincular la realidad con el dato y la ficción con la narración. Esta ilusión de certeza se plasma, para ir más lejos, con la conformación de sintagmas acumulativos que presentados conjuntamente son casi binarios: realidad-dato-ciencia (que conlleva objetividad) frente a ficción-narración-literatura (que conlleva subjetividad). Ante esto, ¿cuál es el lugar de la historia? Desde el nacimiento de la moderna historiografía hasta fechas relativamente recientes, parecía que no había dudas que la historia debía estar en el primer grupo, de espaldas a la literatura.
En su reciente libro sobre las formas de escribir la historia, Enzo Traverso (2020) identifica una manifiesta transformación en la escritura de la historia con el desplazamiento de la tercera persona y la incorporación de la primera persona en la producción historiográfica. En una entrevista de Ivan Jablonka con Nicole Lapierre, según Traverso, esta autora entendería el uso de la primera persona en la escritura de la historia como una suerte de objetivación de la subjetividad de la investigación (Traverso 2020: 108). La forma en que escribimos la historia, por ende, prefiguraría y expresaría nuestra propia concepción de la misma: aquello que narramos y cómo lo narramos deviene en una forma de narración de nuestra propia identidad como historiadores, que expresamos y enunciamos, desde nuestra honestidad, en primera persona. La escritura –y la de la historia no sería una excepción– entroncaría, entonces, de forma casi inexorable e inseparable con nuestra propia identidad y, por ende, con la experiencia. Con todo, la pregunta sería por qué el uso de la primera persona conllevaría una suerte de objetivación de la investigación. Sobre este asunto, LaCapra, al problematizar la relación entre identidad y experiencia, definía la objetivación como “el proceso a través del cual el otro es posicionado como objeto de descripción, análisis, comentario, crítica y experimento” (2006: 101). Así, el uso de la primera persona posibilitaría una distinción y desplazamiento entre aquel clásico sujeto–objeto de la investigación: el “yo” se enunciría y fijaría, de forma ficticia, como una instancia escindida de la investigación, a la cual otrificaría y, por ende, podría describir, analizar o comentar. Esta simulada escisión no implica, no obstante, la existencia de esferas diferentes entre objeto y sujeto, sino únicamente un recurso narrativo para expresar la experiencia, la identidad y el conocimiento.
La escritura, por lo tanto, no es solamente un medio por el cual el historiador comunica su proceso creativo –su investigación–, sino que es, en sí mismo, una forma de realizar este propio proceso creativo. Acorde a Traverso (2020: 33), el historiador, quien no es ni un novelista ni un naturalista, en última instancia, “escribe, es decir, que transforma esta materia en un tejido narrativo, en una intriga”. Este proceso de escritura no es el de la transformación del dato en el relato: esto es, aquel proceso que interpretaba, acorde a Rosenberg, la distorsión de la realidad (dato) por unos añadidos (el relato en sí). Este proceso de escritura tampoco parte de un a priori en el cual las ideas preceden al acto de escribir y, por ende, aquello que se narra debe buscar una concordancia con los datos para dotar de veracidad al propio relato. Al contrario, el proceso de escritura es un propio proceso creativo en sí que, como tal, es una instancia de experiencia. En todo proceso de escritura existe una consustancial relación entre aquello que somos, lo que sabemos y lo que y cómo lo expresamos. Como bien indicara Benjamin (1973) al pensar el lugar de la experiencia tras la Gran Guerra, emerge un lenguaje técnico que busca desplazar la narración de la experiencia vivida. Es esta ficticia disyuntiva entre lenguaje experiencial y lenguaje técnico –entre el dato y el relato– lo que la propia historia ayuda a poner en cuestión, dado que la experiencia y la narración no son disociables: no es posible escindir aquello que somos, de lo que sabemos y expresamos. Por lo tanto, la invocada división entre relato y dato se desvanece al enunciarse cualquiera de los dos.
La conformación de sentido de la falsa evocación de la objetividad del dato parte, en cierto punto, de la expresión cuantificable del mismo. Convertir la marginalidad, por ejemplo, en un número posibilita invocar una supuesta escisión con respecto a los sujetos que lo piensan, lo viven o lo enuncian. Sin embargo, el número en sí tampoco supone nada: es un número que requiere ser puesto en contexto para poder ser comprendido. En nuestro ejemplo sobre la marginalidad, ¿por qué ciertos números de marginalidad son tolerables o están mal y otros no? El dato –el número– lo enuncia por sí solo porque efectivamente no está disociado de su narración.
Los historiadores, en este sentido, debemos ser contemporáneos. No ya únicamente en ese significado de Croce acerca del presente de toda producción historiográfica, sino en la concepción agambeniana: saber comprender que la luz emite una oscuridad que es inseparable de ella (Agamben 2008). Aquello que puede emerger proyecta siempre una sombra que debe ser también observada, tenida en cuenta, analizada. Volvemos, acá, a la ficticia evocación, entonces, de la dictomía entre dato y relato: el haz de luz siempre conllevará sombras u oscuridades. Ahora bien, si los historiadores debemos saber comprender esa conjunción luz-oscurdiad, ¿cómo la expresamos? Para Traverso (2020: 26), la razón de ser de los historiadores que escriben en tercera persona “es comprender lo que pasó, y no mostrar cuánto le afecta el descubrimiento del pasado o le ayuda a sondear lo más profundo de su alma”.
Retomemos, en este punto, la preocupación (o las observaciones) de Traverso por la primera persona en la escritura de la historia. Aunque no lo enuncie abiertamente, la propia obra de Traverso dialoga y critica una forma de escribir y hacer historia que Jablonka defiende en su libro La historia es una literatura contemporánea. Manifiesto por las ciencias sociales (2016). Aunque deja claro, como vimos, que la historia tiene unas fronteras delimitadas, Jablonka (2016: 127) propone comprender la historia, siguiendo a Veyne, como una novela verdadera. Para entender esta definición es necesario aludir a la tangible diferencia que Jablonka establece entre lo real y lo verdadero: “[l]o real es la cosa en bruto dada en su in-significación, en tanto que lo verdadero, resultado de una operación intelectual y factor de conocimiento, contribuye a la inteligibilidad” (Jablonka 2016: 134). El historiador francés parte de una definición de lo verdadero más próxima a la idea de régimen de veridicción que propusiera Foucault, que incluso le permite pensar la microhistoria como aquel relato que revela “estructuras de significación” (Jablonka 2016: 133). La escritura de la historia, por lo tanto, será para Jablonka una elección (y no solamente una técnica), que partiendo de esta definición de la frontera de la ficción y de la idea de la búsqueda de la verdad (“la historia es una militancia de la verdad”) (Jablonka 2016: 11 y 168), posibilite ser una literatura sin ser una ficción e, incluso, el recurso a la primera persona no suponga ninguna objeción.
La historia sería una forma particular de narrar (y escribir) el pasado, con un campo narrativo propio, que diría Surbahmanyam (2020: 12–13), y que coexiste, al mismo tiempo, con otras formas de representar los pasados colectivos. De esta forma, la escritura de la historia (y su narración) estará en directa relación con diferentes órdenes temporales. Enzo Traverso (2020: 118–119) analiza esta situación incidiendo en la escritura en primera y tercera persona: “[l]a historia se escribe siempre en presente, que forja la mirada del historiador y constituye la premisa de su “pacto historiográfico” con el pasado, a saber, el reconocimiento de la distancia que lo separa de su objeto de estudio. La escritura subjetivista [en primera persona] de la historia es presentista, porque introduce el “pacto autobiográfico” (…) en la reconstitución del pasado”. Este principio del pacto historiográfico-pacto autobiográfico presupone divergentes formas en que el historiador se relaciona con el tiempo histórico, pero también con las distintas temporalidades. Partiendo de que la escritura de la historia es siempre presente, la ruptura la encontramos en nuestra actual temporalidad presentista, en la que los espacios de experiencia y los horizontes de expectativa que expusiera Koselleck se desvanecen. Por ende, esa evocación o invocación del pasado en el presente que es la historia tiene que dialogar con ese tiempo-progreso que prefiguró una imagen de la historia como narración del paso adelante, la modernización o el desarrollo mediante el recurso metafórico (inclusive desde Marx) del tren (Hartog 2020: 253). En su último libro, Hartog (2020: 9), prosiguiendo su reflexión sobre los regímenes de historicidad, busca comprender los diferentes prismas del tiempo (cronos, kairós y krisis) para así problematizar aquello que es nuestro, lo que tenemos, lo que somos, es decir, el presente. Basándose en Sartre, Camus o el propio Samuel Beckett, insiste en nuestra imposibilidad de existencia fuera del presente: cronos sería entonces nuestro horizonte temporal y de existencia (Hartog 2020: 258 y 273–274).
El historiador, que escribe en el presente, solamente puede escribir en este orden de tiempo porque es en el único en que está siendo. Este estar siendo del historiador, por ende, se ancla en el presente y esto habilita a nuestra escritura subjetivista cimentada en una temporalidad existencial. Esta escritura de la historia, en primera persona generalmente, no es un problema en sí para la historia. Sin embargo, como bien plantea Traverso (2020: 117) conlleva ciertos peligros al permitir transformar “la sinfonía de los grandes dramas colectivos en solos”, esto es, esa suerte de amenaza de una primacía de lo identitario que haga desvanecer lo colectivo. En cierto punto, esta observación de Traverso pareciera recordar al dicotómico e irreal debate invocado entre las políticas de la identidad y la materialidad de las luchas. No obstante, en nuestra temporalidad presentista coptada por las lógicas del neoliberalismo, esta escritura de la historia que, en palabras de Jablonka, sería una literatura contemporánea, supondría un repliegue sobre la individualidad (Traverso 2020: 203–204). La ficticia dicotomía dato-relato que evocaba al principio de este texto, permite a la conformación de sentido desde un prisma neoliberal encontrar una estrategia enormemente potente: lo que debe primar es el dato –que es individual, frente a la narración vista como colectiva–, dado que cada individuo es luego quien debe interpretarlo, si quiere. El dato prefigura un supuesto método de análisis de este que sería “científico”, pero que estaría a disposición de todos los individuos. La ruptura de las relaciones y relatos colectivos supondría, en definitiva, el final de la historia, de una forma de entender la historia: ya solamente nos quedarían datos que construyen visiones parciales, pero sobre todo individuales. Esta, posiblemente, sea la mayor crítica que Traverso elabora de esa forma escritural de la historia.
Si toda historia es presente, tanto en el sentido de Croce como de Agamben, y se escribe en el presente y para este presente, ¿cómo pensar un relato de ficción, como Okupas, en el 2021 cuando se creó en el 2000? O, si se prefiere, ¿informa de esa crisis argentina o simplemente la evoca? El presente en el que leemos este relato nos permite comprender diferentes aristas del mismo relato. No tendría que ser un problema la falsa invocación del dato y el relato, pero la embestida, ciertamente vinculada al neoliberalismo, de la primacía del dato disociado del relato y del contexto de enunciación, devuelve este asunto a la centralidad de la problemática. El recurso al supuesto dato que establece la nueva derecha, es siempre un dato deshistorizado. Pensar históricamente estos datos nos invoca a pensarlos sin disociarlos de sus contextos de enunciación y, por ende, tanto a superar la ficción del “dato mata relato”, pero también a comprender cómo una ficción, inclusive, puede informar y evocar, al mismo tiempo e indistintamente, en este caso de la crisis argentina, de aquella abrupta ruptura de expectativas y esperanzas.
Referencias
Agamben, Giorgio (2008). Che cos’è il contemporaneo? Roma, Nottetempo.
Benjamin, Walter (1973). “Experiencia y pobreza”, en su Discursos Interrumpidos, I. Madrid, Taurus, pp. 167–173.
Hartog, François (2020). Chronos. L’Occident aux prises avec le Temps. París, Éditions Gallimard.
Jablonka, Ivan (2016, ed. or. 2014) La historia es una literatura contemporánea. Manifiesto por las ciencias sociales. Buenos Aires, FCE.
LaCapra, Dominick (2006). Historia en tránsito. Experiencia, identidad, teoría crítica. Buenos Aires, FCE.
Subrahmanyam, Sanjay (2020). Faut–il universaliser l’histoire? Entre dérives nationalistes et identitaires. París, CNRS Éditions.
Traverso, Enzo (2020). Passés singulieres. Le “je” dans l’écriture de l’histoire. Quebec, Lux.
[1] Mario Cancel: “¿Qué pasa en la historiografía? Después del Giro Cultural ¿qué?”, 80grados, 19 de junio de 2021 (https://www.80grados.net/que–pasa–en–la–historiografia–despues–del–giro–cultural–que/).