Grenfell Tower y la Boda de Meghan: Fuegos de amor y de miseria
El 14 de junio de 2017 marca el momento donde en cuestión de treinta minutos, el fuego arropó los 24 pisos de este proyecto de vivienda social, dejando 72 muertos y unos cientos sin hogar. Construido en medio de una de las áreas más elegantes de la ciudad, el espectáculo de un gigante embalsamado en negros y tenues grises adorna el paisaje con horror y olor a muerto, dejando un mal sabor en cualquier transeúnte que aviste semejante edificio en medio del lujo de las residencias victorianas de los barrios de Chelsea y Kensington. Lo desconsolador de este episodio, no solo fue la falta de medidas de seguridad básicas de parte de la administración ni el uso inadecuado de materiales de baja calidad en la remodelación de su fachada, sino el hecho de que esta tragedia llega en un momento crítico a una ciudad que está sumida en un conflicto existencial.
La tan esperada boda real entre el Príncipe Henry y Meghan Markle entretuvo, aunque abrume en medio de una creciente ola criminal, la salida de la Unión Europea o el Brexit y la burbuja inmobiliaria que ha promovido un ambiente de exclusión y desigualdad que se ve retratado en las historias de los residentes de Grenfell Tower. Es muy bonito e idílico resaltar el carácter multicultural de ese cuento de hadas, pero la calle es testigo de una limpieza étnica sosegada, llamada gentrificación, que empieza a eliminar del paisaje urbano esos mundos multiculturales que ahora son parte del álbum de fotos de la reina.
Hace unos meses Trump fue motivo de titulares en la prensa londinense luego que comparara los hospitales de la ciudad con zonas de guerra. Claro que muchos se lo tomaron personal, mientras disfrutaban de su café orgánico con leche soya, junto a una liviana merienda ‘gluten free’ después de la sesión de yoga. No porque no estuviesen al tanto de que este año la ciudad registró un aumento considerable en el número de muertes violentas en décadas, sino porque a nadie le gusta que le restrieguen en la cara, su indiferencia. A falta de pan, galleta, o en este caso, cuchillos son los que suplantan las muertes que otrora se resolverían con plomazos y la escena no es nada amena, como bien dijo Trump. Y es que ya son demasiados los jóvenes que forman parte de una serie de gangas en la ciudad que tienen como meta intimidar, robar y confrontar esa autoridad, que los ha dejado relegados en pro de los proyectos de desarrollo urbano para oligarcas rusos y jeques árabes. Grenfell Tower es uno de esos mundos que definió esta ciudad. Como también lo fue el Camden Town de Amy Winehouse o el Caribe de Brixton, y las cunas de oro en Chelsea con sus aristocracias decimonónicas. Londres ha sido siempre una ciudad de gran dinamismo cultural e intelectual con una población en constante cambio, en constante movimiento.
Construido en 1974, Grenfell Tower formó parte de una serie de construcciones de vivienda pública dirigidas a la clase trabajadora, que buscaba reemplazar barriadas en esa parte de la ciudad por apartamentos de bajo costo. Muy limitados en sus comodidades, esas nuevas áreas residenciales atendían un problema de salubridad e higiene, promoviendo a la vez una mejor calidad de vida para los residentes. Parte de una política impulsada luego de la Segunda Guerra Mundial por el Partido Laborista, esas torres que comenzaron a moldear el paisaje urbano de la ciudad en los años cincuenta cumplió un importante rol en su momento ofreciendo una vivienda digna no solo a los vecinos del área, pero a la crucial mano de obra que vino de otros océanos a moldear el futuro y la economía de esta isla imperial. La llegada al poder de la líder del Partido Conservador Margaret Thatcher en el 1979 trajo la privatización de muchos de estos proyectos de vivienda social y complicó el panorama. Un gobierno caracterizado por sus políticas neoliberales en cuestiones de desarrollo urbano, vertió sus recursos en otras prioridades de la elite empresarial. Pero, fueron los años noventa de los laboristas y el “open doors policy” para dinero turbio y ruso junto a los petrodólares del golfo, lo que hizo de esos espacios de vivienda social un botín codiciado por los desarrolladores en la ciudad. Ahora los Grenfell Tower que se construyen van dirigidos a otro sector poblacional, excluyendo la clase trabajadora y a esa mano de obra de su periferia colonial que convirtió los parajes de Dickens en una metrópolis mundial.
Los nombres e historias de aquellos que perdieron la vida la madrugada del 14 de junio de 2017 salen a relucir este mes en la misma plana que las impecables fotos de las peripecias de la hoy duquesa de Sussex en sus primeras semanas como realeza. Entonces la coincidencia entre ambos titulares robando espacio en el periódico mañanero que reporta las incidencias de la investigación en curso, no solo es burda, sino escena de tragicomedia. Entre esas historias está la de Steven Power que vivió por cuarenta años en Grenfell y muchos lo recuerdan criando sólo a dos de sus hijos. También Khadija Saye, quien se mudó junto a su madre hace unos años y usaba su cuarto como estudio de arte. O Ligaya Moore, oriunda de las Filipinas pero con más de 40 años como londinense.
En la lista también aparecen Dennis Murphy con 59 años, cinco miembros de la familia Belkadi, hoy todos muertos, Muhammed Al Haj Ali, un refugiado sirio y estudiante de ingeniería buscando sueños; Gloria Trevisan y Marco Gottardi, recién casados buscando aventuras, y todos sorprendidos por la negligencia y una remodelación mal costeada. Sus vidas recuerdan lo maravilloso de esta ciudad y sus gentes provenientes de todos los confines del planeta honrando la frase “the empire on which the sun never sets”. Pero Londres en este siglo 21 les falló, como también les está fallando a los muchachos que ven en las gangas su única opción en movilidad social y a los que son víctimas de los cuchillazos y de un sistema basado en un elitismo medieval que no les permite ni trazarse metas. Londres es hoy ciudad para otros, en busca de “second homes”, una claque corrupta transnacional con perfume árabe y acento eslavo que hace la ciudad suya mientras todos admiramos la boda y otros su sesión de yoga.
En medio de la discusión que aflora en junio con el primer aniversario de esta tragedia, se recuerda que el problema de los cuarenta y tantos millones que costó el casamiento del Príncipe no es cinismo sino matemática y sentido común en una ciudad con olor a muerto en cada uno de los muchos edificios con los mismos problemas de infraestructura que Grenfell Tower. La sutileza de la “Historia”, en colocarnos un episodio de grandeza y despilfarro justo el mismo mes en que los periódicos comienzan sus reportajes sobre las negligencias del estado en proveer una vivienda básica en la ciudad más cara del mundo, deja un mal sabor. Entonces desde los Premier Inn donde ya por un año los residentes esperan vivienda o los alrededores de Haringey en el norte de Londres donde hace unos días apuñalaron a otro, se siente más fuerte ese mal sabor de villas y castillas y bodas de Meghan.
Entre fuegos de amor y de miseria las caminatas silentes del jueves 14 de junio de 2018 en la ciudad recordando este aniversario traen a escena un cuadro complicado luego de tanta euforia hollywoodense en mayo y le agua la fiesta a cualquiera que vea en esta multiculturalidad aristocrática una novedad para ser celebrada.