Hacia una reformulación del bipartidismo
Hay una raza vil de hombres tenaces
de sí propios inflados, y hechos todos,
todos, del pelo al pie, de garra y diente;
y hay otros, como flor, que al viento exhalan
en el amor del hombre su perfume.
Como en el bosque hay tórtolas y fieras
y plantas insectívoras y pura
sensitiva y clavel en los jardines.
De alma de hombres los unos se alimentan,
los otros su alma dan a que se nutran.
–José Martí (Banquete de Tiranos)
Estoy convencido de que hace tiempo debimos reconocer que en nuestro país la corrupción en todos los ámbitos no es la excepción, sino la regla. Y es que no solo se trata del Gobierno. Nos la encontramos cara a cara en el contexto de cualquier otro escenario donde exista la más mínima acumulación de dinero o de poder, llámese asociación profesional, sindicato, cooperativa o iglesia. Y es que nuestro país está dividido en dos grandes sectores los cuales debiéramos reconocer como los verdaderos partidos en pugna por el favor de la población; el partido de la honradez y la ética, y el partido de la corrupción y la desvergüenza.
De una parte, tenemos una masa de gente honrada y trabajadora, con vocación de servicio, que busca cultivarse y que mantiene viva la esperanza de que somos capaces de construir un país racional para el beneficio de la mayoría de nuestros compatriotas. Son personas que procuran transitar el disciplinado y sacrificado camino de la congruencia entre la palabra y la acción, entre lo que se predica y cómo se vive.
También tenemos la otra cara de la moneda. Los partidarios del truco y la dependencia, compuesto por una muchedumbre de jaibas oportunistas que se acomodan buscando el beneficio propio y que ajustan continuamente el discurso a sus intereses. Un partido de gente que hace tiempo perdió, o que desgraciadamente nunca tuvo, la esperanza de que este pueblo sea capaz de evolucionar hacia una mejor civilización de solidaridad y de justicia social. Esos partidarios de la indignidad y la vileza no militan en la esperanza de construir un porvenir mejor, pues solo creen en los golpes de suerte. No hay futuro para estos, solo la inmediatez de diversas oportunidades aprovechables de acercar su sardina a la brasa. Para tales, preocuparse por el mañana es desaprovechar los atajos y posibles beneficios de hoy. Son personas mediocres sin ningún sentido de trascendencia, ni principios. No hay preocupación en ajustar la prédica a la vida, pues todo es relativo, dependiendo de lo que les convenga según las circunstancias.
Para los primeros, la política es una vocación fundada en el deseo de servir a sus semejantes. Participar de la política es el acto desprendido de ponerse a disposición de la comunidad a la que pertenecen y con la cual se sienten comprometidos. Como bien predica Pepe Mujica, en dicho contexto la política es una pulsión de genuino servicio voluntario, donde el interés personal se efectiviza a través de la mejoría de la vida en comunidad. Para tales, representar a los ciudadanos del país, a los residentes de su comunidad, a los miembros de su asociación, a los trabajadores de su sindicato, a los socios de su cooperativa, etc., significa la responsabilidad de poner fielmente en ejecución los mandatos producto de la voluntad común establecida por tales grupos, pues existe un vínculo permanente e indisoluble entre su capacidad representativa y la voluntad expresa de los representados. Por eso, mantienen un firme compromiso con la verdadera democracia, pues constituye la manera de permitir que se genere esa voluntad consensuada que se sienten obligados a obedecer.
Para los segundos, ser políticos se convierte en una profesión que les permite distinguirse y descollar frente a sus comunes, posicionándose en condición de superioridad. Para estas personas abrirse campo en la política significa independizarse de los colectivos de los que son parte, para ocupar un lugar privilegiado que les permitirá catapultar su progreso personal. Para tales, la política es un medio para adelantar sus intereses egoístas individuales, aunque sea a costa del beneficio social, y la representación una carta blanca para abusar y actuar a discreción. La representación la ejercitan de forma auto-referente, divorciada de la verdadera voluntad de los representados. Este tipo de líderes, una vez electos, se sobre-imponen a sus bases y actúan con autonomía, según sus preferencias y conveniencia. El cargo le pertenece a el o ella, y en última instancia, no le guardan obediencia sino a sí mismos. Por eso su ausencia de compromiso con la verdadera democracia, pues al desligarse de sus representados, no reconocen ninguna voluntad colectiva que deban obedecer.
Mientras los partidarios del decoro suelen trabajar con humildad por lo que entienden el cumplimiento de un deber cívico; los partidarios de la indignidad alardean muchísimo y laboran muy poco. A los primeros los encontramos usualmente trabajando en comunidades y escenarios de necesidad. Los segundos se concentran donde existen recursos de los cuales disponer. Los primeros fomentan el empoderamiento y la autogestión, y los segundos el clientelismo y la dependencia. Los primeros buscan dejar el legado de instituciones perdurables a través de las cuales la civilización pueda progresar de generación en generación. Los segundos, actúan como polillas que van carcomiendo las instituciones desde dentro, socavando la capacidad de la sociedad de auto-gobernarse y evolucionar, vaciando principios y relativizando los valores.
Cuando los miembros del segundo partido ocupan puestos de dirección en cualquier tipo de asociación; la corrupción allí deja de ser un fenómeno aislado, para convertirse en un problema intrínseco. Ello así, pues como indica Enrique Dussel, la esencia de la corrupción es precisamente ese ejercicio auto-referenciado del poder delegado, como si se tratara de un derecho o facultad propia. La desvinculación por parte de quienes ejercitan una autoridad delegada frente al colectivo del que emana esa autoridad, es la definición más básica de corrupción. El resto, no son más que distintos tipos de manifestaciones que irán desde el autoritarismo, al atornillamiento, al nepotismo, al aprovechamiento indebido y hasta el pillaje descarado. En cualquier tipo de asociación humana, la corrupción es hija de esa usurpación del poder que emana del colectivo, por los personeros que practican un poder auto-referenciado.
Quienes nos cuestionamos cómo reformular el quehacer político puertorriqueño ante esta coyuntura tan extrema y dificultosa en la que vivimos, debiéramos preguntarnos si esa fractura y no otra se ha convertido en la división fundamental que existe hoy por hoy en nuestro país. Aceptar que más allá de los discursos políticos, el país está dividido entre quienes honestamente creen en que el progreso se alcanza a través del servicio sacrificado y comprometido con la comunidad, y aquellas personas que indecorosamente viven de su individualismo oportunista e inescrupuloso a costa de los otros. Los últimos como un cáncer, posicionados ampliamente en cualquier y todo tipo de escenario en el cual puedan aprovecharse y disponer de los recursos colectivos, hace décadas vienen pudriéndonos el país a pasos agigantados. En gran parte debido a la virulenta y omnipresente propagación de tales, el país ha tocado fondo.
No sé, pero quizás no se trata ya a este nivel de identificarnos principalmente en cuanto a nuestras preferencias ideológicas, y ni siquiera entre izquierdas y derechas; sino a base de si estamos con el partido de la honradez o el de la busconería. Pienso que hemos degenerado a un nivel de desarrollo político tan básico y tan primitivo, que posiblemente debemos comenzar por reconocer que independientemente de las formas de pensar de cada cual; en los más diversos sectores del espectro político y social hay personas honestas que se adhieren a un proceder ético fundamental y a un compromiso solidario con lo que honradamente entienden es el bienestar común, y personas deshonestas y amorales que lo que buscan es adelantar los intereses personales suyos y los de sus cuadrillas. Actualmente, los unos y los otros se encuentran forzosamente entremezclados en el obsceno sistema de partidos existentes. Quizás, en estos momentos, de la capacidad de unir a los primeros en agendas y pactos elementales concertados contra el monopolio de los segundos, dependa nuestra salvación como nación. Tal vez sea hora de deslindar los campos, y fundar una nueva política verdadera e intransigentemente bipartidista, que permita a los apóstoles de la honradez expulsar por fin a los mercaderes de privilegios de nuestros templos.