Hugo Gutiérrez Vega o la poesía como pasaporte
Pasé el mes de junio de 2004 en Guanajuato, ciudad que nunca pude llegar a entender bien, aunque me sentí cómodo y alegre allí, como siempre me siento en México. Pero creo que hubo entonces una especie de incompatibilidad vital entre Guanajuato y yo porque ésta es una ciudad sin zócalo, sin plaza central. Un pequeño parque triangular, que parece una cuña de queso o un pedazo de pizza, intenta fungir como zócalo, pero este parquecito no llega –no puede llegar– a cumplir la función de eje de la ciudad. Es por ello Guanajuato una ciudad sin verdadero centro, para mí, sin corazón. Ésta se disgrega en núcleos urbanos separados por montes y con carreteras, más que calles, que los unen. Muchas de éstas fueron originalmente túneles de minas y ahora son prácticas vías para autos y, a la vez, efectivos pasajes de un laberinto para un visitante de a pie. A pesar de que viví ese mes en un apartamentito en un monte a las afuera, desde el cual se veía Guanajuato como un mapa tridimensional, y a pesar de mi buen sentido de dirección, nunca sentí que tenía una imagen fiel y confiable de esa ciudad sin centro. Súmenle a esa ausencia radical de un punto central que cohesione la ciudad el que Guanajuato no tenía –¿tendrá ahora?– una librería medianamente decente y se tendrá, entonces, una imagen fiel de mi desconcierto.
Las librerías, a pesar de su organización un tanto errática, son uno de mis deleites mayores cuando visito México. Quizá por esa organización un tanto surrealista y por la curiosa relación entre librerías y editoriales, uno nunca sabe qué se va a encontrar en ellas y, más aun, que no hallará, aunque se piense que se debe hallar. Recuerdo, por ejemplo, cómo busqué en vano en varias ciudades y en múltiples librerías en diversos viajes a México el catálogo de una exposición a María Félix donde se reunían cien fotos de la arquetípica estrella del cine mexicano seleccionadas por su hijo para un homenaje nacional. “Señor, ese libro se agotó de inmediato.” “Ya no lo tenemos.” “Es imposible conseguirlo.” Así me decían los libreros cada vez que ansiosamente procuraba por ese tan ansiado texto. Años más tarde, cuando había abandonado toda esperanza de hallar lo que ahora es un tesoro bibliográfico que guardo con orgullo, me topé con varios ejemplares del mismo en una céntrica librería capitalina; ahí habían estado desde su publicación, pero el particular orden de las librerías mexicanas los hacía invisible hasta el día que entré y los encontré por pura casualidad, frente a mis narices, en una de esas librerías donde varias veces lo había procurado.
En Guanajuato sólo hallé dos librerías con una oferta limitadísima y sin sorpresa alguna, sin tesoros escondidos. En una de ellas, mi primer día en la ciudad y como un acto parcial de resignación, me compré un ejemplar de La guerra y la paz, uno de esos mamotretos con páginas de pésimo papel que muy pronto se enmohece y a doble columna, que publica la editorial Porrúa, editorial que ofrece clásicos al alcance de estudiantes y lectores de pocos recursos. Y me dediqué a leer la novela de Tolstoi –¡qué deleite!– ese mes de junio de 2004 que pasé en Guanajuato.
Pero, ¿cómo viajar a México y regresar a casa sin una maleta llena de libros? El irreprimible deseo que se convertía en necesidad incontrolable de hallar textos mexicanos me hizo tomar una guagua y viajar por más o menos una hora para ir a León, ciudad cercana y más grande, donde me decían mis amigos guanajuatenses que hallaría buenas librerías. Así no fue, pero, al menos, hallé un par donde pude comprar libros mexicanos, suficientes como para llenar parte de mi maleta de hambriento lector para quien el viaje es manera de aprender sobre el país que se visita, en el momento y después del regreso. No encontré en las librerías de León ningún raro ejemplar, como el catálogo de la exposición homenaje de fotos de María Félix, pero sí un voluminoso tomo que recoge la poesía de Hugo Gutiérrez Vega, Peregrinaciones, Poesía 1965-2001 (México, Fondo de Cultura Económica, 2002). Y aunque el libro no era raro, como el tan buscado catálogo de fotos de La Doña, se ha convertido con el tiempo en otro tesoro que guardo con orgullo en las estanterías de mi biblioteca donde muy metódicamente coloco mis tomos de literatura mexicana. Éstas son las estanterías que más rápidamente se pueblan, especialmente después de esos viajes a México que ya se van haciendo una necesidad intelectual, estética y hasta afectiva.
Más que por mera obsesión de compulsivo acumulador de libros, compré el de Gutiérrez Vega porque ya tenía noticias de él por las columnas que publica en La Jornada Semanal, suplemento cultural que dirige y donde aparecen unas deleitosas columnas que titula muy acertadamente “Bazar de asombros”. Ya lo había conocido personalmente muy de paso (en verdad sólo tuve la oportunidad de estrecharle la mano) y le había oído leer unas hermosas páginas sobre Palés Matos en el homenaje que se le hizo a nuestro poeta en su centenario. No titubeé un minuto, pues, cuando vi en la estantería de una pequeña librería en León que sólo vendía libros publicados por el Fondo de Cultura Económica, en la colección Letras Mexicanas, la recopilación de la poesía de un mexicano que ha viajado por el mundo como representante de su país en España, Inglaterra, Italia, Grecia, entre otros lugares, y quien se ha valido de la poesía como pasaporte para adentrarse en el corazón de esos países. En Puerto Rico desempeñó también su función como diplomático; a Puerto Rico y a nuestra poesía le ha dedicado Gutiérrez Vega páginas, en prosa y en verso, de agudeza intelectual, de acierto estético y de marcada simpatía por nuestra realidad social y, sobre todo, sobre nuestras letras.
El hecho que esa recopilación de poesía de Gutiérrez Vega apareciera en el Fondo de Cultura Económica es un dato muy relevante ya que esta editorial, especialmente su colección Letras Mexicanas, recoge lo que se considera el canon de las letras nacionales. Llegar a tener un libro en esa colección implica que se es ya parte del cuerpo que compone la literatura nacional. Por años, el poeta Alí Chumacero fue el celoso y fiero cancerbero que, como editor encargado de esa prestigiosa colección, guardaba la puerta de entrada a ese ámbito de la consagración literaria. Por ello hay poetas que, a pesar de sus méritos y popularidad, en vida no llegaron a ver su obra incluida en tan prestigioso conjunto; pienso, por ejemplo, en Jaime Sabines. Hay algunos cuya obra sólo tras su muerte y tras las luchas entre los críticos que proponen la formación del cuerpo que se considera el que define la literatura mexicana aparece publicada en el Fondo, como comúnmente se le llama a tan prestigiosa editorial. Por ello, el que la obra de Gutiérrez Vega sea ya parte de la colección Letras Mexicanas implica que se le considera poeta canónico.
Con esos prejuicios y con el de saber que era un amigo de Puerto Rico –eso, en cierta medida, lo hacía también mi amigo, y leo con mucha desconfianza propia la obra de los amigos– me enfrenté con gran interés y con ciertas dudas –temía que mis prejuicios ofuscaran mi lectura– a la recopilación de su poesía que hallé, por suerte, en León. No pude esperar y en la guagua comencé a leer sus versos, alternando la lectura de poemas seleccionados al azar con periodos de observación detenida del paisaje a través de la ventana de la guagua. Así regresé a Guanajuato con un libro en mano, un libro, al menos, que justificaba todo mi viaje.
La lectura de Peregrinaciones… –éste es un título muy apropiado para la obra de Gutiérrez Vega y uno que el poeta usa para más de uno de sus libros– me vino a probar que me hallaba ante un poeta consecuente, coherente y de importancia para las letras mexicanas. Tras un primer periodo, cuando cultiva una poesía que retrata a un artista que se busca a sí mismo y, para hacerlo, emplea un lenguaje grandilocuente que refleja conflictos existenciales muy marcados por ideas religiosas y corrientes filosóficas populares en su momento, hallamos, por fin, la poesía que verdaderamente lo define: una obra de tono conversacional que no deja de tener un marcado elemento autobiográfico. Su obra más característica da la impresión de que el poeta quiere conversar con su lector; quiere contarle su vida, especialmente las maravillas cotidianas que ha encontrado en sus viajes. Parece ser que al salir de México como diplomático, Gutiérrez Vega descubrió que para él la poesía era un pasaporte que le permitía viajar por otros mundos poéticos, distintos al mexicano, para conocerlos a través de su poesía y para ofrecerle al lector –siempre me da la impresión que se dirige a un mexicano, pero probablemente me equivoque– una especie de manual en forma de poesía que le sirva para entender el país que se visita y la poesía de ese país. Para Gutiérrez Vega la poesía es una especie de zócalo desde el cual se puede apreciar toda una ciudad, todo un país, toda una cultura. O, mejor dicho, su poesía descubre la imaginada esencia del país que visita y quiere conocer.
Por supuesto, esta visión de la poesía presupone la existencia de unas esencias nacionales y Gutiérrez Vega no es tan ingenuo como para creer que tales entidades existan; sabe que éstas son sólo metáforas que se emplean para abrirle los ojos al lector sobre una realidad que desconoce. En otras palabras, Gutiérrez Vega no cree que exista la esencia de lo griego, pero parece apuntar que la exploración de la poesía de Odiseo Elitis, de Constantino Cavafis o de Yanis Ritsos, por ejemplo, le permite entender ese mundo no mexicano a la vez que le ofrece lentes a través de los cuales puede observar su realidad nacional y darle una interpretación a su lector de ese mundo que le atrae por desconocido y porque le ofrece claves para entenderse a sí mismo y a su país. (Quizá mi dificultad en descubrir de la verdadera cara de Guanajuato se debió a que no hallé la obra de un poeta que me explicara esa ciudad como había hallado a otros que me ayudaron a entender a Veracruz, Paco Píldora, y a Ciudad de México, Efraín Huerta.) Por ello, aun cuando Gutiérrez Vega detiene su mirada en España, país que por herencia cultural y por lazos de familia le debe ser conocido, descubre en lo ajeno lo propio. Así, un poema del momento de su estadía en ese país se centra o tiene como núcleo estructural ese sencillo descubrimiento: la paradoja de las inexistentes pero necesarias identidades colectivas:
Ser de un país, sentirnos de su pueblo y al mirar otra cara sentir que es un espejo en cuyas aguas se refleja la cara que buscamos.(“La luna en Salamanca”)
Pero el poeta sabe perfectamente bien que el poema no es una red de palabras que puede captar la realidad –cualquier realidad: la personal o la colectiva– sino una red de palabras que crea esa realidad –la individual o la social– pero que la realidad creada desaparece en el momento que el lector deja de hacer la poesía realidad concreta con su lectura:
En el poema no se puede contar la vida. La vida no se cuenta, se inventa, se fabula y, al final, se deshace como el cerezo de la primavera. Nos quedamos con sus fragmentos, sus instantes de luz, sus numerosas sombras.(“Sobre filósofos y santos bebedores”)
Tras estos versos de Gutiérrez Vega subyacen las ideas de Octavio Paz sobre el poema y la poesía que éste tan detallada y sabiamente elaboró en El arco y la lira (1956). En Peregrinaciones… hallamos muchas instancias donde el autor reconoce con humildad y orgullo las lecciones aprendidas de Paz. Quizá el momento donde este reconocimiento se hace más evidente es en “Vida y muerte del poema”, texto dedicado al maestro y donde Gutiérrez Vega vuelve a presentar esa idea central de la estética paciana –la poesía vive sólo y efímeramente en el poema– que elabora y amplía en sus versos:
Qué pena que los poemas vivan solamente unos minutos en el aire y caiga después en la jaula de los cirujanos de la autopsia, qué pena que las hermosas palabras mueran tantas veces.La muerte es su manera de estar vivas.
También se esconde en estos hermosos versos el placer de crear y leer poesía que es un elemento central en la obra de este poeta que usa la poesía como pasaporte para llegar a otros lugares y para adentrarse en sí mismo. Es que para entender plenamente la obra de Gutiérrez Vega hay que tener siempre en mente que toda su obra se fundamenta en un profundo y genuino placer por la vida:
Renunciaré a todo menos a la vida, viviré cada minuto con los ojos abiertos sin esperar otra cosa que la salida del sol. Así, cada minuto equivaldrá a una vida entera.(“Canto del Despotado de Morea, VI”)
Ese placer de vivir que desemboca en una sensata ética hedonista, lleva al poeta a dar gracias por las cosas más sencillas y necesarias de la vida, pero sobre todo lo lleva a apreciar el humor que se puede convertir hasta en una herramienta política:
Esta risa no es una revancha, es una manera clandestina de hacer una revolución absolutamente inútil.(“Afirmaciones de perplejidad ante el paso del tiempo, II”)
Ese hedonismo que reconoce el absurdo de la vida –reconocimiento paradójico en este poeta, dada la fe religiosa que sustenta– lo lleva a adoptar como héroe o modelo vital a los actores del clásico cine mudo estadounidense, especialmente a Buster Keaton –“todos debemos recordar el cine mudo / y homenajear en silencio / a Buster Keaton”, “El Juicio”– quien aparece aquí como un santo ingenuo pero sabio, ya que se convierte en la metáfora de dos conceptos centrales en la poesía de Gutiérrez Vega: el deleite de la vida y el reconocimiento del sinsentido que, paradójicamente, la sustenta.
Por medio de la poesía –en muchos casos, por su propia poesía– el poeta llega a apreciar la vida con tal intensidad que lo poético surge justa y precisamente en el momento mismo de contacto con otro mundo, en una cultura diferente a la suya. Por ello es que su entrada a Puerto Rico se da por la lectura de la poesía de Palés Matos y, para hablarnos a los puertorriqueños como colectividad, le habla a nuestro gran poeta:
Van sus Antillas dando tumbos de ser y de no ser, van siendo ellas con la oscura certeza de la carne abiertas a su designio de alegría, con un destino que no es de ellas y es, pues, a su alma no la atan cadenas ni cañones.(“Un recado para Luis Palés Matos”)
Por Palés, por su poesía, entrevé el conflictivo placer de vivir en nuestra isla –esa “oscura certeza de la carne”– y también por el gran poeta llega a la colectividad, a nosotros como grupo, de la misma forma que por la poesía de Seferis llegaba a Grecia, por la de Wordsworth, a Inglaterra y por la de López Velarde, a su propio México profundo. Es por ello que creo –y tengo la certeza de que mi tesis no está errada– que la obra de Hugo Gutiérrez Vega es, en verdad y por suerte para sus lectores, un pasaporte para la poesía, para la poesía mexicana de la cual es ya parte de su canon, y para la poesía, así sola, poesía gloriosamente a secas.