Humor de amor perdido
Jorge Luis Borges, La biblioteca de Babel
Flor de ciruelo y el viento, a la que Rafael Acevedo se refiere, en el subtítulo, como “novela china tropical”, es un triunfo de la memoria rota. Escrita a partir del recurso del manuscrito encontrado, como si fuera una caja china, en la que un relato recubre otro relato que a su vez alude a otro, la lectura se experimenta como un paseo por un jardín oriental degenerado, donde los senderos, no sólo se bifurcan, sino que se repiten, se contradicen, se cruzan y se ríen el uno del otro. ¿Qué hubiera sucedido si Borges, en vez de tener a su disposición las ilustres y empolvadas enciclopedias de la Biblioteca de Buenos Aires, hubiera tenido que depender de la Wikipedia? Esta novela, ambiciosa y traviesa, está escrita como si el narrador erudito fuese, en realidad, un idiot savant, con una inteligencia imperturbablemente lateral y literal, para quien la información es obtusamente hipertextual y se compone de impostergables y demenciales digresiones.
Nunca un manuscrito pudo caer en peores manos. Se le atribuye su edición original (el texto en sí parece ser una combinación infusa de distintas fuentes) a un tal Emilio Fong, que trabajó como parte de la inmigración de los coolies, en el siglo diecinueve, en la construcción de la Carretera Central, en La Habana. Pero a lo mejor, no sabemos (y no saber aquí, como diría Sócrates, es lo único que se puede saber) si en verdad lo escribió su descendiente, Cecilia Fong, una empleada de heladería china en la Avenida Esmeralda (¿podrá existir una avenida más china?) que posiblemente sea también la mujer de un bichote colombiano y una integrante de la mafia china del narcotráfico global. La oración anterior pudo haber tenido (believe me) una cadena más interminable de subordinaciones, pero en algún sitio hay que parar. Si no, caeríamos presa de los encantos del más idiota de los narradores eruditos de la larga tradición del manuscrito encontrado, desde El Quijote hasta La lámpara de Aladino, o al revés, y una reseña no se puede dar ese lujo.
La estrategia del narrador desconfiable (Cide Hamete, supuesto autor de El Quijote, era un moro y los moros son una partida de embusteros y qué se puede esperar de un texto que estaba escrito al revés de los cristianos) marca la cara refleja del cogito cartesiano, del pienso, luego soy, y pone en jaque, no sólo la certeza de ese yo que piensa que piensa porque el que piensa es yo, sino también el valor, la rentabilidad, el prestigio de lo que se piensa. De qué sirve todo esto, diría un consumidor temprano de las máquinas literarias que produjo ese capitalismo incipiente del barroco del siglo XVII. Una vez le escuché decir a Beatriz Sarlo que para muchos argentinos, Borges era el albacea de las letras, el custodio del capital de la cultura argentina y occidental, o más bien, de la entrada de Argentina al canon de occidente. Roberto Arlt, autor de El juguete rabioso, sería lo opuesto, el escritor de la pobreza, de la precariedad, de la literatura minusválida. El narrador idiota de Acevedo es, siguiendo esta observación de Sarlo, como un Borges que despierta por la mañana convertido en Roberto Arlt, pero que, en vez de preocuparse por su metamorfosis, como la madre, el padre y la hermana de Gregorio Samsa, que no lo dejan tranquilo, se da a la tarea minuciosa de ocupar su nueva identidad, tratando, con los pocos recursos que su recién empobrecido vocabulario le permite, de seguir siendo uno de los escritores más cultos del mundo conocido. En este alucinado cruce de identidades literarias, el narrador erudito ha perdido la capacidad del control analógico y confunde la gimnasia con la magnesia. La escritura ideográfica de los caracteres chinos se convierte para Acevedo en una metáfora, en un espejo donde todo es capaz de reflejarse. Es difícil distinguir dónde empieza la filología y dónde termina la charlatanería en esta sarta interminable de foot notes, de notas literalmente al pie, podría incluso decirse, postradas, ante el poder de la letra.
Para que esta parodia de la literatura como fuente de conocimiento y de autoridad (para el sujeto, para las naciones, para las culturas y los clubes de lectura de señoras que en este momento estarán identificándose, en la sala de sus casas, con las deudas de Emma Bovary) funcione, el relajo tiene que ser en serio. Acevedo transita la fina y delicada cuerda del humor, sin redes. Para burlarse de la erudición hay que ser erudito. Para no tomarse la literatura en serio hay que haber leído como un demente. Y para escribir sobre la melancolía de la desmemoria hay que tener una memoria de elefante.
Sylvia Molloy afirma, en Las letras de Borges, que “el texto de Borges, por así decirlo, es un texto ya citado”. En ese sentido Borges es un contemporáneo (lo que quiere decir que comparten el pasado, no la actualidad) del Eliot de The Wasteland: la escritura como una infinita nota al calce, cuidadosamente verificada por un poeta exhausto. El que escribe cita, su enunciado es un performativo cuya ancla no es nunca una cita original, (porque toda cita es una cita de otra cita) sino una apuesta por el poder de seducción de la palabra, un lure y un allure, una fuerza que se resiste, que posee la extraña capacidad de inmovilizar. Para Lezama Lima, el fardo de ese peso del pasado en un poeta como Eliot se le aparecía como un gran cansancio, como una carga de la que había que liberarse con una sonrisa. Carlos Alonso se ha referido a ese fardo con un título elocuente: The Burden of Modernity. La carga, no sólo de ser los custodios (nosotros los americanos, los detectives salvajes) de un pasado malgastado y dilapidado por Europa, sino, a su vez, los herederos encargados de convertir ese pasado en lo que Octavio Paz llama “una tradición en contra de sí misma”. La modernidad es la piedra de Sísifo, una tradición en contra de sí misma.
En la confusa huella filogenética de la irreconocible voz narrativa de Flor de ciruelo y el viento podría detectarse esa semilla sonriente de Lezama Lima, una semilla mágica y poderosamente infértil, ya que apuesta por las incertidumbres de la diseminación barroca. Pues bien, imagínense que este narrador borgiano, que se descubre habitando el cuerpo de Roberto Arlt una mañana, es realmente un Lezama Lima frente a una computadora. ¿Se imaginan a Lezama Lima inventándose las eras imaginarias con la ayuda de Google? Esta novela sería una encarnación posible de esa profética pesadilla.
La novela dentro de la novela, el manuscrito encontrado, narra el romance de Li Yun, un “joven letrado de mucho talento” y Flor de Ciruelo, la hija del grabador de la Corte. Está narrada con cierto aire modernista, como si casi la pudiera haber escrito el Darío de “La muerte de la emperatriz de la China” o Julián del Casal vestido de kimono. Pero el “editor” (y en esta novela la edición protagoniza, incluyendo la cuidadosa edición real de Eugenio Ballou, –porque un verdadero editor es en el fondo un sicoanalista del autor, que lee su texto desde la arbitrariedad implacable de la letra) no nos deja lo suficientemente tranquilos como para poder entrar con comodidad en el personaje del lector exoticista que una novela china requiere. Constantemente invade la narración con erudiciones vacuas, insolentes, impertinentes. El editor de la novela china (de un chinismo chínico, hecho de tintorerías, helados de frutas, películas, novelas pornográficas, etimologías espurias, pero también de las más minuciosas e imprevistas precisiones referenciales) no nos deja que nos den el chino en paz. Hay una alevosía de la imprudencia que en este texto, como si fuera un tapiz siempre emergente, colinda con su propia ruina, como si supiera que su verdadera razón de ser está más allá de la anécdota, de la suspensión de la incredulidad, incluso más allá del placer que le pedimos a un libro para que nos cuide y nos proteja del desgaste de lo cotidiano.
La literatura es aquí una cosa (no un vehículo para otra cosa) despampanante, que no se ata a ningún otro deber (kantiano o weberiano) que no sea el de sostener el insolente edificio de su hueca entonación. Las madres más inmediatas de este texto tan ilegible como sublime habría que buscarlas en las prestigiosas cumbres de nuestra literatura menos leída. Lost in the Museum of Natural History, de Pedro Pietri, un relato perspicazmente interpretado por Juan Carlos Quintero para el último número puertorriqueño de la Revista Iberoamericana, viene rápido a la mente y al oído. Literatura de la pérdida, le llama Juan Carlos al relato de Pietri, y habría que añadir también, literatura de la desmemoria. Porque la historia de la novela china entre Li Yun y Flor de Ciruelo es sobre la amnesia de Li Yun. Atrapado y prisionero en El Reino de las Mujeres, un reino donde el emperador es una mujer vestida de hombre, Li Yun se ha convertido en concubina del emperador y no recuerda a Flor de Ciruelo. La novela es, de muchos modos, tanto sobre la posibilidad de ese recuerdo como sobre la capacidad gestora de ese olvido. El relato de Pietri es sobre una niña perdida en la playa (o en el museo de historia natural, los espacios se desdibujan el uno al otro en la narración) a quien nadie le hace caso. Todos están demasiado entretenidos comiendo junk food. Hasta la propia madre, cuando por fin la niña la re-encuentra, reniega de ella, reduciéndola a una abyección radical. La novela de Acevedo comparte con el relato de Pietri el humor tremendista. La pérdida en ambos casos es tan dolorosa que hay que reírse. Es tan radical que quien pierde no sabe que ha perdido o qué ha perdido. El humor aquí no es otra cosa que la carrera a ciegas de un amor herido, de una memoria ilegible e inservible, incapaz de la nostalgia, del sentimentalismo, perdida en la playa, en el museo, en el palacio del emperador y en el search engine. La literatura, parece decirnos la novela, es también otro hipertexto, paralelo a ése de la computadora, pero es imprescindible que no se confunda uno con el otro. Si no, estaríamos inconsecuentes, meramente perdidos. Si Google acecha la memoria y la pudre, la literatura es el acecho de Google, la venganza del olvido.
Hay en Puerto Rico un modo de ejercicio de lo que podría llamarse la literatura como deporte extremo, cuyo compromiso con la observación sin contemplaciones del entorno es un ejercicio del rebajamiento de la mirada, de la postración de la escritura frente a los pies de San Juan: Francisco Font, Luis Negrón, Eduardo Lalo son ejemplos elocuentes de ese riguroso y ascético ejercicio de observación. Pero lo cómico como agente desordenador puede ser también un índice poderoso de la abyección, un empoderamiento del delirio, de la postración ante la letra misma. Manuel Ramos Otero, Pedro Pietri, José Liboy, Aravind Adyantaya, saltan a la vista como practicantes de una particular especie del vanguardismo negro. Para estos escritores de lo improbable, los tiempos de la memoria rota, del despedazamiento de la inteligencia como guardián del sentido, son una oportunidad para la fiesta de la literatura. Posiblemente, Puerto Rico sea uno de los países más vulgares y artísticos del mundo, donde coinciden y se miran regularmente (a veces en el mismo sujeto) la bastedad y la grandeza. Aquí hay una literatura (y una música, y una plástica y una performance) poderosa y cada vez más saludablemente inclasificable. El escritor ya no es el nerdo de la familia, el que encuentra las piezas del rompecabezas y con sólo mirarlas lo suficiente junta hueco con diente. Para estos escritores, el pasado ya no es lo que era. Porque está perdido, está en cualquier parte; cualquier cromo desleído, cualquier champion enredado en un cable eléctrico es una capa posible, cualquier entrada en el internet es otro hoyo ciego para el ensayo de sus desenfadadas arqueologías. Y en cualquier trastienda de la avenida Esmeralda puede haber una novela china.