La brega de gallos
1. “Contrariedad”
Recuerdo que de chiquito mi hermano Piwi (para entonces simplemente Luisito) llegó a mi casa y como un rey mago obsequió a la familia los primeros discos de la reciente disquera del Partido Socialista Puertorriqueño: Discos Libres. Vista desde hoy, lo que en aquel entonces era una pequeña transacción en el mundo del disco, es pieza de coleccionistas: Roy Brown, Noel Hernández y El Grupo Sonoro experimental del ICAIC, con canciones de Pablo Milanés, Silvio Rodríguez, Noel Nicola y Eduardo Ramos. De ese selecto manjar del patriotismo cultural, uno de los temas que más recuerdo es “Contrariedad”, de Hernández. Quizás sea por su presentación de un San Juan de film noir, con adictos, prostitutas y “turistas con tarjeta de fiar”. En la canción de Hernández deslumbra cierto exotismo de una ciudad oscura a pesar de la luz del día que seducía mi espíritu de joven suburbano junto a la denuncia de la injusticia social. O tal vez su encanto obedezcía a que su guitarra eléctrica recordaba a Jorge “el Malo” Santana, dándome uno de los pocos permisos rockeros que mi nacionalismo hispanista me permitía disfrutar.
Muchos recuerdan más a Hernández por su canción dedicada al Che Guevara, “Guerrillero”, o por “Cinco hermanos presos”. Si bien estas laten en mi memoria, “Contrariedad” es la que me acompaña constantemente durante mis caminatas mañaneras por el Condado. Por años he desistido compartir mis reflexiones del pequeño botón de Puerto Rico que observo en los rostros, la vestimenta, el andar, las mascotas que se cruzan por la Avenida Ashford, entre siete y ocho de la mañana. Y he desistido, porque temo que solo desnude mis prejuicios pequeñoburgueses, de descendiente de hacendados, en vez de descifrar los contornos de cómo en las calles de uno de los barrios más privilegiados del país, cada mañana reconozco que la herencia de la esclavitud prevalece en la división de clases del siglo 21.
Una mañana de enero veo interrumpida la extensión de esa continua contrariedad de más de cinco siglos por una inesperada congestión vehicular. Poco más adelante, comprobé que la policía desviaba el tráfico en la entrada de la Roberto H. Todd y también en la esquina del entonces inoperante Hotel La Concha. La cantidad de policías indicaba que algo estaba pasando. Pensé que habría una protesta, un fuego, una amenaza de bomba (no sé quién me contó que los Comandos Armados para la Liberación habían declarado Condado zona de Guerra para inicios de los setenta) o lo que era lo más probable, la Junta de Control Fiscal. Recordé el tapón de Trump que dejó atrapados a los santurcinos, al sur y al norte de la Baldoriorty, por casi dos horas. ¿Se dan cuenta los poderosos de su deslumbrante performance de temor? Si la continuidad de medio siglo de mendigos, trabajadores, turistas y privilegiados podría apaciguar el asombro de la canción de Hernández, el despliegue policial solo me recordaba la guardia pretoriana con la que se protegían los césares. ¿Por qué temen tanto los más poderosos? ¿Seré yo más feliz por andar libremente por las calles que aquellos que necesitan de matones para cruzarlas?
Al llegar al puente Dos Hermanos, otra barrera de policías me llenó de felicidad, pues como uno de ellos le dijo a otra viandante “estamos aquí para protegerlos”. ¿Para protegernos de quién?, pensé. No vi ningún vehículo anti-explosivos y de haberlos, seguramente tampoco me hubieran dejado transitar. Allí no había ni un protestante. Y no hacía falta, la policía muy bien había hecho el trabajo de provocar molestia entre los conductores por la presencia del casi omnipotente consulado imperial, mejor conocido como La Junta. A fin de cuentas, ellos—los policías— estaban allí defendiendo sus habichuelas: las pensiones y derechos laborales que en huelga de salud habían reclamado un mes antes.
Aún no nos recuperábamos de Irma y de María —hoy tampoco—; aún muchos negocios de la calle no tenían luz y estaban pronto a cerrar definitivamente; la desprestigiada agencia de ayuda federal había secuestrado los hoteles y las líneas aéreas convertido en lujo los vuelos a la isla: el turismo —nuestra principal economía— estaba en detente. Más de la mitad del país estaba sin luz y otra gran parte sin agua; las carreteras destrozadas; comunidades incomunicadas; cientos de negocios cerrados; las filas de la zona se habían desplazado a las agencias de envíos y al aeropuerto; casi la totalidad de semáforos en el país inoperante y dos batallones policiacos para vigilar la reunión de nuestros agentes fiscales, ante el espectro de quién. ¿Del pueblo convocado por los opositores de La Junta? Pero aparte de los pocos caminantes que quedábamos de los huracanes, allí no había nadie, aparte de empleados y policías. Entonces me percaté de mi equivocación. El pueblo estaba allí en su forma más perenne: como espectro. Regresé a mi querida Calle Loíza, “loco de contento”, soñando que escuchaba la consigna “¡Esa deuda es ilegal y no la vamos a pagar!”
2. “La gallera”
“Perdí en la gallera, mi mejor espuela”
–Juan Luis Guerra
Esta mañana la historia se repitió, pero el recuerdo de la canción de Hernández era opacado por la brillante interpretación de “La gallera”, de Juan Luis Guerra, hecha por Juan Pablo Díaz en su nominado álbum musical Fase dos. De los cantantes insurgentes del nuevo siglo, Juan Pablo se destaca, precisamente, por resaltar sus vasos comunicantes con la música caribeña de los setenta y ochenta, especialmente Rubén Blades, Guerra, la nueva trova cubana y la canción protesta. Con solo dos grabaciones, ha logrado asentarse en dos rutas musicales que no fácilmente se comunican: los tambores africanos y la poesía hispanista. Si de algo adolece Díaz en sus dos fases musicales es de eco: aunque mayor que en los setenta, aún es reducido el grupo de artistas que se atreve a explorar y probar diferencias y alcanza éxito dentro de la industria cultural.
Sus letras dejan leer a veces más a Blades, otras a Silvio o Roy Brown, pero con “La gallera” Díaz retoma un discurso que va a “los orígenes” del discurso público en el Caribe. Maravillado ante su esplendor, Manuel Alonso Pacheco se lamentaba que las galleras antecedieran y prevalecieran a la iglesia y el estado en villas y barrios a lo largo de la isla. Como si en “La juega de gallos” (1852), como titulara Ramón F. C. Caballero su aún poco conocida pieza teatral, la clase letrada de Puerto Rico temía perder su afanado porvenir en la apuestas y juegos de azar, como veía que perdían sus jornales, sus “muy queridos” jornaleros.
Y paso frente a lo que fue el Dupont Plaza, cuyo trágico fuego enluteciera la despedida del 1986, electrificado por el lamento del que perdió “mi conuco, mi trabajo; mi mesita de apostar y mi registro electoral; mi piloncito de majar; mi guavaberry y mi puñal; mi casa, mi tierra, mi cielo, mi techo, mi almohada, mi alma y hasta mi morena ¡uuy!” y recuerdo una familia que vendió el apartamento de su madre, porque esta gastaba todo su seguro social en uno de los casinos de la zona. Si la canción de Guerra recoge bien el éxtasis que provocan los juegos de azar me parece un crimen apartar a un ser humano de placer similar; y a la misma vez entiendo al viejo Alonso, como también a Manuel Zeno Gandía, al considerar lo peligroso que es el vicio del juego. El pelotero que más imparables ha conectado en la historia de las Grandes Ligas, Pete Rose, perdió en apuestas su entrada a los Campos Elíseos de la fama y creo que hasta Michael Jordan regresó a la NBA huyéndole a deudas en desafíos menos atléticos. Y escucho a Juan Pablo también cantarle al Poderoso Caballero mientras los patricios de La Junta desayunan en sus suites, quién sabrá si son suites presidenciales. ¿Los intereses de quién defenderán estos cónsules, protegidos por policías y amparados en el concreto del turismo global? ¿Comentarán íntimamente en el Casino aquello sobre lo que públicamente votarán? ¿Arreglarán sus cuentas con los gerentes de los hoteles de las cadenas globales que solidariamente los hospedan? No quiero ser tan mal pensado como creo que sería Juan del Salto. El Casino es suficiente. Estos señores y estas señoras no tienen por qué apostar; como la Kelleher, sus jugosos salarios nos aseguran su objetividad fiscal. Los dueños de hoteles y casinos, también parece que tienen las apuestas ganas.
3. “¿A quién tú le vas?”
Yo tenía un gallo espuelérico
para echárselo al de Américo
–Mon Rivera
Cuenta José Luis Torregrosa que el programa de la primera transmisión de la radio pública en Puerto Rico, en abril de 1915, terminaba con la transmisión de la pelea por el título de peso completo entre Jack Jonhson y Jess Willard. En 1910, Jonhson se había convertido en el primer afroamericano en coronarse campeón de peso completo y por asuntos legales relacionados al racismo, la pelea se celebraba en La Habana, ante 25,000 espectadores. Según Torregrosa, esa primera transmisión comenzó con la interpretación en piano de la danza “La borinqueña” y siguió con la transmisión de otras piezas musicales. Imagino que la transmisión en vivo, de un evento celebrado en La Habana, sería motivo de celebración para una burguesía que un siglo antes soñaba con la llegada de los barcos al puerto de la capital, como asegura Alejandro Tapia y Rivera en sus Memorias. Imagino también a escasos radioescuchas en la capital, atentos por 26 rounds al desenlace pugilístico. ¿A quién tú le vas?, seguramente auscultaban reiteradamente los apostadores, durante la casi hora y media que duró el combate entre el Gigante de Galveston y quien se convertiría en La Esperanza Blanca.
Poco menos de un año después, Johnson confesó haber vendido la pelea a cambio de $50,000 y del permiso para regresar a Estados Unidos. Aseguraba que alargó la pelea por dieciséis capítulos antes de caer por knockout, en espera le dieran el dinero a su esposa, sentada en la primera fila. A fin de cuentas, aún hoy en el boxeo los rivales, como los caballos en el hipódromo, se miden por las apuestas. ¿Cómo los medirían esos pioneros de la radiofonía nacional? Sospecho que sus preferencias se dividían entre sus intereses y sus prejuicios.
“¡Contrariedad! ¡Qué contrariedad!” me grita Hernández al oído, hastiado de lo que le parece insoportable, mientras me asegura que “el billetero en el mismo sitio, la lista [me] quiere mostrar”. ¿Qué diferencia hay entre la Bolsa y la Gallera? ¿El casino y la lotería electrónica? ¿el hipódromo y el béisbol? Todo, en el fondo, me parece igual: deudas que producen ganancias enormes a otros, la única diferencia es que mientras se condena a uno, el otro se “viste de lino” —no de franela—: el protagonista de la obra de Caballero solucionó en los salones del Casino las deudas adquiridas en la vil gallera.
¿O no?
4. “Y de noche mi corazón te nombra”
Como “triste maldición” llamó Silvia Rexach la imagen de su hermano “vagando entre las sombras”, cuyo cuerpo halló muerto frente a su casa. Como espectro entre esas sombras, como el recuerdo de lo que ya no puede ser, el pueblo sufrido, dormido, gozoso, rimbombante, delincuente, luchador y no sé con cuántos sobrenombres más navega por discursos, canciones, convocatorias, noticias y discusiones. Unas veces se levanta como si respondiera al llamado del himno de Lola Rodríguez de Tió; otras baila al ritmo que le tocan y los fines de semana se embriaga en fiestas, bares, centros comerciales, ríos, playas e iglesias de la preferencia de cada cual.
¿Qué habremos perdido en la gallera que esperamos ganar en la lotería electrónica? Se me escapa un nosotros, como otro imaginado sujeto, porque —tal vez como Silvia—desee o reclame mi filialidad con el “rastro de nostalgia que ha dejado un amor ya fracasado” el caso es que no son gallos los que están el ruedo, y —tú, sabes— cada uno tira pa su lao, pero a veces si nos acompañamos es menos penoso el camino; así que a ¿quién tú le vas? o a qué tú apuestas es mucho más que estar sentado frente el médium espiritista.
Es difícil creer en un “pueblo que es soberano” y “que da la vida por meterle un trombón a un tirano”. Y no sólo porque “al muchacho de la esquina”, al que le cantaba Rubén Blades, “lo sacaron de la esquina a tiros” como asegura José Raúl González, alias Gallego. Y no solo por la violencia se está yendo mucha gente. Sea como espectro, mercado de consumo o instrumento electoral decepciona “un pueblo” que por medio siglo ha elegido a los mismos que han hecho del gobierno su modus vivendi; ¿será porque en la política valen más lo favores que la justicia y la sana administración? Esa era la queja mayor del viejo Alonso en su segundo Gíbaro, en 1882. ¿Tendrá algo que ver con las diferencias de clase que veo en mis caminatas por la Ashford?