La corrupción: problema de raíces más profundas
Pueden existir multiplicidad de sistemas políticos que se jacten de ser democráticos porque celebran elecciones regulares o existe cierto grado de respeto a los derechos ciudadanos; pero no existirá una genuina democracia si no existen mecanismos diversos de interacción ciudadana que permitan a la población gestar esa voluntad colectiva, controlar su fiel ejecución y fiscalizar la sana administración de los recursos en función del bien colectivo. Solo allí donde la ciudadanía retiene en todo momento el poder de determinar su destino colectivo, estaremos ante una verdadera democracia.
A ese poder de la población de controlar democráticamente los destinos de su comunidad se refiere el concepto de la soberanía ciudadana. En una verdadera democracia solo la voluntad libremente consensuada de la ciudadanía puede ser reconocida como fuente de autoridad, pues se trata, en última instancia, de la sociedad ejerciendo poder sobre sí misma. Eugenio María de Hostos define la soberanía como el poder indiviso de que hace uso la sociedad como expresión suprema de su voluntad colectiva. Para Hostos, esa soberanía ciudadana es una fuerza dispositiva, superior a toda otra, en cuanto opuesta o contrapuesta a cualquiera otra función del poder, a cualquier suma de poder.
De tal modo, cuando analizamos el concepto de soberanía a la luz del pensamiento hostosiano, nos referimos al derecho compartido que tienen los miembros de una comunidad políticamente constituida de que toda acción que sea promovida por el sistema político, responda exclusivamente a esa voluntad consensuada del pueblo. Para Hostos, la soberanía se refiere a un concepto primario, más fundamental, abarcador y de rango superior al concepto del ejercicio del poder político, y que constituye la base en que se funda el régimen de representación y delegación. En la medida en que la soberanía es la única génesis legítima de todo ejercicio del poder político en una democracia y no al contrario; cualquier autoridad sobre la sociedad que se pretenda ejercer de forma independiente de esa voluntad colectiva, sería por definición una usurpación, y, por tanto, un ejercicio corrompido del poder. A tenor con el concepto hostosiano, compartimos el planteamiento de Dussel[1] respecto de que la verdadera definición de corrupción sería cualquier y todo tipo de autoridad que sea ejercida sobre una sociedad, de forma tal en que se socave el principio de soberanía popular. Todo pretendido ejercicio de autoridad sobre una comunidad que no emane de la soberanía ciudadana será anti-democrático, y por tanto, constituirá un poder de dominación, pero no un ejercicio de soberanía.
Así entendida la corrupción, como toda manifestación de un ejercicio de poder sobre una sociedad que tenga su origen en una negación o divorcio del principio del ejercicio democrático del gobierno por parte de los propios afectados, podemos entonces entender que todas las conductas que comúnmente identificamos como corrupción (robos, sobornos, padrinazgos, clientelismo, nepotismo, aprovechamientos indebidos, etc.), en realidad no son mas que manifestaciones superficiales de un problema de fondo mas complejo, que es la corrosión de las bases y principios de la democracia. El nivel de corrupción en un país (y sus diversas manifestaciones), debemos esperar entonces que sea inversamente proporcional al grado de verdadero apego social al principio de la soberanía ciudadana. De tal modo, a mayor grado de genuina, efectiva y abarcadora soberanía popular, menos corrupción hallaremos; y a mayor grado de desconexión o distanciamiento de entre aquellos que gobiernan una sociedad con respecto de la voluntad popular, habrá mayor corrupción en la misma. En la medida en que la soberanía ciudadana como fuente de poder social es indivisible e intransferible, como nos recuerda Hostos, todo poder que se pretenda ejerza de espaldas a, o por encima de, esa voluntad popular, constituirá una usurpación ilegítima de la autoridad del pueblo por parte de los gobernantes. Y es que, en una verdadera democracia, lo que se le delega a los políticos de turno son meras responsabilidades de actuar conforme a los dictámenes de la ciudadanía, pero nunca se le transfieren facultades decisionales propias o autónomas, pues la soberanía solo puede recaer en el colectivo. Aceptar una delegación de responsabilidades para obrar por el bien colectivo de una comunidad, para luego pretender desconocer la autoridad de quien nos delega esas responsabilidades, no es otra cosa que un acto corrupto de traición por abuso de la confianza.
Así, toda acción por parte de quienes ostentan poder político dirigida a dividir, entorpecer, restringir, manipular o remplazar la capacidad de la ciudadanía de generar consensos para crear esa voluntad colectiva; o dirigida a controlar cómo se ejercita o a impedir que los ciudadanos puedan asegurar que se dirige para propósitos del bien común, serán prácticas corruptas. Ello, aún cuando no impliquen directamente el aprovechamiento ilícito de fondos públicos. Por ejemplo, cuando el país vota en referendo para eliminar una de las cámaras legislativas y los gobernantes le ignoran; eso es corrupción. Cuando a los funcionarios públicos, incluyendo a los jueces, se les nombra en función de su lealtad a un determinado partido político, eso es corrupción. Cuando se toman sin consultar al pueblo decisiones sobre aspectos fundamentales de su vida como por ejemplo reformas laborales, reformas a las pensiones o el pago de la deuda sin auditoría previa, eso es corrupción. Todo ello sería corrupción, aunque nadie se robe un solo centavo; pues se está robando al pueblo la facultad fundamental de ser el arquitecto de su propio destino.
Si coincidimos con lo anterior, entonces podemos identificar dos elementos principales que sirven de caldo de cultivo al mal de la corrupción. Por parte de la clase política, el nivel de corrupción correrá paralela al grado de menosprecio de la clase gobernante con respecto de su pueblo; pretendiendo convertir la democracia en un gobierno de los gobernantes, por los gobernantes y para los gobernantes. El contenido del “chat” privado entre Ricardo Rosselló y sus amigos que salió a la luz pública recientemente, probablemente sea el mejor ejemplo de ese paralelismo entre la corrupción y el tener una mentalidad de evidente desprecio hacia el pueblo en general. Decididamente los políticos que más desprecien al pueblo serán más propensos a distanciarse de la voluntad popular, pretendiendo ejercer un poder auto-referenciado en abstracción de la misma. Y quien desprecia al pueblo, quien no lo respeta, de esa misma manera se justifica a sí mismo cuando le miente, le oprime o le roba, o se alinea con intereses especiales adversos al bienestar colectivo. El infame “chat” de Rosselló y la manada azul de varones blanquitos adinerados, también nos brinda un ejemplo sumamente gráfico de ello.
En segundo lugar, pero también relacionado a la anterior, tenemos la falta de conciencia ciudadana del propio pueblo como otro elemento que promueve la corrupción. Cuando una población se desentiende de las responsabilidades políticas que le corresponden como colectivo, cuando deja de participar activa y continuamente en los procesos relacionados a tomar control de su propia existencia y se conforma con ir a votar cada 4 años, cuando renuncia a asumir la responsabilidad de autogobernarse, cuando se consume en luchas fratricidas y actúa en función de fanatismos irracionales, o cuando se comporta como si el voto constituyera una delegación irrevocable de autoridad y facultades (y no meramente de responsabilidades revocables) a los gobernantes electos; esa comunidad atenta contra su propia potencialidad de ejercer su poder soberano, abriéndole paso a la corrupción. Mientras más políticamente activo permanezca un pueblo cultivando espacios de conversación e interacción ciudadana a todos los niveles y mientras más control colectivo se guarde sobre cómo se moverán las riendas de su destino a tenor con el principio de la búsqueda del bien común; menos posibilidades de que esa sociedad enferme de corrupción.
Ahora bien, tenemos que reconocer que esa voluntad colectiva no es ni puede ser una mera sumatoria de intereses individuales que se neutralicen unos a otros; sino que se trata de una voluntad distinta, la cual solo puede gestarse con plena potencialidad si media un alto grado de empatía y solidaridad social de esas voluntades individuales. Por eso, la necesidad de contar con variados mecanismos institucionales de participación directa, continua, efectiva y racional por parte de los miembros de esa colectividad sobre las diversas determinaciones que deben ser efectuadas respecto de qué, cuándo y cómo hacer todo aquello que resulte necesario y conveniente para viabilizar, mantener y reproducir la vida en beneficio común; para evitar la corrupción y mantener la pureza de la democracia. Mientras más educada, mejor informada, más organizada a distintos niveles y tipos de asociaciones, más entrenada y experimentada en el ejercicio de prácticas participativas, y a mayor capacidad de diálogo, tolerancia y de desprendimiento con respecto de sus intereses particulares en pos del bienestar colectivo (de madurez política); más fuerte será la democracia y menos ambiente habrá para la corrupción. De otra parte, cuando sucumbimos a la apatía, o cuando participamos en la vida política desde el hermetismo de nuestras particulares trincheras partidistas dejándonos manipular por los políticos profesionales y asumimos a los otros como adversarios, cuando practicamos una política basada en la promoción de intereses individuales sin consideración por el bien común; lo que realmente hacemos es cooperar con el debilitamiento de la soberanía popular, y nos convertimos en cómplices inconscientes de la corrupción.
Finalmente, si la soberanía consiste del conjunto de facultades (potencialidades) del que gozan colectivamente las personas que componen una comunidad política para dirigir los rumbos de su vida en común; resulta evidente que el ejercicio de soberanía es incompatible con el concepto de “poder de dominación”, tanto en cuanto a su dimensión interna por miembros de la misma comunidad, como en cuanto al sometimiento a fuerzas externas. Desde la perspectiva externa, la soberanía se opone a cualquier tipo de control foráneo sobre las determinaciones que afectarán a los miembros de la comunidad. En la medida en que un colectivo constituido como unidad política entre sus participantes esté sujeto a la dominación de poderes ajenos a éstos, el colectivo carecerá de soberanía, pues pierde capacidad para tomar sus propias determinaciones (capacidad de auto-determinarse), y para implantarlas de las formas y maneras que entienda procedentes y correctas en beneficio colectivo de los miembros de esa propia comunidad (capacidad de auto-gestarse). De tal modo, un pueblo sometido al yugo colonial no puede aspirar a acabar con la corrupción, pues el colonialismo constituye inherentemente una negación de la democracia.
En síntesis, no podemos hablar de soberanía ciudadana cuando el poder de gobernar los destinos de una comunidad es acaparado por ciertos sectores particulares dentro de la misma que se abrogan la facultad para, en presunto nombre de la comunidad, tomar ellos las determinaciones que afectarán los destinos colectivos y disponer a voluntad; pero mucho menos en contextos en que ese poder sobre la sociedad es ejercido por agentes foráneos. Ambas circunstancias constituyen prácticas que derrotan el potencial de ejercicio de soberanía ciudadana, subvierten la democracia, y sirven de caldo de cultivo para todo tipo de manifestaciones de la corrupción.
En tanto y en cuanto la lucha para erradicar la corrupción requiere fortalecer la soberanía ciudadana liberándola de todo tipo de poder de dominación interna o externa; tenemos entonces que la capacidad de un pueblo de luchar contra la corrupción requerirá de la creación y fortalecimiento de mecanismos de educada participación democrática directa y continua por la ciudadanía. (Para los amigos y amigas cooperativistas, pudiéramos sintetizarlo en los principios cooperativos de control democrático por los socios y el de autonomía e independencia de las cooperativas.) Independencia y democracia, como condiciones indispensables y consustanciales al ejercicio de la soberanía popular, serán por tanto, requisitos necesarios para poder combatir la corrupción desde sus raíces.
Construyamos un país verdaderamente democrático, libre de dominación externa y libre de usurpación del poder por los políticos del patio, donde una ciudadanía madura y consciente se mantenga participando y determinando por sí su propio destino; y tendremos entonces la posibilidad de verdaderamente empezar a erradicar de raíz el mal de la corrupción. Será un camino complejo que nos requerirá el desarrollo de nuevas formas de hacer una política participativa; así como el construir nuevas maneras de relacionarnos entre nosotros menos adversativas que fortalezcan los vínculos comunitarios sobre paradigmas inclusivos solidarios. No obstante, no se trata de agendas ilusorias. Literalmente, la escritura ya está en la pared. La tragedia del huracán María despertó sentimientos de empatía social, de colaboración comunitaria y de reafirmación de las capacidades propias que creíamos perdidos. La tragedia del desgobierno de Ricardo Rosselló nos está confirmando que en efecto el poder reside en la ciudadanía, y que la fuerza del pueblo es imparable cuando trasciende la pequeñez de los intereses individualistas y se ejerce con vocación de unidad y propósito colectivo. La ruta está trazada, continuemos adelante.
[1] Nos referimos a las 20 tesis de política de del filósofo Enrique Dussel.