La epifanía de los EEUU el pasado 6 de enero

El convencimiento de los líderes de los grupos que asistieron, con variados niveles de coordinación al ataque al Capitolio, de que comenzaban una revolución que restauraría a Trump en la presidencia, resultaron desconcertantes, no por dicho convencimiento, sino por la mezcla de ingenuidad y fantaseoso propósito en el aspecto táctico de la operación.
En primer lugar: la mayoría de verdad pensaba que varios cientos de manifestantes con bastones, palos de hockey, armas blancas y hasta muletas, lograrían derrotar el autodenominado aparato militar más poderoso del planeta. ¿De verdad creyeron que las guardias nacionales estatales, los equipos de SWAT del FBI, ATF, Servicio Secreto, Homeland Security y la policía capitalina no reaccionarían ni serían capaces de arrasar con los varios cientos de protestantes sin ningún adiestramiento militar o policial? ¿En serio?
A pesar que el liderato de las milicias y otros grupos paramilitares durante décadas supuestamente coordinaban ataques (aunque a la hora de la verdad enviaban a los más incautos y se quedaban resguardados en sus fincas y cuarteles), ¿de verdad creían que con el apoyo de los trumpistas dentro de las fuerzas armadas, los policías abiertamente racistas y los congresistas conservadores podrían declarar la «Segunda República» bajo Trump en respuesta al grito de guerra «1776» de muchos de los manifestantes? Nuevamente, ¿en serio?
Segundo: ¿Confundieron los manifestantes el silencio de la mayoría de los Republicanos del Congreso con un solapado contubernio para rechazar el resultado de las elecciones y declarar a Trump ganador de la contienda sin reacción alguna de parte de los Demócratas que constituyen mayoría electa en el Congreso? ¿Acaso su infatuación con las armas, los juegos electrónicos, los Avengers y las demás películas protagonizadas por Navy Seals, Green Berets, Bruce Willis, Mel Gibson y Gerard Butler, les hizo «pensar» que derrocarían el «Sistema» corrompido por Demócratas satanistas, comunistas, traficantes de niños, ungidos por Dios y su segundo hijo predilecto, Donald J. Trump? De hecho, ¿hubiesen los Republicanos aceptado el golpe de estado y la reinstalación de Trump en la presidencia sin unirse a los Demócratas para detenenerlo?
Tercero: La polarización entre los que respaldan (adulan y adoran) a Trump (nótese la sentencia sumaria contra Pence y otros Republicanos que no apoyaron el reclamo de que las elecciones le fueron robadas), y el resto del partido ha resultado en un abandono de la rivalidad tradicional entre Republicanos y Demócratas, liberales y conservadores e, incluso, izquierda y derecha, para convertirse en una lucha entre «el bien y el mal» (implícito «el bien» representado por el ex presidente dato el respaldo de evangelismo conservador y fundamentalista), en una especie de cruzada entre el Reino de Trump contra sus enemigos internos y externos.
Los nuevos revolucionarios estadounidenses tienen una clara visión de que su enemigo es el «Sistema» que crea la desigualdad, la pobreza y la desesperanza. Sin embargo, sufren la asombrosa ceguera de pensar que sus enemigos de clase (las élites) no son los multimillonarios y billonarios de Wall Street que apoyan de Trump, sino los millonarios y billonarios que rechazan a Trump y pretenden negarle su continuidad en la Casa Blanca y el poder.
Trump es ese cruce entre profeta, según Q-Anon, agente secreto, y soldado de la Confederación, que tiene la convicción y el poder de devolver a las minorías a «su lugar», de impedir la entrada de inmigrantes no-blancas, de fortalecer un estado militarizado que pueda revertir el resultado de las elecciones que no lo revaliden, a pesar del rechazo del Pentágono a sus sueños de Imperator à la Julio César. Curiosamente, las recientes protestas anti-Putin, evidencian la naturaleza del sistema a que aspira Trump y sus lugartenientes más cercanos: un estado totalitario, armado hasta los dientes, capaz de envenenar y asesinar a sus adversarios sin repercusiones y que manipula las elecciones para salir reelecto con una abrumadora mayoría, quinquenio tras quinquenio. La admiración y deferencia de Trump hacia Putin resulta cada vez más comprensible.
Cuarto: la polarización mediática con sus simplistas lecciones para mentes descomplicadas hace casi imposible que, sobre todo aunque no exclusivamente, el sector de derecha sea incapaz de recibir, analizar y entender cualquier mensaje que no sea el de su propio bando. Los desaciertos de las teorías de conspiración de Q-Anon y sus profecías no realizadas son sometidos a nuevas interpretaciones de una crédula e irreflexiva interpretación simbólica. La proliferación y afianzamiento de epítetos mediatizados tales como «comunistas», «pedófilos» y «liberales», como equivalentes a traficantes de mentiras e inmoralidades, cierra las puertas a cualquier visión fuera de la asumida con la fuerza de las armas, impide escuchar cualquier planteamiento que no sea el de la «tribu», cancela cualquier intento de definir «la realidad», «los datos» o una sola «verdad». Por lo tanto, si resulta imposible ponerse de acuerdo sobre una serie de datos y acontecimientos como «la realidad» o «la verdad», entonces no hay punto de partida para un diálogo.
Quinto: Como estrella de uno de los “reality shows” más exitosos de los EEUU, Trump convenció a millones de televidentes votantes, que su despiadada actitud de despedir (You are fired!) a quienes no daban el grado, le permitiría hacer lo propio con las élites, sobre todo los Demócratas, que han estado engañando a los asalariados con promesas de una igualdad de oportunidades y justicia social que se materializan cada vez menos. Tras la unción divina de múltiples evangelistas, cuyas arcas se multiplicaban a medida que más lo apoyaban desde el púlpito, tanto él como sus seguidores se convencieron de que en realidad, Dios lo había puesto en la presidencia para salvar la nación y el mundo.
El aval de la “aplastante” mayoría de 306 electores estatales que lo eligieron, le concedió una patente de corso para atacar a China y México, dos taimados usurpadores de empleos (el hecho de que son empresas estadounidenses las que mudan sus operaciones a esos países para aumentar sus ganancias no viene al caso) así como los depredadores internos liberales y de esta forma, cumplir la promesa de salvar el país y devolverlo a su antigua gloria: Make America Great Again!
La selección de su gabinete revela la duplicidad de su discurso de “vaciar al pantano” de oscuros intereses y corrupción. Además del vicepresidente Pence, vinculado a los petroleros hermanos Koch, llaman la atención el judío (mencionada su religión dado el antisemitismo de su base electoral) Steven Mnuchin y Stephen Bannon, ambos ex directivos de Goldman Sachs a cargo del Tesoro y la campaña de la elección del 2016, respectivamente; el CEO de Exxon Rex Tillerson, condecorado por Rusia por sus acuerdos petroleros con dicho país, como secretario de estado; los multimillonarios Betsy de Vos para Educación y Wilber Ross para Comercio; William Barr exdirectivo de ATT y Verizon como secretario de justicia; los ex cabilderos Rick Perry de Sunoco y Mike Esper de Rytheon para para los departamentos de Energía y Defensa, respectivamente; los ex directivos de asociaciones de petroleros Ryan Zinke y David Bernhardt para la secretaría de lo Interior; la CEO de la empresa de transportación marítima Foremost Group y esposa Mitch McConnell, presidente del Senado, Elaine Chao para secretaria de Transportación; el asesor de múltiples empresas petroleras y carboneras Andrew Wheeler para la Administración de Protección del Ambiente; el ex directivo de ocho empresas agropecuarias Sonny Perdue para secretario de agricultura; y el ex directivo de empresas aeroespaciales, vinculado a los hermanos Koch, Mike Pompeo para secretario de estado. Y, claro, sería imperdonable no mencionar a su multimillonario yerno Jared Kushner y su esposa Ivanka Trump, ambos judíos, como asesores at large, desde el G7 hasta China, desde Israel hasta la Arabia Saudí.
El ataque al Capitolio de Washington, DC, el pasado 6 de enero, es el destilado de un resentimiento de clase, que ha sido astuta y nefastamente enmascarado con un resentimiento de raza desde hace más de dos siglos. Donald Trump, con inigualable perversidad logró convencer a los blancos pobres y a los sectores más racistas de la nación, de que su originaria supremacía blanca se encuentra amenazada por negros, inmigrantes no-blancos y liberales que atentan contra los más conservadores preceptos del fundamentalismo evangélico y el sistema de libre empresa, que solo él, blanco, alto, de ojos azules, lo suficientemente rico para no deberse a las élites acaudaladas, es capaz de detener el asalto de ese mestizaje a su pureza de raza y devolver a los EEUU a su antigua gloria protagonizada por sus fundadores, terratenientes, conservadores, propietarios de esclavos y cristianos fieles a las escrituras, sobre todo las del Viejo Testamento.
El pasado Día de la Epifanía, Trump se convirtió en la personificación de Pandora, la primera mujer en la mitología griega que los dioses adornaron de recursos y cavilaciones que la convirtiera en un “bello mal” (incluyendo las mentiras, la seducción y un carácter inconstante), y que abrió un ánfora (no una caja) que contenía todos los yerros de los dioses mismos, liberando las desgracias que desde entonces le han acaecido a la humanidad. [El carácter misógino de dicha personificación no debe extrañar como tampoco cuánto se parece a las características que “distinguen” al pasado presidente.]
Cuando Trump incitó a sus seguidores a ser fuertes y a avanzar al Capitolio para impedir “perder la nación” (“if you don’t fight like hell you’re not going to have a country anymore.”) liberó los demonios que se hallaban presos en la urna de los lentos pero inexorables procesos por convertir a los EEUU en una sociedad verdaderamente diversa, equitativa y democrática. La antítesis de “los mejores ángeles de nuestra naturaleza” que clamó Abraham Lincoln definían la nación, o sea, sus peores demonios, liberados por su amo y señor, atravesaron el país, convencidos de haber sido ungidos por el único y verdadero (blanco, cristiano y vengativo) Dios creador del cristianismo bajo los cielos y sobre la tierra, y se abalanzaron sobre un Capitolio que, paradójicamente, de representar la democracia estadounidense por todo el mundo, se había convertido en un nido de satanistas que le estaban tratando de arrebatar el poder a quien Dios mismo se lo había conferido.
El 6 de enero resultó ser una postergada epifanía para los Estados Unidos. Al grito de “1776” y ondeando la bandera confederada y las otros símbolos patrios cubiertos con imágenes del incuestionable supremo líder, que durante los pasados cuatro años ha intentado rescatar la nación del precipicio de la maldad izquierdista, feminizada, obscena, pederasta y diabólica, al igual que Gedeón, Josué y David en el Viejo Testamento, sus huestes Q-Anonizadas, Proud-boyzadas, Three-percentageizadas, Oath-keepersiadas y Boogaloo-boyzadas, estuvieron dispuestas a defender con las armas el símbolo y bastión de la democracia estadounidense para destruir a sus enemigos internos y externos, sean Demócratas, inmigrantes, o judíos y restituir a Trump como legítimo hijo, ejemplo y defensor del Dios verdadero en la tierra.
El fracaso del 6 de enero, al igual que la batalla de Bunker Hill, el 17 de junio de 1776, se convirtió en el punto de partida de una revolución aún por triunfar en los Estados cada vez más Desunidos de América.