La falacia del racismo de ambos lados y el desafío de James Baldwin
In this country American means white. Everybody else has to hyphenate.
–Toni Morrison
“Police response to protests in Baltimore and Ferguson, Missouri, said that the government constantly sends messages that Black people are ‘really not a part of the body politic.’ When it comes to protests against police brutality, the message that Black people are not afforded the same liberties and protections applies to any protester – regardless of their race – marching alongside them, she said… “It’s never just about the violence of that moment […] It is about the longer story of racialized violence and American policing.”
–Monica Bell, Yale Law and Sociology Faculty

Margaret Scott
Leyendo un artículo sobre la diferencia en cómo la policía trata a los manifestantes blancos y negros, encontré el pasaje de una socióloga de la Universidad de Yale que incluyo a manera de epígrafe, que arroja luz sobre el problema-raíz, y que por pudor, sensibilidad y deferencia a nuestros “hermanos no-blancos”, muchos de nosotros no repetimos:
Los afro-estadounidenses no tienen patria, son ciudadanos de tercera clase (por debajo de los blancos pobres e incluso los hispanos), no diferentes de los «intocables» de la India o los africanos negros de Sudáfrica bajo el Apartheid. En otras palabras, no son «americanos» en el sentido que los estadounidenses se consideran «americanos» como ilustra Toni Morrison en su cita que también incluyo como epígrafe.
El prefijo «afro-» del semi-gentilicio «afroestadounidenses» los coloca en una subcategoría que los distingue y distancia de los «verdaderos americanos». No importa cuánto se eduquen, en cuántas guerras participen en contra de otros no-blancos, incluso no importa cuánto dinero acumulen, no dejan de ser «negros», así, con la supuesta connotación negativa que en Puerto Rico sustituimos con eufemismos confeccionados para «no hacer sentir mal » tales como «negrito», «morenito», ‘indio» y hasta «de color» que, paradójicamente se ha convertido en la forma más políticamente correcta de referirse a los no-blancos en los EEUU. Si decirle a alguien “negro” le ofende, colegimos en el Puerto Rico donde “no existe el racismo”, entonces se reconoce que dicho “sobre-nombre” es un insulto. Lo negro es malo, indeseable, maligno.
Soy mulato de nación, como dicen en el campo. Esto me cerró muchas puertas aquí y en el norte (curiosamente no en Canadá), pero nunca he sentido que no soy puertorriqueño. Se me ha intentado hacer sentir que «no pertenezco» en familias de cónyuges, grupos profesionales, entornos de trabajo, clubes privados y hasta en áreas residenciales, sin que nadie se haya atrevido nunca a decírmelo en la cara. Así que puedo decir que he sido víctima de una especie de «racismo light».
Lo califico “light” porque nunca he sentido el racismo violento verbal de decirme «n*gger» (bueno una vez, un cura en escuela superior, pero no deja de ser una sola vez), o el físico de no permitirme entrar en un establecimiento o que me hayan amenazado con armas o mi vida corriese peligro cada vez que un policía me ha detenido mientras conduzco. Desde mi perspectiva «light» no puedo decir que he sentido ese pavor, ni he tenido que darle a mis hijos «la charla» (the talk) al efecto de que los padres de algunos amiguitos no quieren que los visiten, que no se enamoren de alguien blanco en ciertos vecindarios o que si un policía los detiene mantengan las manos sobre el volante, asuman un tono de voz sumiso y hagan todo lo que el policía les ordene para que no pierdan la vida de un tiro. No sé cómo se siente eso, menos aún cómo que se debe sentir eso 365 días al año de toda una vida como lo han sentido sus ancestros y familiares durante cuatro siglos.
La educación privada que mi padre negro y estadista, y mi madre blanca y trabajadora, me procuraron y que me permitió hacer estudios universitarios y graduados, en cierta medida me inoculó contra el racismo descarnado que sufren incluso muchos de mis compatriotas que no tienen el lujo de ser mulatos, «trigueñitos» o «indios».
Así que aunque reconozco que aunque me incomoda la hostilidad de los afroestadounidenses cuando viajo al norte, sobre todo porque no soy blanco y mi «latinidad» no me exime por completo de los sutiles o abiertos racismos de allá, tengo que ser capaz de ponerme figurativamente en sus zapatos y entender que no pertenecer en ningún sitio, ni en el país que me vio nacer, ni donde quiera que vaya, cada vez más, precisamente por provenir de ese país (sin ser blanco), tiene que ser una de las angustias existenciales más devastadoras, comparables tal vez solamente con las de los indo-americanos en su propio país, las de los «intocables» en la India y, seguramente, muchas otras que no me vienen a la mente.
Así que cuando alguien me dice o escribe que hay racismo de ambos lados, que los negros discriminan contra nosotros incluso más que contra los mismos blancos, que “no tenemos la culpa de no ser negros”, tengo que armarme de paciencia para intentar entender ese supuesto racismo de los negros y esa exasperada «indignación» de quienes argumentan que ambos racismos son iguales.
Ante el aparentemente insuperable discrimen racial en la era de Trump, no puedo dejar de pensar en James Baldwin quien, dejó dos memorables diagnósticos sobre ser negro en los EEUU y de su amor por esa patria que no le reconoció como un igual. Dijo Baldwin: “Ser un Negro en este país y tener una relativa consciencia ese vivir en un estado de rabia casi todo el tiempo”.
A la vez, y en un ejercicio de la casi incomprensible esperanza que profesaban Martin Luther King y Nelson Mandela, y que Barack Obama convirtió en eslogan de campaña y propósito de su presidencia, Baldwin fue capaz de añadir: “Nunca habrá un momento en el futuro en el que alcanzaremos nuestra salvación. El desafío reside en el momento; el momento es siempre ahora”.