La Historia y la verdad más verdadera
El otro día escuché decir que “la historia es un cuento con notas al calce”, de la boca inocente de una estudiante de maestría en historia. De esa manera, no sólo se cuestionaba la razón de ser de la disciplina, sino también su empaque externo. Luego, en frío, se me ocurrió que, de ser cierta su conclusión, habría que cambiar el nombre de la revista de nuestro Departamento de Historia, es decir, en vez de Historia y Sociedad, se llamaría Cuento y Sociedad. Y si la historia es un género literario, ¿deben los historiadores cerrar el kiosco y emigrar a los departamentos de Estudios Hispánicos y de Literatura Comparada? ¿Viven del cuento los historiadores? Y, sobre todo, si la historia es un cuento, la vida ¿también es un cuento?
Las palabras de la estudiante no eran un rayo en cielo sereno, pues meses antes un colega historiador concluyó en una charla que “el cine es la verdad y la historia es la mentira”. El amigo nunca explicó por qué y cómo llegó a esa estremecedora conclusión. Pero si estiramos su premisa, entonces todas las películas son buenas y todas las historias son malas, inferencia que nadie se atreve a cantar en público.
Ahora bien, menciono los fogonazos de estudiante y profesor contra la historia, pero desde la historia, como muestras de la crisis de identidad de la historia en el ánimo de algunos practicantes que diluyen la disciplina en un mar de letras y, sobre todo, borran la identidad de la misma literatura que, por suerte, es muy distinta al producto de los historiadores. Y, de paso, ponen en entredicho las verdades de los historiadores.
De albahaca, hierbabuena y polvillos dorados …No hay por qué seguir dependiendo de las páginas de la historia, esa astuta cocinera que siempre nos da gato por liebre.Antonio Benítez Rojo
Es una de las conclusiones de Antonio Benítez Rojo en su libro La isla que se repite. Para ilustrar esa ironía burlona veamos su versión del desenlace de la crisis de los cohetes, centrada en Cuba en 1962, que he citado en el contexto de otro trabajo publicado recientemente en este mismo espacio Recordemos que por unos días pareció inevitable el choque militar entre la Unión Soviética y los Estados Unidos por razón del establecimiento en Cuba de bases de cohetes soviéticos capaces de portar cargas nucleares, apuntadas hacia los norteamericanos.
La visión emotiva e intuitiva de Benítez Rojo dice así:
Puedo aislar con pasmosa exactitud… el momento en que arribé a la edad de la razón. Fue una hermosísima tarde de octubre, hace años, cuando parecía inminente la atomización del meta-archipiélago bajo los desolados paraguas de la catástrofe nuclear. Los niños de La Habana, al menos los de mi barrio, habían sido evacuados, y un grave silencio cayó sobre las calles y el mar. Mientras la burocracia estatal buscaba noticias de onda corta y el ejército se atrincheraba inflamado por los discursos patrióticos y los comunicados oficiales, dos negras viejas pasaron ‘de cierta manera’. Sólo diré que había un polvillo dorado y antiguo entre sus piernas nudosas, un olor a albahaca y hierbabuena en sus vestidos, una sabiduría simbólica, un ritual en sus gestos y en sus chachareos. Entonces supe de golpe que no ocurriría el apocalipsis.1
¿Sobre qué descansa esa mágica conclusión? Según Benítez Rojo “…el Caribe no es un mundo apocalíptico. La noción del apocalipsis no ocupa un espacio importante de su cultura. Las opciones de crimen y castigo, de todo o nada, de patria o muerte, de a favor o en contra, de querer es poder, de honor o sangre, tienen poco que ver con la cultura del Caribe; se trata de proposiciones ideológicas articuladas en Europa que el Caribe sólo comparte en términos declamatorios”.2
De acuerdo al escritor cubano, la crisis de los cohetes no la ganaron los jefes de estado envueltos en el embrollo sino “la cultura del Caribe”. Y en particular, la ejecución de un ritual, es decir, esa “cierta manera con que caminaban las dos negras viejas que conjuraron el apocalipsis”. En esa cierta manera “se expresa el légamo mítico, mágico…, de las civilizaciones que contribuyeron a la formación de la cultura caribeña”.3
El autor está en libertad de preferir, como criterio explicativo, los polvillos dorados, el olor a albahaca y hierbabuena de las negras habaneras. Pero los historiadores, que no niegan la intuición esclarecedora ni la riqueza explicativa de la literatura para desentrañar las acciones y las figuraciones humanas, apuestan, además, a “una cierta manera” de ver otros tipos de evidencia. Sobre todo, los testimonios factuales de lo que hicieron y pretendieron hacer los personajes envueltos en tan desgarradora coyuntura.
Y, más aún, la evidencia debe contrastarse con otra evidencia. Un dato singular puede ser una causa, pero no la única causa de un fenómeno. Por eso es más seguro apelar a un conjunto de causas o a la causa de todas las causas, es decir, al factor que más pesa en ese universo causal.
Entonces, en la encrucijada de octubre de 1962, se temió una guerra entre los dos colosos si el asunto cubano no se resolvía por las buenas, es decir, si los soviéticos no retiraban sus cohetes de Cuba y si Estados Unidos no se comprometía a no invadir la Isla. Mas no fue hasta 30 años después que se conoció cuán cerca estuvo el holocausto planetario y cuán dispuesta estuvo Cuba a pagar el mayor precio humano por defender su soberanía.
En síntesis, Nikita Jruschov, primer ministro soviético, ordenó retirar los cohetes a cambio del compromiso de John F. Kennedy de no invadir a Cuba. Esta decisión indignó a Fidel Castro porque no se consultó a los cubanos sobre el retiro de los cohetes y, además, él se enteró por la radio.
En 1992, en ocasión de un encuentro en La Habana de Robert S. McNamara, secretario de Defensa de Estados Unidos en el año de la crisis de los cohetes, con Fidel Castro, en ocasión de una reunión de intelectuales cubanos y norteamericanos, Fidel le confesó a McNamara su parecer apocalíptico.
…partimos de la premisa de que si ocurría la invasión de Cuba estallaría la guerra nuclear. De eso estábamos convencidos. Si se daba la invasión, el resultado habría sido la guerra nuclear. Todos aquí estábamos sencillamente resignados al destino de que tendríamos que pagar el precio de que desapareceríamos.¿Usted quiere que yo le dé mi opinión en el caso de una invasión…? ¿Estaría listo para usar las armas nucleares? Sí, yo habría acordado usarlas. Porque de cualquier manera dábamos por sentado de que se convertiría de todas maneras en una guerra nuclear y que íbamos a desaparecer. Antes de permitir la ocupación total del país, estábamos dispuestos a morir en defensa de nuestro país. Yo habría acordado, en caso de la invasión de que usted habla, el uso de armas nucleares. Desearía haber tenido las armas nucleares. Habría sido maravilloso. La idea de retirar las armas simplemente nunca pasó por nuestra mente.4
Tan serio fue el coraje de Fidel Castro que la Unión Soviética envió a Cuba a Anastas Mikoyan, funcionario de gran prestigio, a convencer a Fidel de la razón de ser de la retirada de las armas nucleares de Cuba. El Primer Ministro cubano le recalcó que “el odio del pueblo hacia los imperialistas es tan grande que prefiere hasta la muerte”. Mikoyan respondió: “Pero es que no queremos morir bellamente”.5
En fin, mientras Benítez Rojo fue envuelto por el “polvillo dorado” y el “olor a albahaca y hierbabuena” de las dos negras que le revelaron que no ocurriría el apocalipsis “porque el Caribe no es apocalíptico”, el Comandante en Jefe insistía en llegar hasta la incineración patriótica colectiva, imagino que con miles de seguidores entusiasmados.
Es claro que Benítez Rojo quiere explicar la dolorosa historia cubana del siglo 20, pero ¿por qué renunciar a la historia? Los polvillos teñidos, los aromas vegetales y los gestos corporales pueden ser claves puntuales para explicar instancias y comportamientos cotidianos vitales, pero son insuficientes para entender el “carácter nacional” y la compleja vida de un pueblo. Si de lo que se trata es dar una explicación –lo que implica alcanzar certezas y precisar relaciones de causa y efecto- entonces la intuición no basta. Además, ver las obras de los historiadores como la “no explicación” – o, peor aún, la mentira, el gato por liebre- es desaprovechar el rico caudal de la historiografía cubana y universal.
En vez de caer en la trampa de tener que escoger entre la historia y la ficción, ¿por qué no deslindar los campos, sin apostar más a una que a otra y reconocer las colindancias y los puntos de encuentro de ambas prácticas? Después de todo, de lo que se trata es de acercarnos más a la razón de ser de los seres humanos en sociedad, en el tiempo y en el espacio. Sería pretencioso y prepotente reclamar tamaña empresa exclusivamente para el oficio que ejercemos.
Para ilustrar las angustias del debate entre historia y literatura es útil la reflexión de Ana Lydia Vega. En un delicioso e inteligente ensayo titulado “Nosotros los historicidas” –poco aprovechado por historiadores y literatos en el debate que nos ocupa- Vega nos remite a su dura experiencia en la que destaca el peso aplastante de la historia mal enseñada y bien distorsionada, en el origen de su vocación literaria. De su enfogonamiento surgió, dice Vega,
tal vez esa vocación de historiadores frustrados que tortura a algunos escritores de mi generación… el gran vacío histórico de nuestra formación escolar se nos hizo totalmente evidente. Y totalmente insoportable. Porque se trataba casi de una crisis existencial. Nunca antes nos había resultado tan clara la conexión entre lo personal y lo político. Para poder ser gente, para existir como individuo y poder insertarnos en algún punto de la experiencia humana, íbamos a tener que hacer un indispensable vuelo de reconocimiento en la máquina del tiempo, íbamos a tener que convertirnos en detectives aficionados y salir… tras la pista del pasado. De un pasado por lo menos revoltoso, si no glorioso; de un pasado un poco más interesante, un poco menos aplastante, en el que figuráramos, aunque fuere como extras, nosotros mismos.6
La escritora no sabe bien por qué sus compañeros de generación no corrieron al Departamento de Historia o a la Facultad de Ciencias Sociales. Lo revelador es que canalizaron “aquella galopante e insaciable pasión de historia, a través de la ficción”.7 Vega reconoce que esa elección –“el proyecto de recuperación del pasado”- tiene historia en la literatura puertorriqueña: “la vocación historiadora del escritor se recicla en una deliberada coquetería con lo ficticio, con lo mítico, con lo subjetivo, con lo pecaminosamente personal” desde los orígenes de la literatura del país, y que la autora bautiza como “la maldición de Pedreira”.8
Para Vega, el escritor está atrapado entre la historia y la ficción, “esa tensión explosiva entre lo real y lo imaginario”.
Escribir podría ser… ese intento de armar el rompecabezas histórico, no precisamente en los archivos ni en las estadísticas, sino desde la propia biografía de escribiente, a través de los dramas vividos y los cuentos escuchados, en las memorias soñolientas que despiertan las voces y los objetos, en las imágenes del tiempo que cargan sin saberlo las palabras.9
En la batalla entre “el control dictatorial de la historia” y “los excesos de la pasión literaria”, según Vega, el escritor puede descubrir verdades objetivas, pedazos de época, berenjenales rescatados del olvido, porque “ni la ficción ni la historia son ajenas a nuestras vidas cotidianas”. De esa forma, “…la historia que deseamos –añade Vega– que soñamos, que inventamos y falsificamos los escritores puede, de alguna extraña manera, colmar las expectativas de un público tan sediento de epopeya como privado de referencias bibliográficas concretas. La literatura se convierte así en la interlocutora privilegiada de ese diálogo de sordos que establece el lector ávido de milagros con su propia verdad”.10
De esa y otras maneras, la literatura es autónoma y, a la vez, puente entre la verdad y los lectores, enriquece la comprensión del pasado y el presente, constantemente urgido de remiradas frescas y críticas. No siempre será evidente en las obras literarias dónde empieza la literatura y termina la historia, pero siempre será saludable respetar sus territorios propios y compartidos.
The past is a place of fantasyHayden White11
Este combate entre la historia y la literatura no es una pelea aislada en el callejón caribeño sino parte de una bronca mayor iniciada en 1973 por Hayden White en su obra Metahistory. En ella anuncia que la obra histórica es “una estructura verbal con forma de discurso en prosa narrativa”.12 En esta conclusión, “divorcia la historiografía del ámbito temporal y del contexto histórico específico y la analiza como género literario”.13
Así la historia se convierte en “una forma de hacer ficción”, un “artefacto literario”: “En general hay una resistencia a considerar las narrativas históricas como lo que manifiestamente son: ficciones verbales cuyos contenidos son tan inventados como encontrados y cuyas formas tienen más en común con sus contrapartes en la literatura que con las de las ciencias”, dice White.14
White insiste en que el objeto fundamental de su “poética de la historia” es identificar las “estructuras profundas que son las prefiguraciones lingüísticas y poéticas del campo histórico, es decir, la manera como el historiador “crea a la vez su objeto de análisis y predetermina la modalidad de las estrategias conceptuales que usará para explicarlas”15
En vista de que para él “existe un código previo a todo enunciado, una ‘lengua’ anterior a toda ‘habla’, el lenguaje está en el mundo como una ‘cosa’ entre otras y está cargado de contenidos figurativos, tropológicos y genéricos antes de actualizarse en una expresión dada”. Además, el lenguaje “opera siempre a espaldas de quienes lo emplean, fuera de su control y voluntad y produce significados imprevistos e inestables: el discurso histórico… como el habla metafórica, el lenguaje simbólico y la representación alegórica, siempre significa más de lo que literalmente dice, dice algo distinto de lo que parece decir y revela algo del mundo sólo al precio de esconder otra cosa”.16No es raro entonces que White concluya que la historia no tiene “un régimen de verdad propio”, pero es una forma de conocimiento como lo son el mito y la literatura.17
Al quedarse en la superficie, es decir, en la historia como relato, cualidad que ningún historiador niega, olvida el carácter científico de la disciplina. Al privilegiar el lenguaje y olvidar los procedimientos del historiador, niega el valor de las premisas de la disciplina: la definición de un problema relevante, la apuesta a una solución o una contrapropuesta, la validación de evidencias en conflicto, la armazón de juicios afines, la fuerza de una conclusión creíble. Al considerar la historia como “una forma de hacer ficción”, White, en opinión de Roger Chartier,
se vuelve en el paladín de un relativismo absoluto (y muy peligroso) que niega la posibilidad de establecer un saber ‘científico’ sobre el pasado. Una vez así desarmada, la historia pierde toda capacidad para separar lo verdadero de lo falso, para decir lo que sucedió, para denunciarlas falsificaciones y los falsarios.18
Además, se ignora que tan importante como la escritura de la historia es la investigación de la historia. Las mismas notas al calce, que algunos editores insensibles eliminan o relegan a fin de capítulo o a la cocina del libro, testimonian la seriedad y el alcance de la búsqueda de información y de opiniones que apoyan o cuestionan las propuestas del investigador. Las notas no son meros aparatos ornamentales sino ingredientes inseparables de la obra histórica. El lector de historia sabe muy bien que parte del sabor de una historia suculenta es el regusto de las notas al pie de página, el poder paladear las pistas íntimas del historiador.
En síntesis, el problema no es que la historia sea “una literatura que alcance la más alta forma del arte sino borrar la diferencia entre el dato y la ficción”.19 Por eso no es raro que esta corriente guste destacar la ocurrencia de Nietzsche: “No hay datos, sólo interpretaciones”.20
Al respecto, repensemos el siguiente ejemplo. En Irak, en 2007, mataron 216 traductores.21 Estos muertos, ¿son un dato o una interpretación? Díganselo a los muertos. Además, en la embajada de Estados Unidos en Bagdad hay 1,000 empleados, pero sólo diez conocen el idioma árabe.22En la guerra de Irak, perdida entre otras razones porque los norteamericanos no entienden al enemigo, salvo a través de intérpretes que son blancos preferidos de la resistencia iraquí, sólo el contexto puede darle sentido a un dato escueto y terrible. Recordemos lo más elemental: sin una hipótesis los documentos no hablan; sin contexto construido por la investigación histórica, no hay conocimiento.
Pero algunos, como el novelista Jorge Volpi insisten en privilegiar la ficción frente a la historia. En sus propias palabras: “…pensamos el mundo a través de los moldes de la ficción, de la imaginación. Las novelas pueden ser más importantes que la historia”.23
En esa onda en que se corona el relativismo y la incertidumbre, una reseñista de La vagina de Platón, la novela de Kalman Barsy, insiste en que el “lugar y el tiempo de la obra no impiden para nada una lectoría universal. Como los itinerarios del piloto no se trata de lugares; más bien de no-lugares, en resistencia a direcciones fijas o a historicidades”.24 Vaya, vaya, ¿quién se monta en un avión sin destino que vuela hacia un no-lugar? Por lo menos, para la nave de la historia y la nave de la vida el desafío es llegar a alguna parte.
Conclusión
En conclusión, ¿a qué parte quiero llegar? Pues, ni más ni menos, que a la verdad más verdadera con ayuda de la historia. Ante la incertidumbre fatal y el desánimo, la gelatina del derrotismo radical y el quietismo no-ilustrado, prefiero el convencimiento de que las cosas no cambiarán por sí solas, ni por el peso de factores insondables e irrefrenables. Ante las interrogantes del pasado y del presente, el historiador tiene que ofrecer respuestas y propuestas tangibles que sirvan para adelantar el conocimiento y el bienestar humano. Creo que sólo puede cambiar lo que se piensa y se hace con certezas, con verdades –parciales y dinámicas–, asumiendo métodos y conceptos exigentes para alcanzar las verdades.
La verdad es, pues, un trabajo, no una posesión.Arcadio Díaz Quiñones25
Al respecto, las reflexiones del novelista argentino Ricardo Piglia en torno a la verdad desde su perspectiva histórico-literaria, sientan las bases para el replanteamiento del tema. Piglia distingue dos etapas, la construcción de la verdad y la dificultad para escribirla.
En primer lugar, la verdad no es una esencia sino un instrumento que se construye y que sirve para distinguirla de la ficción. Es lo que permite, según Piglia, ser un buen lector, es decir, “uno lee porque cree en ciertas cosas, porque tiene ciertas hipótesis, parte de cierto tipo de verdad… uno no puede convertirse en un buen crítico si no construye ese lugar desde el cual lee y lo define”.26
Mas no basta construir la verdad sino defenderla. En esa tarea, Piglia destaca cinco dificultades para divulgarla:
1. el valor de escribirla 2. la perspicacia para reconocerla 3. el arte de convertirla en arma 4. inteligencia para elegir el destinatario5. gran astucia para difundirla27
Por lo tanto, construir y compartir la verdad es un trabajo que conlleva grandes dosis de voluntad y oficio, ajenos al silencio y “al dogmatismo de la incertidumbre”.
La verdad, repito, es una construcción. Y la verdad del historiador se hace a golpe de hipótesis, teorías, largas consultas de archivos y bibliotecas y, sobre todo, a fuerza del contraste de testimonios a veces contradictorios. Leer detrás de las palabras y de las imágenes, y perseguir lo real detrás de lo actual, son tareas del historiador, rigurosas y exigentes por críticas. Armar totalidades de fragmentos y empatar sucesos con procesos, llenar los silencios que dejan los documentos, son desafíos obligados de los que rastrean el pasado. Y, encima de esto, la asignatura de validar la evidencia factual y el atrevimiento de las conclusiones.
En la historia no hay la huída fácil del factor único y mágico ni la complacencia de las verdades absolutas porque la historia está instalada en lo “provisional”, pues las explicaciones se superan unas a otras. Pero sin caer en el relativismo y en la búsqueda de un fin sin una finalidad. Es decir, ante un asunto no hay tantas verdades como tallas tiene un traje.
Pensar ha sido siempre poner en cuestión el orden del mundo. Y el mundo lo ordena el poder. Quien piensa cuestiona, pues,el poder. De ahí que pensar sea una actividad peligrosa.28
Monika Zgustova
En otras palabras, si lo que importa es la forma –la historia como narración literaria- y no el contenido –evidencias y juicios críticos coherentes e inéditos– entonces la verdad es cuestión de estilo. Es una manera de frivolizar el trabajo del historiador. Y, sobre todo, ignorar los riesgos que toman en tiempos perturbados.
Recordemos las tretas de José Julián Acosta para burlar la censura al publicar la edición anotada de la historia de Puerto Rico de fray Íñigo Abbad (1866). O el exilio y las repetidas visitas aprisión de Voltaire en el siglo 18. O el terror de Rousseau quien confesó en 1765 que “nunca tengo una idea virtuosa o útil sin tener de frente la cárcel o el patíbulo”.29
El historiador y demás intelectuales siempre asumen riesgos cuando sus verdades tropiezan con las verdades oficiales. Pero si lo pensado es hermético e indescifrable y la verdad es “un producto de juegos de lenguaje”,30entonces no hay verdad riesgosa. Por ejemplo, ¿cuál es la verdad y el riesgo del autor que anuncia que hablará sobre la “De-deconstrucción de los significantes de género en los sintagmas tlaloquianos de la prosa rulfiana”?31
Los historiadores investigan y publican con unos lectores en mente, pero qué verdad persigue, qué arriesga y a qué gente habla el sociólogo puertorriqueño autor del siguiente párrafo:
Demarcadora de distancias con la modernidad universal -y con su Intelectual portador- la clase de encuadramiento mantiene sin embargo, ambivalentemente, una relación tributaria con algunas ramificaciones de ésta: la verdad emancipadora, la contractualización ordenadora de la realidad, la revolucionarización técno-científica. En su generalidad misma, esta es más híbrida, más flexible, menos “épica”, de suerte, que su identidad se refunde en reposicionamientos diversos, siempre que mantenga su posición privilegiada en la capacidad de funcionarizar las signficaciones. Aunque menos fundacional que la intelligentsia épica, todo pareciera indicar, en su momento ascendente y transicional, en su gesto jacobino, la urgencia por forjar el posicionamiento, su subjetividad, acudiendo a una recualificación de metarelato.32
Es como creer que lo incomprensible es profundo o que la gente piensa que algo es hondo porque no lo entiende. Es un mensaje dirigido a la minoría de uno.
De la misma manera, creer que la ficción es la reivindicación de lo falso es soslayar que la literatura, sobre todo la buena, une lo imaginado con lo comprobable en un todo inseparable que ayuda a comprender las ideas y los afectos, las razones y las pasiones humanas. Es otra de las caras de la historia desde adentro.
En síntesis, la historia es “una manera de pensar y de ser” porque es vital orientarnos y definirnos en el presente. Pensar con la historia es una manera de concebir la historia como un proceso del que no podemos desligarnos como sujetos pensantes.33 Es lo que da derecho a desear vivir en un mundo en el que, en palabras del poeta, “las verdades no tengan complejos y las mentiras parezcan mentira”.34Esa es la apuesta de la historia.
* Sonya Canetti estuvo a cargo de la edición de este ensayo.
- Antonio Benítez Rojo, La isla que se repite. Hanover:Ediciones del Norte, 1989, pp. XIII-XIV. [↩]
- Ibid. [↩]
- Ibid, p. XV. [↩]
- James G. Blight y Janet M. Lang, The Fog of War. Lanham:Rowan & Littlefield Publishers, 2005, pp. 78-79. El Che Guevara compartió esta conclusión. Ver a Jon Lee Anderson, Che Guevara. A Revolutionary Life. New York: Grove Press, 1997, pp. 544-545. [↩]
- Blight y Lang, p.71. [↩]
- Ana Lydia Vega, “Nosotros los historicidas”, Diálogo, noviembre de 1994, p.22. [↩]
- Ibid. [↩]
- Ibid. [↩]
- Ibid., pp. 22-23. [↩]
- Ibid., p.23. [↩]
- Citado por Sandra Kuntz Ficker en “Sobre el ruido y las nueces. Comentarios al artículo ‘La representación del atraso: México en la historiografía estadounidense’ ”, Historia Mexicana, LIII, 4, 2002, p.966. [↩]
- Hayden White, Metahistory. The Historical Imagination in Nineteenth-Century Europe. Baltimore:The Johns Hopkins University Press, 1987, pp. X-XII y 3. La primera edición es de 1973. [↩]
- Carl E. Schorske, Thinking With History. Explorations in the Passage of Modernism. Princeton:Princeton University Press, 1999, p.29. [↩]
- Hayden White, Tropics of Discourse. Baltimore: The Johns Hopkins University Press, 1985, pp. 81 y 82. La primera edición es de 1978. [↩]
- White, Metahistory…, pp. X-XII. [↩]
- Citado por Roger Chartier, “Cuatro preguntas a Hayden White”, Historia y Grafía. UIA, Núm.3, 1994, p.237. [↩]
- Ver el capítulo “The Historical Text as Literary Artifact”, en White, Tropics of…, pp.81-100. [↩]
- Chartier, op.cit., pp. 239-240. [↩]
- Keith Windschuttle, The Killing of History. New York: The Free Press, 1996, pp. 245-249. [↩]
- Time, 22 de enero de 2007, p.17. [↩]
- Ibid. [↩]
- The Nation, 23 de junio de 2008, p. 5. [↩]
- Entrevista de Carmen Dolores Hernández, El Nuevo Día, La Revista, 4 de mayo de 2008, p. 6 [↩]
- Silvia Álvarez Curbelo, citado por Mario Alegre Barrios, “Lectura tapatía de la Isla”, El Nuevo Día, 25 de noviembre de 2007, pp.120-121. [↩]
- Arcadio Díaz Quiñones, Ricardo Piglia, Conversación en Princeton. Princeton University, Program in Latin American Studies, 1998, p. XV. [↩]
- Ibid., pp. 33-34. [↩]
- Ibid, p. XV. [↩]
- Monika Zgustova, “Cuando pensar es jugarse la vida”, El País, 23 de noviembre de 2006. [↩]
- Citado por David A. Bell, “Profane Illuminations”, The Nation, December 5, 2005, p. 22. [↩]
- Juan Duchesne, “Los posmodernos también lloran”, Diálogo, noviembre de 1994, p.41. [↩]
- Anuncio en hoja suelta de conferencia de Eduardo Subirats, profesor de NYU, febrero de 2008. [↩]
- Arturo Torrecilla, El espectro posmoderno: ecología, neoproletario, intelligentsia. San Juan: Publicaciones Puertorriqueñas, 1995, p.86. [↩]
- Schorske, Thinking, p. 3. [↩]
- Joaquín Sabina, “Noches de boda” en Con buena letra. 7ma ed., Madrid:Ediciones Temas de Hoy, 2004, p. 206. [↩]