La madre de los tomates
Cuando tengo dinero compro libros, si me sobra algo compro pan.
– Erasmo de Rotterdam
Un día le llegó su turno a los tomates. «Una caja cuesta $50. A ese precio no los podemos incluir ya en las ensaladas, así que para darles color recurrimos al repollo morado y blanco», me explicó la gentil dueña del refugio culinario favorito. «Eso sí. Los reservamos para los sandwiches y alguno que otro plato.» En un país de tantos reveses comunicativos al menos las ensaladas verdes cobrarán notoriedad por su honestidad. Serán estrictamente lo que dicen ser. Muy bien, al menos los vegetales no mien
Nuestra pequeña crisis indiscreta, pero indescrita, innominada aún, no puede competir con los titulares internacionales a los que nos vamos acostumbrando. Una noticia que en estos días diga «el peor » tiene la vigencia de una verdad que proclame ser «la última». A principios del año pasado Haití pasó por un apocalipsis que superó en víctimas fatales al tsunami que en el 2004 arropó las costas del sudeste del Pacífico llegando incluso al litoral africano. Entre el maremoto de Sumatra al finalizar el cuarto año del siglo y el terremoto de nuestros vecinos al empezar el 2010, ha habido decenas de disloques cuyos resultados estamos aún enfrentando y combatiendo. El colapso del sistema financiero mundial en el 2008 –denominado como el «peor desastre económico tras la Gran Depresión»– no ha dejado de tener réplicas infinitamente más destructivas que el desplome inicial de Lehman Brothers. Se extenderá por años la puja social contra rescatistas y rescatados que pretenden pasarnos a todos la cuenta del desastre, recortando aquí y allá derechos sociales arduamente ganados. Los llamados «planes de ajuste estructural» que a fuerza de asesinatos, desapariciones y generosas dosis de picanas se impusieron en buena parte del Cono Sur durante la llamada década perdida de los ochenta, reaparecen ahora en Wisconsin, a escasas millas de la Escuela de Chicago que elucubró el horror para tantos latinoamericanos. El Chile de Pinochet, primer país de América en rendirse a la teoría de Milton Friedman y sus Chicago Boys, sufrió meses después de Haití un terremoto muchísimo más potente. Sin embargo, ese mismo Estado que acogió la prédica de desamparar a todo el que no pudiera resolverse la vida con visitar el mercado, pareció conservar una fuerza social incompatible con la ortodoxia neoliberal. Con apenas medio millar de víctimas fatales aparentó que sólo tenía que sacudir el polvo tras un sismo que alcanzó un 9 en la escala Richter. Meses más tarde mostró al mundo un rostro amabilísimo, incongruente con la sangrienta dictadura, cuando con sumo cuidado desempolvara también a los treinta y tres mineros atrapados durante meses en su mina. Pegados al televisor parecía que estábamos viendo la versión Disney del retoño añorado del Germinal de Zola. En estos días la atención mundial se centra en Japón y en lucha por evitar una tragedia nuclear mientras enfrenta la magnitud de un suceso sísmico que en algunos lugares volvió playas de 200 metros en planicies fangosas de 4 kilómetros de ancho y contornos indescifrables. Hay pueblos borrados sin más rastros que el mobiliario desordenado, barcos que se balancean sobre edificios y cientos de peces muertos por la implacabilidad de la ola. Las tropas tienen la misión de llegar hasta el último rincón, pero ¿cómo buscar algo si desapareció el sitio donde se hallaba?
Así las cosas, ¿quién puede ponerse ahora a extrañar los tomates? El tono admonitorio que cultiva la ensayística puertorriqueña, como tan acertada y provocadoramente nos señalase Rubén Ríos en su ensayo Por una universidad abierta y combativa implica necesariamente –entre muchas otras que convendrá ir desmenuzando poco a poco– un interés del ensayista en dirigirse a un sujeto, soslayando a un segundo plano el mundo común de los objetos que comparten, configuran, sostienen y delimitan la vida en común. Si de amonestar se trata los objetos más o menos comunes no vienen a cuento, desaparecen ante la vista de todos. «¡Por algún lado nos floreció el idealismo!», podría una exclamar con el cinismo del que abjura. De cualquier modo, esa preeminencia de la subjetividad en el tête-à-tête del ensayo se compensa con otras estrategias discursivas. La objetividad se recupera con el afán cuantitativo. Para delimitar los contornos de nuestra vida podemos recurrir a coleccionar cifras, tarea que no carece de méritos en un contexto institucional que se niega a ese ejercicio del autocononocimiento. Lo ha sugerido Luis Avilés (Numerosis tipo ONU) : nos aquejan la numerosis y la numeritis, secuelas persistentes del positivismo moderno. Avilés, quien fuera presidente de la Junta de Directores del Instituto de Estadísticas de Puerto Rico, sugiere que ambas tendencias nos pueden llevar a pensar que sólo a través de los números correctos podemos representar adecuadamente nuestros tormentos. Recitamos números y estadísticas como si se tratara de un mantra: participación laboral, 42%; desempleo, 17%; asesinatos por mes, 100; migración neta en la última década, 336,483… Parecería que no se valieran otros trazos para sugerir la ausencia.
Por eso insisto en hablar de los tomates que no están. Hoy, domingo, al menos los editores de El Nuevo Día han notado su ausencia. Para aquellos que como yo rumian el paradero de los tomates, el editorial nos revela que los frutos nacionales también se han embarcao’. En esta incipiente primavera las cosechas de México y la Florida no maduraron como pintaban y el precio del tomate subió tanto que hizo rentable nuestra exportación a los siempre ávidos mercados del norte. Por cierto, los recogedores de tomates en el norte han aprovechado la coyuntura para demandar un aumento de un centavo (sí, leyó bien, un penny) por cada libra recogida. Esto significaría un incremento de veinte dólares en la jornada diaria, de cincuenta dólares a setenta. Aunque algunas cadenas de comida rápida han concedido el pedido, importantes supermercados como Stop and Shop les negaron el aumento solicitado. Hace apenas unas semanas, esta vez como si fueran sacados de una versión Blade Runner de un cuento de Dickens, trabajadores agrícolas y activistas del food movement piqueteaban en el Copley Square de Boston a favor de la más mísera monedita.
Los tomates, que dicho sea de paso tienen en el sureste de la prefectura de Fukushima (donde se encuentran dos de los reactores nucleares accidentados) los invernaderos orgánicos más grandes del Japón, no son la primera desaparición gastronómica que recuerdo y me temo que no será la última. Según la FAO, el pasado mes de febrero los precios de la canasta básica mundial, compuesta sólo por cereales, aceites, azúcar, carne y lácteos, rompieron todos los récords desde el 1990, año en el que este organismo de las Naciones Unidas comenzó a llevar las estadísticas. Se anticipan a tutiplén carencias y ausencias. Quizá convendría comenzar a hablar de ellas. Podría, por ejemplo, representar el comienzo del desgaste del modelo económico del ELA con la marginalización culinaria del arroz blanco grano corto. Mucho antes que Sam’s trajera esos saquitos con cremallera llenos del exótico y aromático Basmati, en el Puerto Rico de mi niñez de clase media, el arroz como género admitía sólo dos especies: el Sello Rojo grano corto y el Uncle Ben’s grano largo. El primero era el de diario, ese arroz blanquísimo y pequeñito, casi redondo que acompañaba a las habichuelas que cambiaban de color según el acompañante de turno. No sé por qué, pero las rojas se servían siempre con el bisté, mientras las negras eran las únicas autorizadas a juntarse con el arroz para el congrí cubano. En caso de que fueran rosadas y se le añadiese jamón y algo de sofrito, el plato se volvía entonces mamposteao. Las combinaciones perviven, pero no así la hegemonía del grano corto. No sé exactamente cuándo el país negoció un punto medio entre el grano regordete de mi infancia y el largo ocasional del arroz con pollo de domingos. Se decretó la era del grano mediano. Un día, de vuelta del periplo doctoral y pos-doctoral le pregunté a un gondolero a qué se debía el cambio que notaba en los anaqueles: el Sello Rojo bolsa amarilla había desplazado al de la bolsita blanca. Arrinconado en una esquinita lucía indefenso aquel granito. «El grano mediano rinde más», me contestó. Me pareció interesante la contestación. Había vuelto a un país en el que me topaba por primera vez con cavas de vinos y patas de jamón serrano en los nuevos clubes hipermercados. Mis papás se habían acostumbrado al aire acondicionado y medio mundo parecía conducir una SUV, vehículo de altos oficiales internacionalistas en El Salvador de donde volvía. Sin embargo, me decía, debíamos ser más pobres si el rendimiento de la taza de arroz había resultado en una alteración colectiva del gusto. No sé si alguna vez alguien lo comentó públicamente, seguro no fue materia de debate nacional, pero en el plazo de una década fuimos directo al grano; sin que aparentemente mediara palabra.
Aún no deja de sorprenderme cuán pocas cosas de nuestra vida cotidiana apalabramos. Cuántas de nuestras ausencias pasan aparentemente desapercibidas hasta que ya no podemos recordarlas bien porque el lugar donde existieron se desdibujó de la memoria colectiva. Sin lugar a dudas hay ausencias de todo tipo, marcadas por la región, la clase, el género, el grupo etáreo. ¿Quién no ha escuchado a un abuelo (de los de antes) hablar de las viandas con bacalao de su infancia? ¿Quién no se ha preguntado secretamente qué extrañaba tanto el abuelo cuando ha tenido el placer de probar un filete de bacalao fresco? Sé también que extrañamos cosas que no conocimos. Nostalgias que ni tan siquiera nos pasaron en herencia. La primera vez que tuve una yuquita roja y tierna en mis manos, recién sacada de la tierra y sin encerar tuve que morderla para tener alguna pista sobre su identidad. Le comenté a mi mamá sobre mi encuentro con el tubérculo fresco y mi desorientada reacción, señal para mí inconfundible de una infancia suburbana y «llena de carencias», y ella, hija de la hacienda decimonónica que sucumbió a la modernización industrial me contestó que compraba la yuca dominicana congelada con muy buenos resultados. La que lleva décadas hablando de la finca de sus abuelos es ella; la de la nostalgia por lo que no conoció soy yo. Uno más de los muchos quiebres generacionales entre nosotras. Su generación apostó a la modernización del país a través de aquellos Pueblo Supermarket que primero los deslumbraron, luego los arruinaron quincenalmente y, por último, terminaron vendiéndoles cuentitas de colores en la entrada, cual quincallería fina, antes de abandonarlos. Mi generación rentabiliza una nostalgia que no le pertenece en «La Placita» de Plaza y en una preocupación vaga, numérica, por el 85 por ciento de importaciones en el total de los alimentos que compramos.
Los tomates son mi última ausencia. No compiten, sin embargo, con el vacío que ha dejado la liquidación imprevista del Border’s más cercano a mi barrio en el oeste. Ese Border’s, que si bien nunca llegó a ser nuestro –no tenía nada que ver, por poner un ejemplo desleal, con el lugar de peregrinación que es para muchos de nosotros La Tertulia de Alfredo– era el único sitio en el que Erasmo nos hacía un guiño a través del tiempo, recordándonos que podíamos conferir a los libros cierta preeminencia porque dábamos por seguras las calorías. Ahora ese Border’s es un no lugar. Desapareció con los tomates. ¿Qué diría Erasmo?