La revolución estadista: una verdadera quimera

Se vive solamente una vez.
Hay que aprender a querer y a vivir.
Hay que saber que la vida
se aleja y nos deja llorando quimeras.
—Trío Los Panchos
Ven, que la dicha nos espera
más no tornes en quimera esta ilusión.
—Felipe Pirela
El pasado domingo, 1 de septiembre, un nutrido grupo de puertorriqueños marcharon por Hato Rey, proclamando la “Revolución Estadista” que muchos han denominado una quimera. El término “revolución estadista” se puede interpretar de varias formas. Una de ellas es que se trata de un oxímoron de nuevo cuño. Ningún país o territorio jamás ha llevado a cabo una revolución para renunciar a su independencia y anexarse a otro. En segundo lugar, el concepto quimera, en su acepción común, es una aspiración que, de entrada, se anticipa irrealizable. Se trata de una ilusión, un amor, esa condición reminiscente del Nirvana por la que se respira y se suspira, y que, como tantos otros delirios, se quedará en el tintero de los grandes ensueños que nunca fueron.
La exigua participación en la marcha pro-estadidad pudo obedecer a la impensada convocatoria un domingo del “fin de semana del trabajo”. También puede obedecer a la pérdida de credibilidad del partido de gobierno luego del despido fulminante de Ricardo Rosselló, la liliputiense gobernación de Pedro Pierluisi y el repliegue de Rivera Schatz tras la debacle del Verano Boricua del ’19.
Llamó la atención que algunos de los marchantes se habían cubierto el rostro con capuchas confeccionadas con banderas estadounidenses. Históricamente las capuchas las han utilizado los estudiantes y militantes anti-sistema de todo el mundo, para evitar que las autoridades policiacas los retraten y “fichen”. En Puerto Rico, no se recuerda carpeteo alguno de militantes estadoístas a partir del siglo XX, lo cual resulta, por demás, sumamente curioso.
Los puertorriqueños tenemos el derecho a aspirar al menos a cuatro opciones políticas, tres de las cuales han sido avaladas por las Naciones Unidas como legítimas fórmulas de descolonización. El ELA, impuesto por los EEUU sin el aval de gran parte de la comunidad internacional, sobre todo de las excolonias, pretende alargar el estado colonial tal vez con la esperanza de que a medida que el mundo se redefine económica e ideológicamente, la solución del estatus deje de ser prioridad para los puertorriqueños, como no lo ha sido para los EEUU.
A medida que la supremacía de los EEUU mengua ante el crecimiento de China y el descontrol de las prácticas depredadoras de sus propias corporaciones «multinacionales», los enclaves geopolíticos de la Guerra Fría en el Atlántico, han perdido importancia y notoriedad para su Departamento de Defensa. Incluso, a pesar del desafío a la Doctrina Monroe que China y Rusia están llevando a cabo en la América Latina, complementado por la complicidad y el xenofóbico desinterés de Donald Trump, se ha dejado de contemplar a Puerto Rico como una pieza clave en el tablero del reordenamiento global, sector de las Américas.
La estadidad, lejos de ser una opción descolonizadora, pretende integrarnos a un país cuya historia está fundamentada en la apropiación de territorios ajenos, la estigmatización y marginación de los “otros” que las ocuparon, tanto los indoamericanos originales como los africanos secuestrados y vendidos para la esclavitud, o los mexicanos expulsados de sus propios territorios y que, al presente, son resentidos y demonizados por pretender regresar.
El racismo y la xenofobia estadounidense corroe y promete descoser el tejido social de la nación parapetando a los «nativos» (léase blancos; véase quiénes se autodenominaban los “nativos” en la novela y el clásico filme Gangs of New York) con un nacionalismo exclusivista y de claras tendencias fascistas contra el «resto» no blancos que, dentro de tres décadas, será la mayoría.
Sin embargo, a menos que los EEUU se reinventen a tenor con las posibilidades de justicia propuestas en su Constitución, en vez del clasismo y el racismo con que los sectores corporativos han propiciado una guerra civil no declarada, ambos bandos siempre tendrán en común que son estadounidenses. Su estilo de vida, el compromiso inquebrantable con el individualismo, la propiedad privada y el derecho a portar armas para defender dichos valores, aun en contra del propio gobierno federal, les encierra en un país con ínfulas de mundo, que ignora o desprecia todo lo que existe fuera de sus fronteras o no se parece a su concepto de la identidad del “americano” que, a su vez, consideran la forma ideal de ser.
Su autoproclamado excepcionalismo, apuntalado por un evangelio de castas y clases distanciado de las Escrituras, justifica la diferenciación por creencias religiosas y posturas políticas que se asocian con los “otros”, sean de la izquierda nacional, la europea o el resto del mundo no-blanco. La hegemonía racial de las clases dominantes sirve de dique identitario para que las clases más desvencijadas por el corporatismo, no se rebelen en contra de un sistema que les vende, pero imposibilita alcanzar, el “sueño americano”.
La población blanca incrementalmente empobrecida en la era post-industrial, es sistemáticamente pauperizada por un sistema que cada vez valora menos el trabajo y quienes lo realizan, a cambio de la búsqueda de la celebridad y la riqueza instantánea, y les niega una educación de calidad y servicios de salud que resultan indispensables para salir de la pobreza. Sus políticos y organizaciones segregacionistas recurren a posturas neofascistas para denunciar y pretender derrotar un sistema que entienden los ha excluido, sin reconocer que son precisamente sus dirigentes quienes les han convencido que la culpa la tienen los liberales y los invasores “de color”. El blanco pobre se consuela sabiendo que nunca ocupará el sótano de la pirámide social pues esa marginación le corresponde a los no-blancos. Cualquier condición social es preferible a ser negro, y sus variantes latinas.
Los puertorriqueños no somos estadounidenses. Todos los esfuerzos del gobierno de EEUU por americanizarnos desde el 1899, comenzando por el establecimiento del inglés como idioma de enseñanza pública en 1904, 1916 y 1934, no tuvieron éxito. Si acaso, como han demostrado nuestras multitudinarias manifestaciones al ganar eventos olímpicos, al recibir equipos ganadores, campeones de boxeo y reinas de belleza, y las marchas contra la Marina en Vieques y contra Rosselló en el verano del 2019, hemos redescubierto y nos hemos enamorado de nuestra identidad. Difícilmente habremos de renunciar a ella para ser parte de una sociedad que siempre nos percibirá y tratará como «otros», como ciudadanos de segunda categoría aunque a regañadientes, como inferiores.
Tengo hijos y nietos en los EEUU, al igual que probablemente toda familia puertorriqueña. El racismo de allá que negamos acá, lo viven a diario. La mayoría se hacen de la vista larga, pero no lo pueden ignorar del todo. Se acostumbran porque la falta de oportunidades, de empleo, de remuneraciones proporcionales a sus credenciales y talentos, excede la satisfacción de estar acá, entre los suyos, aunque la criminalidad, la corrupción cada día más evidente, las puertas que cierran el amiguismo y el clientismo, les resultaría tolerable si no prevaleciera la política de puertas cerradas.
El temor de los estadounidenses blancos de que entre tres y ocho millones de hispanos se conviertan en una fuerza política capaz de reordenar la composición de la Cámara de Representantes (tenemos más población que 26 estados y la representación es proporcional a la población) y el Senado (dos senadores adicionales), es mayor que la aceptación de la diversidad que representaría nuestra integración a los otros 50 estados. Añádase a esto que el único grupo “terrorista” no supremacista blanco en territorio estadounidense, los Macheteros, ha sido puertorriqueño. A medida que en todas las regiones del mundo las recurrentes guerras están íntimamente vinculadas a la separación de territorios invadidos y de minorías étnicas (otro término antropológico que se utiliza para los no europeos), la posibilidad de un movimiento segregacionista boricua de la nación estadounidense no ha sido borrada del radar de los aparatos de inteligencia y seguridad de los EEUU.
El racismo es cosa mala, dice el refrán popular. Pero lo que prevalece en la psiquis de los racistas es que los malos son los otros, no los que lo practican. Podemos ignorar esa realidad, pero la historia está repleta de ejemplos donde la realidad supera la ilusión, el espejismo, la quimera.