La teocracia cristiana que se avecina

«The United States of America should have a foundation free from the influence of clergy.» —George Washington
“I contemplate with sovereign reverence that act of the whole American people build a wall of separation between Church & State.» —Thomas Jefferson
«This nation of ours was not founded on Christian principles.» —John Adams
En 1620, unos cien peregrinos puritanos separatistas cruzaron el Atlántico y desembarcaron en las costas de Cape Cod, Massachusetts. Los puritanos, protestantes ingleses huían de la persecución por parte de la Iglesia Anglicana (fundada por Enrique 8vo porque el papa no le dejó divorciarse de Ana Bolena), entendían que los anglicanos no se habían librado del todo de las prácticas católicas que llevaron a Martín Lutero a forjar el protestantismo en 1517.Al mes de desembarcar en Cape Cod, los puritanos se establecieron en Plymouth, en la colonia de Pennsylvania, frente a un peñasco que llamaron Plymouth Rock, por el puerto del que partieron. Allí fundaron Filadelfia, que significa ciudad del amor fraternal en griego, en el territorio donado por Charles II de Inglaterra al cuáquero Charles Penn, que lleva su nombre, para convertirlo en una colonia donde prevaleciera la libertad de culto. Curiosamente, los puritanos consideraban herejes a los cuáqueros, pero esa es otra historia.
La Constitución de los Estados Unidos ratificada en 1787, fue enmendada en 1791 para corregir insuficiencias y exclusiones. Las enmiendas se convirtieron en la Carta de Derechos. La Primera Enmienda establece que “[e]l Congreso no podrá hacer ninguna ley con respecto al establecimiento de la religión, ni prohibiendo la libre práctica de la misma, ni limitando la misma; ni limitando la libertad de expresión, ni de prensa; ni el derecho a la asamblea pacífica…”.
Por su parte, la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1793, forjada por la Revolución Francesa, planteó que “[e]l derecho [de hombres y ciudadanos] a manifestar sus ideas y opiniones, sea a través de la prensa, sea a través de cualquier otro medio; el derecho a reunirse pacíficamente, el libre ejercicio de los cultos, no pueden ser prohibidos”.
En otras palabras, la primera cláusula de la Carta de Derechos de la Constitución de los EEUU y su equivalente en la Declaración francesa de 1793, establecen la libertad de culto como un derecho ciudadano que el Estado no puede coartar ni restringir. Más aún, la separación de Iglesia y Estado, se convirtió en uno de los pilares del concepto republicano de gobierno regido por el Imperio de la Ley por sobre el imperio de los soberanos, históricamente avalados por una religión.
En los pasados días, han tenido lugar varios eventos que parecen presagiar el retorno de la Iglesia como socio en comandita del Estado. El movimiento evangélico que apoyó al presidente Donald Trump desde el 2016, está redoblando esfuerzos para derrumbar lo que Thomas Jefferson llamó el muro entre la Iglesia y el Estado. El pasado 27 de febrero se discutió en el Tribunal Supremo de los EEUU el caso de un monumento en forma de cruz erigido en terrenos del estado de Maryland en conmemoración de los soldados cristianos fallecidos durante la I Guerra Mundial. Neil Gorsuch, juez nombrado por Trump, argumentó que ningún americano tiene la autoridad legal (legal standing) para disputar la instalación de un símbolo religioso en propiedad estatal. El pasado 25 de marzo, la representante republicana Stepahnie Borowicz realizó una invocación de casi dos minutos en la que mencionó a Jesús trece veces e hizo referencia a que Él es “la única esperanza” y que “la nación se ha distanciado de Él”, justo antes de la toma de posesión de Movita Johnson-Harrell, como representante de la Cámara de Filadelfia. Johnson-Harrell es musulmana.
En el 2018, mientras Israel y Turquía eliminaban de los currículos escolares los libros sobre la teoría de la evolución de Charles Darwin, en los EEUU se proscribían libros como Las aventuras de Huckleberry Finn y de Tom Sawyer, To Kill a Mockingbird, Animal Farm, The Color Purple y hasta Harry Potter. En varios estados predominantemente republicanos se catalogaron estos libros como “profanos” y hasta “satánicos”.
Estos hechos no están desvinculados. Ochenta por ciento de los evangélicos votaron por Trump. El evangelista Jerry Falwell, Jr. dijo que los evangélicos han encontrado en Trump “el presidente de sus sueños”. El pastor David Jeremiah comparó a Jared Kushner y a Ivanka Trump con José y María: “Es algo que Dios haría, usar a una pareja de jóvenes judíos para ayudar a los cristianos”. Recientemente una amiga me comentaba de un ministro protestante en Puerto Rico que les decía a sus feligreses que “el Señor” le había hablado y confirmado que Trump había sido seleccionado por Dios. Esta tendencia no es el resultado de la ingenuidad. Se trata de complicidad. El odio a los adversarios políticos resultado del tribalismo político que se ha exacerbado en nuestros países ciega a estos dirigentes religiosos precisamente a los valores que se supone que guíen su entendimiento y su rol como pastores. Resulta imposible ignorar la ironía que representa el título “pastor”.
En los pasados dos años el Senado de los EEUU ha estado aprobando jueces nombrados por el presidente a un paso vertiginoso. Uno de los propósitos es la revocación de Roe vs Wade, la ley federal que descriminaliza el aborto. El retiro de algún juez liberal del Supremo o el deceso de Ruth Bader Ginsburg, aseguraría una mayoría conservadora en dicho Tribunal augurando la revocación de Roe v. Wade y la cancelación de fondos federales para clínicas de prevención y terminación de embarazos como Planned Parenthood.
En Puerto Rico, el establecimiento del “día del niño por nacer”, la “sala de meditación” en el Capitolio y la aprobación de la ley anti-aborto a punto de aprobarse por sobre el veto del gobernador, son medidas dirigidas a vincular cada vez más estrechamente a los sectores evangélicos con el gobierno, particularmente el dirigido por el Partido Nuevo Progresista.
Lo verdaderamente sorprendente de este vínculo entre Iglesia y Estado es que los funcionarios electos representan valores opuestos a los que definen a los religiosos. En el caso de Trump, su anterior apoyo al aborto parcial, su jactancia de agredir mujeres sexualmente, su relación con prostitutas y Playboy bunnies, su mofa de personas con impedimentos, sus expresiones racistas contra afrodescendientes, musulmanes y latinos, su referencia a países africanos y Haití como “shithole countries”, su defensa de supremacistas blancos e indiferencia hacia quienes han asesinado musulmanes y judíos o enviado bombas a oponentes políticos, todas son conductas que las personas “de fe”, que se rigen por los evangelios y la Biblia, encontrarían repugnantes y reprobables. Sin embargo, con justificaciones ancladas en al racismo y la xenofobia, estos “creyentes” apoyan a quienes le prometen y nombran más jueces comprometidos con impedir el aborto que la Biblia no condena, mientras ignoran el amor al prójimo ejemplificado por Jesús.
En Puerto Rico, las “personas de fe” apoyan al partido que les promete la criminalización del aborto y el derecho a practicar sus creencias en escuelas y facilidades públicas sin concederle el mismo derecho a quienes profesan una fe distinta, a cambio de que respalden su agenda política y sus aspiraciones a una estadidad que guardaría mayor coincidencia, y representa una mayor conveniencia, con el evangelismo estadounidense.
Ambas poblaciones de EEUU y Puerto Rico, compuestas por los sectores más marginados y pobres, apoyan partidos que atentan: contra su bienestar físico defendiendo las aseguradoras de salud sobre el bienestar de los ciudadanos y el derecho de las multinacionales a contaminar el ambiente; contra las exiguas pensiones acumuladas durante décadas de servicios; contra la educación gratuita de sus hijos y nietos al respaldar la desmantelación de la Universidad del país; contra el derecho a ganarse la vida de los ciudadanos al permitirle a cientos de empresas a contratar empleados a tiempo parcial para no tener que pagarles beneficios marginales como vacaciones, días por enfermedad, maternidad, y pago de horas extras; contra las pequeñas y medianas empresas que generan la mayor cantidad de empleos, al eximir de contribuciones a megatiendas y grandes corporaciones cuya competencia le resulta desleal a propietarios y empresarios del patio que generan miles de empleos y pagan contribuciones, los cuales compran bienes y servicios a otros negocios y corporaciones locales.
Al igual que a partir de la Edad Media, cuando la cristiandad legitimaba y compartía los beneficios de la clase dominante por sobre las clases avasalladas o asalariadas, los nuevos movimientos evangélicos apoyan los gobiernos que menos representan sus intereses. A cambio de que se les reconozca el privilegio de que sus doctrinas maticen las relaciones entre gobernantes y gobernados, aplauden la confabulación de los partidos con los intereses de las clases dominantes, sin reparar en que son precisamente los creyentes los más afectados por las políticas públicas que protegen preferencialmente los intereses particulares en detrimento de los sectores asalariados.
Lo simultáneamente desconcertante y desesperanzador es que en su afán por legitimar el consuelo que brinda la religión ante la pobreza, la marginalización, la pérdida de derechos y servicios, en su convencimiento de que su reino no es de esta tierra sino que le espera después de la muerte, estos seres humanos le entregan el poder político, los privilegios que les enriquecen, el presente y el futuro de sus pares a que quienes representan lo opuesto a los valores y conductas con las cuales rigen y dirigen sus vidas.
Las teocracias, sea la islámica de Irán o la judía de Israel, se auto legitiman y se otorgan la potestad de determinar cuál es el bienestar de sus ciudadanos, al margen de los derechos que conceden sus constituciones y sus escrituras. Tal vez no es casualidad que los representantes de todas las teocracias, creyéndose predestinadas por un ser superior a gobernar a los seres humanos, reclaman a nombre de su dios el derecho a ejercer la violencia, la venganza y destinar sus antagonistas a sus particulares infiernos, a espaldas de los dictámenes de un dios que se auto define como amor, hermandad y solidaridad. Tal vez no es casualidad que sus templos como sus temples sean oscuros, amenazantes, implacables. Cuando se traiciona el ser al que se le concede la suprema decisión sobre la vida y la muerte, muy adentro se sabe que, de esa apostasía, no se sale ileso.
La creciente tendencia de los movimientos evangélicos en los EEUU, Hungría, Brasil, Puerto Rico de insertarse en el estado, en los parlamentos, en los tribunales con el respaldo de los creyentes que apuestan a los sacrificios en la vida terrenal a cambio de la salvación eterna, no solo desafía la sabia decisión por los fundadores de la primera república democrática de la era moderna de separar iglesia y estado a finales del siglo XVIII, sino que amenaza con devolver la humanidad al despotismo que las teocracias han impuesto históricamente a la humanidad.
Paradójicamente, en la astuta respuesta de Jesús a los rabinos, reseñada en Mateo 22:21, de “dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”, yace el curso de acción de una humanidad comprometida con la justicia terrenal sin renunciar a la aspiración de la salvación eterna.