La UPR y sus luchas (II)

Respeto muchísimo a Ana Helvia Quintero, tanto por su trabajo pedagógico como por su espíritu universitario. No me cabe la menor duda de que sus expresiones surgen de un profundo compromiso con el proyecto universitario que amamos por igual, y defendemos desde nuestros respectivos lugares. Cuando ella reclama un “clima de estabilidad” en medio de la crisis actual, me parece claro que lo hace desde la muy real preocupación por la posible pérdida de nuestra acreditación, entre otras y muy severas catástrofes que nos pueden seguir sucediendo. También me queda claro que habla por un sector importante del claustro, que —al igual que el país entero—suscribe implícitamente las ideas conservadoras que informaron su último escrito. Por eso mismo es importante debatir estos asuntos, de manera que todo el mundo se pueda escuchar (y leer, que no es lo mismo pero pasa igual).
¿Cómo defender la universidad? ¿Cuál es la esencia de lo que buscamos defender, o recuperar en la medida que ya se haya perdido? La visión conservadora se remonta por lo menos hasta Jaime Benítez, quien articuló la doctrina, por así llamarla, de la universidad como “casa de estudios”, en la que (casi) todos los puntos de vista podrían debatirse, pero de manera relativamente sosegada, en el plano platónico de las ideas, sin trastocar el orden del salón y del recinto. La protesta, la interrupción de ese orden, era anatema. Aunque el peligro de perder la acreditación no es una quimera, creo que en un nivel más profundo, la visión conservadora de la universidad está anclada en la figura de Benítez, y del periodo idílico que se asocia con su administración. Ese periodo coincidió —y esto para nada es coincidencia— con la hegemonía del PPD y el auge económico de aquellas ya míticas décadas de mediados del siglo pasado.
Esa visión está igualmente arraigada en la población en general: ¡Déjense ya de tanta protesta! Pónganse a estudiar, es lo que tienen que hacer. Es un “sentido común” gramsciano con el cual hay que lidiar, lo mismo dentro que fuera de la comunidad universitaria. Es necesario soltar el mito de “la casa de estudios”. Quiero pensar que mi columna pasada haya puesto un granito de arena hacia esa obra, pero es trabajo de todxs. Y es tiempo: es un mito que, igual que el Estado Libre Asociado, ya no da más.
Históricamente, por supuesto, la “casa de estudios” no era precisamente una democracia; hubo límites estrictos a la libertad de expresión. Por ejemplo, en 1948 Benítez prohibió que Albizu hablara en el Recinto, y expulsó a estudiantes que lo proponían. Tampoco se podía conjugar el activismo político con la docencia: al recién fallecido ecologista y matemático Richard Levins —teniendo un doctorado de Cornell en el 1965—se le negó la permanencia por ser independentista y simpatizante de la Revolución Cubana. Se tuvo que ir a hacer carrera como profesor y dirigir un departamento en la Escuela de Salud Pública de Harvard, además de escribir importantes obras y ser nombrado miembro de la National Academy of Sciences. Casi nunca se le menciona; yo mismo, que conozco a su hija, me enteré de su historia cuando falleció hace justamente tres años. Se menciona mucho a los republicanos españoles que Benítez “trajo”, mas no al judío norteamericano que botó.
Y por supuesto, el ROTC, con su castillo en el centro del Recinto. Ahora que se acerca el cincuentenario de esa lucha, sería bueno que lxs sobrevivientes tengan abundantes foros para compartir cómo fue esa universidad que les tocó vivir entre el 1968 y el 1973: para que la generación joven aprenda, sí, pero también para que sus mayores dejen de idealizar algo que nunca fue lo que decía ser.
Pero hay otro frente en esta lucha ideológica, tal vez más importante que aquel: si bien la “casa de estudios” estaba tan plagada de contradicciones como el Estado muñocista que la promovió, aquella visión idílica sí tenía una base material clara: miles de personas de hogares humildes pudieron estudiar en la UPR, sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial, y de ahí pasar a ejercer profesiones y ocupar puestos gerenciales que sus padres —ni hablar de sus madres— jamás pudieron soñar. La UPR crecía con el país, formando su nueva clase media y alimentando sus sueños de progreso sin límite.
Ya no existe esa economía pujante; muchxs egresadxs, notoriamente de la Facultad de Ingeniería del RUM, por más que quieran quedarse y aportar sus talentos al país, no encuentran trabajo y tienen que emigrar. Y el alza descomunal en el costo de estudios que la Junta de Control Fiscal recién empieza a imponernos significa que esa Universidad que ofrecía una salida de la pobreza, ahora va a recrudecer las crecientes desigualdades que están marcando nuestra sociedad.
Confieso que me alivia, igual que a la administración universitaria y otros analistas conservadores, que la merma en la población estudiantil de la UPR solo haya sido de un 4% (por ahora). Pero gran parte de nuestro estudiantado se vio obligado a recurrir a préstamos estudiantiles para seguir estudiando. Con esto, precisamente, contaba la JCF: en efecto, están asumiendo individualmente la deuda pública que el Estado puertorriqueño no ha podido pagar. La deuda estudiantil en Estados Unidos ya es una crisis, y otra “burbuja” más que puede reventar en cualquier momento y hacer que se esfumen miles de millones en ahorros. En nuestra maltrecha economía, ¿cuánta deuda puede pagar una persona joven con un bachillerato, o incluso una maestría?
En un sentido muy real, no son las protestas que interfieren con la estabilidad universitaria, sino el endeudamiento, y la necesidad de muchas más horas de trabajo asalariado que generaciones estudiantiles anteriores, tomando menos cursos por semestre y más años para graduarse, por cumplir con la fórmula neoliberal que es nuestra condena colectiva: socialización de la deuda, privatización de las ganancias.
Creo que tenemos que hablarnos claro: el hecho de que podamos seguir la rutina de la vida universitaria, con clases, exámenes, y de vez en cuando alguna fiesta, esconde una realidad ética y económicamente insostenible, y NO la podemos aceptar como “normal”.
¿Cómo organizarnos, pues? ¿qué hacer? Jamás debemos descartar la huelga, como argumenté en la columna de END, y creo que es indiscutible que solo una movilización masiva y sostenida puede quitarnos a la JCF y PROMESA de encima; la fuerza de la diáspora puede ser decisiva, pero solamente en apoyo a lo que hagamos aquí en las 100 x 35, y lo que hagamos tiene que ser contundente.
Pero es obvio que, aunque la mayoría de la gente ya no ve a la JCF como algo bueno, todavía nos falta mucho para llegar a una movilización general. Desde la UPR, tampoco veo que exista la fuerza organizativa para paralizar todo, y creo que la mayor lección de la huelga del 2017 es que la Universidad sola —mucho menos, un solo sector de ella— no puede echarse encima la carga de enfrentar el régimen colonial en la modalidad reforzada que confrontamos ahora.
O sea: la multisectorialidad, y las coaliciones, ya no son una opción conveniente. Son una necesidad para que pueda sobrevivir algo de organización gremial y militancia estudiantil. No hay de otra. Igualmente, la unidad al interior de la comunidad universitaria tiene que construirse a la vez que se integre nuestra lucha a una lucha más amplia.
Construirse.
La unidad no puede seguir siendo un recurso retórico: sinceramente, en todos mis años de activismo, jamás he visto que “¡únete/únanse a nuestra lucha!” funcione. La huelga estudiantil del 2010 logró importantes expresiones de simpatía del pueblo, y solidaridad concreta de varias organizaciones, pero eso se debió principalmente a la represión brutal del gobierno de Fortuño. La actual administración fue mucho más hábil, haciendo uso muy selectivo de su fuerza represiva, y por más que el estudiantado apeló, con mucha razón, a la indignación contra la JCF y los recortes, la respuesta fue muy poca, con la excepción del 1 de mayo.
La unidad no se reclama. La unidad se construye.
Construir la unidad es, ante todo, escuchar primero, y mucho; hablar luego, y poco. Es ir a montones de reuniones, a veces con la misma gente y a veces con gente desconocida. En términos bien prácticos esto requiere un liderato plural: ya es práctica común, en el Comité Ejecutivo nacional de la APPU, que el presidente diga “Hay tal reunión/taller/conferencia de prensa. ¿Quién puede ir?” Porque una sola persona no puede dar abasto. Regularmente nos planteamos si vale la pena tal o cual actividad o reunión, porque las reuniones representan —para quienes no se hayan dado cuenta— un trabajo considerable, y llegan a desgastarte. Pero seguimos yendo, porque sabemos que sin coaliciones, no vamos a poder defender a la Universidad, ni a lxs docentes.
Construir la unidad requiere escudriñar los propios reclamos, priorizarlos y reconocer el potencial aglutinador o divisivo de cada uno. Esto no quiere decir que se tenga que subordinar el gremio o sector a la coalición; sí quiere decir que hay que entrar en un proceso de negociación cuando se requiere apoyo para algo que es particular. “Hoy por ti, mañana por mí” es una base válida para una coalición: y funciona mucho mejor que decirlo al revés. Sí quiere decir que los reclamos unitarios deben ir primero, porque en torno a ellos es que puede desarrollarse la fuerza para conseguir los particulares. Y a veces, hay que dejar unas cosas a un lado.
¿Qué cosas pueden sacrificarse, en aras de la unidad? Para mí, la dimensión ética tiene que primar, y ello implica que las personas y los grupos más vulnerables tienen que ir primero. Para el sector docente, esto apunta hacia lxs docentes sin plaza, sobre todo lxs que trabajan a tiempo parcial, bajo una escala de “compensaciones adicionales” que se estableció para compensar a docentes que ya tenían un programa completo. Estxs colegas hacen el mismo trabajo que yo, por una pequeña fracción de lo que a mí se me paga como docente con plaza. Seguido de ellxs, la gente jubilada, sobre todo la que lleva más tiempo y recibe una pensión baja, y lxs colegas cuyos programas, o incluso recintos, están en peligro de cerrarse.
Esto llega a producir agrias discusiones al seno de las organizaciones y los sectores. Pero creo que es fundamental en un sentido muy literal: sienta los fundamentos de lo que va a ser nuestra lucha. Nos compromete con algo políticamente más poderoso que el interés propio: el sentido de comunidad e identidad.
Me he cuestionado muchas veces por qué la lucha de Vieques aglutinó a cientos de miles de personas en cuestión de meses, mientras que a más de dos años de PROMESA, que claramente está desbaratando la institucionalidad de la que depende nuestro bienestar como país, apenas logramos reunir unos pocos centenares en una manifestación (con las notables e instructivas excepciones de los pasados dos primeros de mayo). Creo que aquí está parte de la contestación: Vieques movilizó un sentir altruista, un “ay bendito” que de momento se volvió grito de resistencia y derrotó a uno de los pilares históricos del colonialismo norteamericano en nuestro país.
El sindicalismo economicista, que pudiera no sobrevivir las próximas décadas, y los movimientos de izquierda (que pudiera debatirse si sobrevivieron a los años 80) comparten una cosa: suelen apelar al interés racional, material de las personas. Ciertamente el intereé suele poder más que el amor, como reza la copla popular. Pero así perdemos de vista el poder de las narrativas para mover las emociones de la gente. De manipular las emociones —sobre todo el miedo y el orgullo—viven los partidos y movimientos políticos de derecha, que tanto éxito han logrado en todo el mundo en años recientes.
No se trata de copiar las estrategias del populismo de derecha; a fin de cuentas, se basan en mentiras más dañinas que la de la “casa de estudios”. Pero sí debemos reconocer que el apelar al interés racional colectivo aparentemente no ha bastado para mover grandes multitudes en defensa de Puerto Rico ante la amenaza tan real que enfrenta. Ya hemos expuesto muchísimas razones, y bien sólidas, por las que se debe defender la UPR, o las escuelas, o la AEE, o la salud de peñolanxs y arecibeñxs. Pero el shock que tan bien ha analizado Naomi Klein todavía parece arroparnos.
Mientras tanto, la política de austeridad ya está cobrando víctimas: las muchas personas que están siendo privadas de sus medios de subsistencia, o de su esperanza de obtener una educación universitaria, son las que tenemos más cerca en la UPR. No se trata de encontrar un “niño símbolo” para nuestra lucha, sino de encontrar en nuestro fuero interior el sentido ético, profundo que nos mueva a una lucha, no por lo que nos conviene —si con eso bastara, ya habríamos parado el país— sino por quiénes somos: un pueblo que se reconoce en la joven madre que ya no puede estudiar, la profesora jubilada que apenas puede costear sus medicamentos, el docente sin plaza que pasa hambre por comprar gasolina para llegar a su próxima clase en el otro recinto.
¿Quiénes somos? Y ¿qué esperamos? No son preguntas retóricas. Cada quien las debe contestar.