Las mujeres en la era de la representación
Este texto es una carta en tres tiempos, a tres amigos.
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A Christian, que me comenta:
“Cuando Heidegger quiso sustituir la abstracción humanista de Sujeto Humano u Hombre, por la de Ser-Ahí, evitó al cuerpo y sus marcas, evitó al performance social y sus huellas psíquicas: las evadió porque sus observaciones sobre la naturaleza general del ser humano estaban en un nivel superior del discurso y no dependían de las diferencias, a un nivel inferior y contingente”.
Me hacía en este espacio hace un par de semanas, y ante los resultados de las elecciones en Túnez y de los anuncios de las reformas en Libia después de la caída de Gadafi, una pregunta que apuntaba hacia lo que considero un síntoma grave de nuestra actualidad política: la exclusión de las mujeres del espacio público y político en los países árabes. Me resulta curioso que la primera señal de transformación política que se envía después de la “primavera árabe” coincida con un pronunciamiento que incide en la organización de la libertad de la gente a partir de la instauración de derechos para los hombres y prohibiciones para las mujeres. El divorcio queda prohibido e instaurada la poligamia: tal fue el primer pronunciamiento de Libia ante la comunidad internacional. Es como si se abriera una posibilidad inmensa que queda inmediatamente cancelada a través del gesto de una restauración del régimen antes del dictador eliminado. ¿Por qué entonces una lucha de transformación supuestamente democrática se concibe como una vuelta a un pasado, como la restauración de unos valores? ¿Por qué no se concibe como la apertura a lo inesperado? Es como si se nos dijera que el ejercicio democrático sólo se limita al simulacro de las elecciones: pondremos otro soberano a la cabeza del régimen, pero el resto, es decir, todo lo que tiene que ver con la libertad de todas y todos, permanece fuera de juego.
Ahora bien, de todas las diferencias que se pueden articular en el espacio político y la representación, la sexual sigue siendo una de las más problemáticas. ¿Por qué es hacia las mujeres y su eventual libertad que con más frecuencia se atenta? ¿No será que todavía el viejo estado moderno nacional necesita de la figura de la familia “burguesa” para prolongar un resquicio de orden que le permite controlar y ejercer el poder? Hegel lo explicaba muy bien, sin tapujos, en su Fenomenología del espíritu: las mujeres permanecerán en el espacio doméstico para parir los hijos que el Estado necesita, de la familia pasamos al Estado que nos garantizaría una realización plena, una síntesis, la Aufhebung, la libertad. ¿Será que esa vieja estructura política, la familia, un resabio de ese Estado moderno bastante venido a menos en nuestros tiempos, permanece como estructura de poder? ¿Será por eso que el matrimonio gay es herejía para las derechas de todo el planeta? Las mujeres han sido colaboradoras de ese orden en tanto y en cuanto han aceptado ocupar el lugar que el patriarcado les ha asignado. ¿Qué ocurre cuando se revelan? El orden se deshace y el orden simbólico de la cultura se trastoca dejando ver sus fisuras y su falsa razón de ser. La naturaleza no ha ordenado nada. Sólo los humanos ordenamos soberanamente el mundo. En el Seminario de la carta robada de Lacan la mujer, esa localización, es el lugar donde se signa un pacto, ella vela por la legitimidad de un orden simbólico que necesita que ella se mantenga en el lugar que ese orden le asigna: la castración, que es casi lo mismo que una forma de obliteración.
¿Qué pasa cuando una decide no responder más a ese pacto, a ese orden, a esa ley? Entonces me preguntaba -en mi columna “Las mujeres y las ansias de la democracia”- de cara al mundo árabe y a sus reclamos de diferencia cultural como excusa para velar, excluir, asignar un lugar a las mujeres:
“¿Qué diferencia cultural se puede legítimamente reclamar desde la negación de la diferencia sexual? ¿Por qué la diferencia sexual es velada, negada, percibida como amenaza y transformada en la cabeza de medusa que hay que cortar? La escena de la negación de la feminidad es demasiado conocida. Ha sido demasiado leída por el feminismo y el post-feminismo del siglo XX. El miedo a la feminidad es siempre el miedo de lo que desborda, en otras palabras, miedo al deseo de vida.”
Insistiré: hay diferencias y diferencias, entre ellas la sexual. Resulta que, con frecuencia, cuando se reclama la diferencia cultural, el reclamo deja de lado la diferencia sexual. Ahora bien, la diferencia sexual no es una diferencia cultural, aunque sí es una diferencia representada en la cultura. Es una diferencia que ha organizado en sus diversas versiones el patriarcado y los modelos de soberanía, no sólo en Occidente, sino también en Oriente. Independientemente de que el Oriente pueda contar con mitologías que le adscriben un cierto valor a lo femenino o a lo maternal. Estamos, con el patriarcado y su versión filosófica, el falogocentrismo, en el corazón del poder político que ha hecho todo lo posible para que su cuerpo sexuado pase desapercibido. Así, a nombre del universalismo de lo humano, se ha hablado con frecuencia del “hombre”, haciéndonos creer que cuando así se decía, aunque no se decía, la mujer estaba como la ausencia misma inscrita en algún lugar del discurso y de la representación. Pero no. Hoy sabemos que aquello que no se dice, que no se nombra, no aparece en el espacio de la representación. Hay que, no sólo mencionar, nombrar, sino también dejar hablar. Una mujer velada es una mujer que no está representada más que como ausencia, como lugar de la negación, como lugar de la abyección.
El cuerpo no es neutro, como tampoco lo es el lenguaje que nos permite articular lo que somos. El lenguaje en tanto que cuerpo no es indiferente a las diferencias, entre ellas a la sexual. Pensemos por ejemplo que cada vez que yo digo en mi lengua “yo soy”… el enunciado está seguido de un calificativo sexuado. La gramática me hace decidir entre femenino y masculino. Yo decido, pero al hacerlo, la violencia de la gramática y de la cultura, es decir la norma, también me obliga. Ahora, no opongo lo femenino a lo masculino como si fueran propios de un sexo o del otro. Por eso identifico lo femenino con una cierta fuerza de vida, y si me dejan lo reformulo a la Freud, como una cierta pulsión de vida que desestabiliza aquello que el patriarcado falogocéntrico organizaba por sexos: la feminidad como cuerpo (sexualidad amenazante, seducción, loca, histérica, un poco bruja) y lo masculino como alma (el mundo de lo inteligible, el mundo del ser inmutable, la idealidad). El problema de lo femenino ha estribado en la imposibilidad de su definición. ¿Por qué? Es lo que desborda el discurso, aquello del cuerpo que rebasa al discurso. La oposición femenino/masculino ha sido desconstruida. Lo femenino no es un propio de la mujer pero, pero el espacio de la representación política localiza ese desborde las más de las veces con la mujer. ¿Por qué? Porque el patriarcado, otro de sus nombres, la exclusión, a fuerza de excluir ha permitido que ese sujeto mujer haya tenido suficiente tiempo para desalterarse a sí misma. Su cuerpo es la locura que teme la razón.
Por eso no puedo aceptar la idea de un cuerpo sin diferencias o neutro. ¡Ni aunque lo diga Heidegger! Que como sabemos, es un pensador de la caminata, de la mano, del oído. ¡Si eso no es cuerpo, pues no sabría decir de qué estamos hablando cuando de cuerpo hablamos! Así que digamos que a Heidegger no le interesó la diferencia sexual. Su Dasein es un ser en el mundo antes de las diferencias. Pero de ahí a decir que no hay cuerpo en su filosofía, creo que o no hemos leído con cuidado o que reducimos el cuerpo a su manifestación más cotidiana, a su estar ahí. De hecho, el no mencionar la diferencia sexual implica ya una diferencia que supone de alguna manera una economía libidinal del pensamiento. La ausencia de la diferencia sexual es un síntoma del pensamiento de Heidegger.
2
A Benjamín, que comentó:
“Respeto sí, miedo no… “En general, las mujeres han sido mis mejores aliadas”.
“Respeto a las mujeres sí, miedo no”. Este enunciado, en su formulación, parece no decir nada. Quien lo dice pretende aclarar que en vez de miedo -pues la autora del artículo habría señalado el miedo como una de las causas de la represión política en contra de la mujer-, siente respeto. El que así habla, se siente interpelado. Yo, autora, lo habría acusado de tenerle miedo a las mujeres y él, que me contesta, me aclara que no, me asegura que no, pero que, ¿al contrario?, les tiene respeto. ¿Qué quiere decir respeto? ¿Qué contiene este respeto que se deriva del miedo? ¿Algo así como que yo no me meto con ellas, hay que respetarlas? Como que un poco de miedo sí hay implícito en la frase, y que se traduce en el “no me meto con ellas”, “mejor tenerlas de aliadas”. Yo las respeto, dice él. Y te creo. Pero.
Pongamos en contexto las cosas. ¿Quiénes podrían temer a las mujeres? ¿Qué hacen las mujeres como para que les tengan miedo? ¿Qué es el miedo? ¿De qué miedo está hablando la autora? Menciono la cabeza de Medusa. Al hacerlo, inscribo mi reflexión en la estela de aquello que el psicoanálisis freudiano ha dicho sobre la feminidad. Freud escribió un texto que se llama La cabeza de Medusa, en el que habla del miedo que el órgano femenino, “castrado”, ese sexo que no es uno, como lo llama la filósofa Luce Irigaray, provoca en los hombres. La cabeza de la Medusa fue cortada por Perseo, según el mito, y los hombres que miraban los ojos de ese ser cuya cabellera eran serpientes, quedaban petrificados, lo que Freud se precipita a traducir por erección y miedo. Ese miedo no es otro según el ilustre padre del psicoanálisis que el de la castración. Cuando trasplanto a la actualidad la Medusa, digo que la fuerza política que las mujeres pueden aportar es experimentada como amenaza a la vieja castración en la construcción de la vieja masculinidad, es decir, aquélla, esa masculinidad que se piensa desde la represión de su feminidad.
Hélène Cixous, en La risa de la Medusa (1976), un manifiesto sobre la escritura femenina, desplaza el mito. La Medusa es “bella y se ríe”, pero es sobre todo una Medusa escritora. El manifiesto es un llamado a las mujeres para que se escriban, pues las mujeres habrían sido por siglos cortadas violentamente de la escritura como de sus cuerpos, dice ella. Si las mujeres escriben, aparecen, si las mujeres escriben, cuentan y dicen cosas…
Así, cuando hablo del miedo me refiero a ese miedo ancestral a lo desconocido del otro, en este caso, a las mujeres en tierras del fundamentalismo.
3
A Bernat, cuya respuesta a Benjamín cito parcialmente:
“Reaccioné tan visceralmente como reacciono al oír a un padre de mi generación que, contestando a la pregunta ¿y qué haces?, dice: “na’, aquí de ‘Mister Mom’”, cuando debería decir simplemente que está cuidando a sus hijos, o “na’, aquí de papá”. Tus “aliadas” cumplen la misma función que el “mister mom”: reenfatizan, reproducen y rearticulan la naturalización de los roles culturales de género, de la distribución sexual del trabajo, de las afecciones, de la inteligencia, de… Y, a diferencia de un machismo explícito recalcitrante, empeoran la cosa pues estas expresiones tienen la apariencia de ser de “avanzada”, de ser “feministas”, cuando no son sino machismo de segundo estadio. Generan, en un público no entrenado en la detección del imperio en la palabra, reacciones como: “Wow, qué sensible ese tipo”, “tú ves, eso es un verdadero hombre, ayudando a su mujer”, “¿tú viste? ‘Sus aliadas’ qué chulo, qué buen tipo”. Es como los hombres que esperan alabanzas o reconocimientos especiales cuando dicen que ellos también fregan, limpian y planchan, reproduciendo al hacerlo el hecho social de que esos son trabajos de mujeres y ellos —los hombres “feministas” y sensibles— las ayudan solidariamente en “sus” labores”.
La lengua no es un espacio neutro ni sin ambigüedades. Nosotros cándidamente pensamos que usamos el lenguaje, que él está ahí esperando por nosotros sin que sus estructuras, en tanto que estructuras, hablen a través de nosotros. Nuestras culturas cristianas, patriarcales, racistas, misóginas, homofóbicas no lo son tan solo porque habría esencias como el cristianismo, el patriarcado, la homofobia, el racismo o el machismo que se pasean por el mundo sensible, a las cuales nosotros nos remitimos cuando hablamos. ¿Quién ha podido nunca encontrarse de frente con la misoginia o la homofobia? Nos podemos encontrar con personas que hacen y actúan de forma racista, machista u homofóbica. Nuestra cultura es todo eso en virtud de lo que nosotros hacemos con el lenguaje. Esas cosas aparecen en el mundo cuando intentamos a través de él decirnos y relacionarnos con los demás.
Un oído perspicaz supone una actitud más capciosa ante lo que decimos.
No valen las buenas intenciones, por eso incluso aquel que dice no ser machista, y lo dice, insiste, “no soy machista”, apela por medio de su insistencia a ese poder performativo del lenguaje, y su insistencia traduce una incomodidad que apunta más bien a que está tratando de darle la pelea a un resabio de la cultura, y que de cierta forma no lo logra.
Por eso creo que sí, que sí, que a las mujeres les tienen miedo y más allá de ellas a lo que en la cultura podría advenir si se les permitiese otro circuito en el espacio de la representación.
Escribió una vez, en un texto de ficción, un hombre, algo que puede venir a cuento en nuestro intercambio. La ficción se titula “La locura del día”:
“los hombres quisieran escapar a la muerte […] Sin embargo, he conocido seres que nunca han dicho a la vida, cállate, ni nunca a la muerte, vete. Casi siempre mujeres, bellas criaturas. A los hombres, el terror los cerca…” (Maurice Blanchot).