Las urticantes propiedades de la pringamoza o Los tics y otras verrugas de la vieja y truculenta retórica colonial (En torno al concepto Poeta Nacional)

1.00: Antes que algún colegiado comisario de la academia abandone la poltrona de la lógica y me apunte con el dedo flamígero, dejemos de salida meridianamente claro que no mueve mi mano a pulsar la tensa cuerda del descontento la malsana idea de que, por ser Puerto Rico colonia del imperio estadounidense, no mereceríamos nombrar Poeta Nacional a cualesquiera de nuestros excelsos artesanos de la palabra y soldados de la belleza. Es sabido que países de Nuestra América cuentan con su Poeta Nacional de exclusivos laureles y nombradía de solitario cayo. Por ejemplo, Pedro Mir en la República Dominicana y Nicolás Guillén en Cuba.
Mi mayor reparo al pretendido galardón en el Puerto Rico de hoy día es la burda y libertina democratización del concepto y su consiguiente devaluación. El abuso de adjudicación, el dislate de la calentura y la hojarasca que suele hacerle el ruedo y la corte al nuncio y sus esfinges, el penoso apéndice: la jauría con su oxígeno triunfal y sus destemplados trinos apartados del más decoroso proceder. Percibo que, hará quizá un par de lustros, el fenómeno de suavizar hasta diluir los rigores del concepto original con tal de poder endilgar aquí y allá la rutilante etiqueta ha trastocado su significado emblemático. Como si de un tiempo a esta parte merecer, ostentar y, sobre todo, asignar, la dorada presea se redujera a un veleidoso e irresponsable arrobo de ego y vanidad.
No pretendo antagonizar con las instituciones culturales ni con certámenes o premios que procuran la participación de todos los que se sientan convocados a sus respectivos llamados en nuestro país. ¿Cómo, si no, llamar así a un certamen que convoca la participación de todos cuantos lo quieran?
Airada molestia sí provocan las comparsas que mediante su falta de seriedad y rigor devalúan los méritos de esa sublime entelequia. Me revuelve el estómago cada vez que algún entusiasta alzacolas, fresco cual lechuga, adula y nombra «poeta nacional» a alguna celebridad dizque literaria, y, para regocijo de su estrepitosa hueste de acólitos, la recién coronada deidad reacciona con oronda y orgásmica complacencia.
Una vez consignado esto, comparto que mis amigos los diccionarios aseguran que el adjetivo “nacional” aplica a todos y cada uno de aquellos que son naturales de una nación. Es decir, nacional es perteneciente o relativo a la propia nación. Entonces, en virtud del buen uso de los sabios diccionarios, resulta que son nacionales los bardos de mayor excelsitud en sus ejecutorias tanto como los aedas pródigos en carestías.
1.01: A veces nos quejamos del colonialismo, pero actuamos como colonizados.
Me parece que detrás de la grandilocuente pero truculenta retórica de llamar a título de nacional a un poeta, el que fuese, se esconde un retorcido tic de nuestro tercermundismo colonial. ¿Acaso es Corretjer (“jamás humillado, jamás herido ni aplazado”) más poeta, más nacional o más Poeta Nacional que Palés Matos (“¡Déjeme tu implacable poderío / una hora, un minuto más con ella!”), Julia de Burgos (“Tú te rizas el pelo y te pintas; yo no; / a mí me riza el viento, a mí me pinta el sol.”), “Paco” Matos Paoli (enorme quetzal de la nada alumbrando el camino de los elegidos), Klemente Soto Beles (salpicando de risa e inocencia la aventura de alguna jalda montaraz con su invicto tirigüibe), Chevremont (“y su espíritu puro se hizo ave / y su cuerpo llagado se hizo rosas”), De Diego (el de las cantarinas piedras, embistiendo como el toro que no muge) o Edwin Reyes (con su violenta mano de amigo y los ojos abrasados por el resplandor del cielo)?
1.02: Confieso que si hubiera de sucumbir al enredo espiritual (que ni me sube la marea ni me revuelca el flato), le entregaría el máximo guanín de 24 quilates a Lloréns Torres (volviendo a Collores en la jaquita baya por el sendero entre mayas arropás de cundiamores), pues entiendo que su obra capta ejemplarmente (y mejor que la de ninguna otra egregia voz poética de nuestras campiña y ciudad letrada) los elementos que configuran la esencia viva del alma puertorriqueña.
1.03: En 1981, Joserramón Melendes (sic) recopila en su editorial QeAse una serie de ensayos de Corretjer, Poesía y revolución. Allí el cialeño consigna que “(…) Lloréns ha sido el más universal de los puertorriqueños por ser el poeta más auténticamente representativo de la puertorriqueñidad» (164-165). Y unas páginas más adelante concluye: «Luis Lloréns Torres es el poeta más importante de nuestra historia. Al día de hoy, nuestro poeta imprescindible» (183).
2.00: En una tarea que requiere astucia, maña y suspiros, le suelto cordel a la chiringa de mi imaginación hasta alcanzar cielos más sensatos. Los europeos. Que sepa mi persona (y mi heterónimo detective cósmico Apolonio Tió-Montes de Oca), al sol de hoy, jamás he leído acerca de que, en virtud de su asilvestrado pragmatismo, los franceses se hayan visto precisados a escoger entre un maldito Baudelaire de enormes alas de quiróptero y por siempre rodeado de gatos (“allá, todo es orden y belleza, / lujo, calma y voluptuosidad”), Rimbaud, adolescente paticaliente, piojoso y malcriado de hermosos pero amargos ojos azules (“Mi vida era un festín donde se abrían todos los corazones, donde todos los vinos corrían. / Una noche, senté a la Belleza en mis rodillas, la encontré amarga, y la injurié.”), Breton (“el ojo existe en estado salvaje y la belleza será convulsiva o no será”), Éluard (“existen otros mundos, pero están en éste”), Valéry (“sobre casas de muertos va mi sombra / que a su frágil movimiento me acostumbra.”) o el insumergible Víctor Hugo (“Se siente una tristeza inmensa el ver cómo la naturaleza habla y el género humano no escucha.”), la figura del ejemplar Poeta Nacional francés.
2.01: Tampoco que los rusos coronaran ceremoniosamente con la suprema condecoración a uno de los suyos entre Maiacovski –quien se consideraba a sí mismo propagandista de la Revolución y también el poeta revolucionario por excelencia– y su nube empantalonada, oficiando el concierto de despedida en la flauta de su regio espinazo (“Usted y yo somos distintos. Usted está enamorado de los relámpagos en el cielo y yo de las chispas en la plancha eléctrica.”), Blok (“Los que nacieron en épocas oscuras / no recordaban su camino / nosotros, hijos de los años de espanto / no podemos olvidar nada.”), Esenin (“Dejar esta vida no es nada nuevo / pero vivirla tampoco lo es”), Ajmátova (“Estuve siempre con mi pueblo / ahí donde mi pueblo por desgracia estaba”), Pasternak (“el arte significa la realidad refractada a través de los sentimientos”) o Evtushenko y su vanidoso desenfado (“el capital más valioso de la vida es la ternura”).
2.02: Ni que los estadounidenses tuvieran como semifinalistas a alzarse con la réplica miniaturizada de la icónica campana hendida como presea a ser colgada en tan ilustre cuello al Whitman de insolente gozo de vivir frotándose en la diversidad de las cosas; Frost, quien tomó el camino menos transitado y eso hizo la diferencia; Sandburg (“vengan y muéstrenme otra ciudad con la cabeza erguida cantando tan orgullosa / de ser viva, ruda, fuerte y astuta”); el repudiado e irascible galimatías barbas de maíz que, con su chino a medio aprender, nos previene de la usura, Pound; o William Carlos Williams (hijo de madre mayagüezana, por más señas, espiritista), quien, tras comerse las frías ciruelas que la esposa guardaba para el desayuno, posa su mirada en esa carretilla roja barnizada por las gotas de lluvia junto a los pollos blancos (“el poema existe para afirmar el amor, no para conquistarlo”). Y, por aquello de aplacar algún furibundo reclamo de pluralidad o extirpar el menor asomo de paternalismo, bien podríamos añadir entre los casi ganadores el exquisito nombre de Emily Dickinson (“La esperanza es esa cosa con plumas”), siempre volcada hacia sus abismos en virtud de un miedo ciempiés a los protagonismos.
2.03: Imagino la caldeada reyerta de no acabar que enfrentarían los hermanos chilenos si, de repente, tuvieran que elegir el nombre de un egregio Poeta dizque Nacional en representación de su terruño y compatriotas pues, amén de contar entre sus filas con 2 ilustrísimos Nobel, una arisca y áspera, pero, ante todo, piadosa Gabriela Mistral (“Enseñar siempre: en el patio y en la calle como en la sala de clase. Enseñar con la actitud, el gesto y la palabra.”) y, ebrio de trementina y absoluto, el torrencial y caudaloso Neruda (“alguien, en fin, que no tenía nombre, / que se llamaba metal o madera, / y a quien miraron otros desde arriba / sin ver la hormiga / sino el hormiguero”), destacan con semejante brillo estelar su tocayo enquistado con él hasta más allá de la muerte, Pablo de Rokha (la inmensa ventolera de lo infinito deshoja horrorosamente los pájaros muertos de su voz agraria y formidable), el polemista incansable y caprichoso pequeño dios Huidobro, quien nos asignaba la tarea de crear poemas del mismo modo que la naturaleza crea árboles (“De pie en la popa siempre me veréis cantando. / Una rosa secreta se hincha en mi pecho / y un ruiseñor ebrio aletea en mi dedo.”), su pupilo Braulio Arenas (“El espejo es espejo en cuanto mundo, así como el mundo es mundo en cuanto espejo”), el centenario y rebelde ludópata Parra (“A mi modo de ver, el cielo se está cayendo a pedazos; ha llegado la hora de modernizar esta ceremonia.”), Gonzalo Rojas (“un aire nuevo: / no para respirarlo, / sino para vivirlo.”), Enrique Lihn (“Porque escribí no estuve en casa del verdugo, / ni me lavé ni me ensucié las manos. / Pero escribí y me muero por mi cuenta, / porque escribí, porque escribí estoy vivo.”), Jorge Teillier (“Todos nos reuniremos / bajo la solemne y aburrida mirada / de personas que nunca han existido, / y nos saludaremos sonriendo apenas / pues todavía creeremos estar vivos.”) y el no menos estupendo lírico marginal Óscar Hahn (a quien le parece ver que un fantasma en forma de reluciente blusa con una mancha de sangre justo en el lado izquierdo del pecho cruza la calle y va dejando tras sí un arroyo de indecible blancura). Difícil sortear semejante embrollo de optar por uno de estos 10 encumbrados picos, no sólo de Chile, sino de la poesía de Nuestra América.
3.00: Hace rato que peino canas y este asuntito de nombrar Nacional a un Poeta trae a mi pensamiento otra verruga similar del estrabismo ideológico nuestro de cada día: las no pocas veces que, tras escuchar mi nombre y a renglón seguido perfumaran el espacio señalando mi oficio de poeta, me endilgaron el sospechoso apellido “joven”. ¿Hasta qué edad un poeta es todavía “joven”, o lo que no es lo mismo pero resulta igual, a qué edad deja un poeta de ser “joven”? ¿No es un chiste de mal gusto valerse del manoseadísimo lugar común de presentar como “poeta joven” a uno que hace décadas viene armando hermosos y extraños objetos de tinta y papel y cuya acta de nacimiento certifica que al menos hace 25 que cuenta 25? (En una entrevista de Mario Benedetti a su colega y amigo Juan Gelman, el viudo de su patria y sobreviviente en tiempo de los más viles asesinos, adjudica el apelativo joven a “muchachos de 25 a 30 años”. En su novela Poeta chileno, Alejandro Zambra aporta esta aspirina del tamaño del Sol con kilotones de divertido desenfado para dilucidar el entuerto: “Al final igual elige tres libros muy baratos de poetas que tienen quince o veinte años más que él, y que si fueran futbolistas en lugar de poetas serían considerados futbolistas acabados, pero como son poetas todo el mundo los sigue llamando poetas jóvenes, porque el ejercicio de la poesía no da dinero pero prolonga notablemente la juventud”.)
Si no se tiene nada más digno o válido que añadir, dejémoslo cual Martini, poeta a secas, sin apellidos (con aceituna, por favor). Es mucho más elegante y se agradece el respeto al plateado rumor de nuestra cabellera. Así se cancelan cejas enarcadas, miradas fulminantes o sonrisas con las muelas de atrás (sí, esas mismas, las nombradas del juicio).
4.00: Despejo las cáscaras de niebla y me visita el recuerdo de un conocido galeno autoproclamado “sedicioso de la poesía”, quien, cada vez que su nombre es pronunciado y a renglón seguido le encorbatan con la longaniza de Poeta Nacional, se esponja cual galleta arrojada a un balde de agua y hasta campanitas de cristal escucha.
5.00: El futuro ya no es lo que solía ser. Sobre todo, en tiempos aciagos de pandemia y otros demonios globalizados. Y, tras mirar lo que aparenta la esplendidez de la rosa y lo que el viento le hace a la hoja seca del jobo, a estas alturas históricas nombrar en Puerto Rico a un hacedor de poesía Poeta Nacional, lejos de espolvorear al agredido de turno con una fina y dulce capa de polvo de diamantes o coronarle con una diadema dorada y, mediante ello, pretender añadir distinción alguna o resultar en grandilocuente halago, me parece que reviste mucho de huero o jojoto retrato de colonizados. Así que no me parece genuina, sino hueca la ceremonia de adobarle el ego a un creador nombrándole con un supuesto distintivo glorioso que de antemano ya le es inherente a todos y cada uno de los ídem nacidos en suelo boricua, que forman parte de la nación y, por tanto, son nacionales.
5.01: En fin, duele mucho, mucho y hondo, que hace más de un siglo que no pocos puertorriqueños viven obsesionados con semejantes avatares “nacionales”. Salir de tan dilatado atolladero será para nuestra patria, «por suerte viva y por desgracia cautiva», no sólo ocasión de un merecido y feliz respiro, sino un acto de salubridad inconmensurable.
6.00: Ñapa codística. Desde el lado opuesto de los efervescentes circuitos de prestigio y con toda intención, mi inconformidad empolla una interrogante: y los cultivadores de otros géneros literarios, ¿podrían calificar para merecer el tan maravilloso y ejemplar título (y el certificado con hermosa caligrafía, sellos y garantía)?
6.01: Así que, como dice (y dice bien) el maestro Gonzalo Rojas: “que los que saben sepan lo que puedan saber y los que estén dormidos sigan aún durmiendo”.
7.00: Enseguidamente, antes que pase la historia con su carromato recogiendo mortajas, medallas y otros cachivaches con los cuales alimentar sus alambiques, el ruiseñor se ha puesto a hacer gárgaras de cristal en la copa del meditabundo ciprés.
Es aquí cuando me aparto de la urticante caricia de la pringamoza, guardo silencio y escucho.
10-4. Eso era.