Los fantasmas de la imaginación en El deseo más canalla de Arístides Vargas
Convocados por el grupo Caborca y Teatro Público, nos reunimos el 17 de octubre en el escenario del Teatro de la UPR para recordar los montajes clandestinos de las obras La edad de la Ciruela (2002) y El deseo más canalla (2003) del dramaturgo argentino, Arístides Vargas. Ambas obras fueron dirigidas por Javier Antonio González, el ahora director artístico de Caborca. En un momento en todes en Puerto Rico están sobreviviendo y sanando de innumerables catástrofes naturales pero sobre todo políticas y de infraestructura, el evento nos funcionó- tal como proponía el título- como un “espacio seguro.” Allí nos pudimos sentir nuevamente en comunidad y constatar cómo hemos ocupado espacios y bregado desde antaño con las políticas de austeridad educativa y cultural de la colonia. El Teatro de la UPR estuvo cerrado al público y al estudiantado del Departamento de Drama durante los primeros años de este milenio. Visto desde el presente, el cierre del teatro pronosticó los múltiples desplazamientos que les Boricuas hemos vivido y que a algunes nos ha forzado a vivir en la diáspora con esperanzas flacas de retorno. El teatro cerrado dio pie a la privatización de este y un acceso limitado para les que le usábamos a diario. Cabe señalar que esta práctica se ha ampliado más allá de la Universidad como las recientes investigaciones de la periodista Bianca Graulau han destacado, la más famosa de estas en colaboración con Bad Bunny. En muchas maneras nuestro encuentro nos permitió añorar el fantasma del teatro que ya no es. Allí exorcizamos espacios imposibles, el del acceso cotidiano y educativo del siglo XX y el de nuestra ocupación mientras en ruina.
Mi aportación esa noche fue una crítica literaria sucinta a la obra de Arístides desde la inspiración que en algún momento me dieron las teorías psicoanalíticas del fantasma. Tal como propone el evento decidí recordar y recuperar un texto crítico que escribí cuando era estudiante de maestría del Departamento de Literatura Comparada en la UPR (2005-2009). El argumento principal es que Vargas propone a la imaginación como el método idóneo para protegerse de amenazas exteriores. Nuestras luchas sociales actuales requieren igualmente un nivel alto de imaginación. Por razones obvias esta obra resonó y me atrevo decir sigue resonando con nosotres artistas y pensadores históricamente marginalizades pero con imaginaciones desbocadas.
Construyendo realidades alternas
En la obra El deseo más canalla, Arístides Vargas maneja espacios alternos de la realidad. Adrogue, el personaje central, se esconde en una biblioteca para imaginar un grupo desenfrenado de escritores. A nivel de la dramaturgia esto se traduce en un constante cambio de ambientes y territorios escénicos que funden tiempo y espacio real con la atemporalidad de la fantasía amorosa y la creación poética. En este texto está presente también la multiplicidad de personalidades, así como un deseo amoroso reprimido que detona la fantasía y la aparición de las presencias fantasmales. Los fantasmas-poetas luchan por conectar amorosa y literariamente en un mundo mediocre que los aniquila y atrofia. Mediante una red de textos, éstos construyen una realidad alternativa, no exenta de conflictos literario-existenciales.
El deseo más canalla es una obra que divisa la posibilidad de transformarse en otros por medio de la imaginación. La imaginación en la dramaturgia de Vargas es un mecanismo recurrente para establecer una relación entre la realidad interior y la exterior, entre una posible construcción del yo y la otredad. Esa metamorfosis del yo se alcanza por medio del juego literario. La obra se estructura a partir de la reunión de una comunidad literaria disfuncional y fantasmagórica. El amor como deseo, la muerte como consecuencia ineludible al deseo y la revolución en tanto transformación radical de la vida, son los temas elegidos por los personajes para escribir y performear. La Muchacha Quieta, la hermana de Adrogue funciona en la obra como un testigo crítico que facilita la entrada y salida de los espacios ficcionales.
La amenaza a esta dinámica imaginativa está constituida por una lluvia de cenizas proveniente de un volcán activo. La lluvia asfixiante funciona como metáfora para definir el horror ante el mundo “real”, en otras palabras, ante el trabajo mundano que aleja al poeta del flujo extático y creativo. La biblioteca es tanto un centro de reunión, como una trinchera y dentro de este espacio literario es posible la alucinación del otro deseado.
El grupo de poetas-fantasmas está compuesto por: Bove, Margarita, Rafaela, La Grimaldi, Bron y Otilio. La obra se moviliza según la irreverente voz de cada uno y la posterior reacción crítica de los integrantes. Vargas propone que a pesar de las rivalidades, quejas y críticas existe una solidaridad en el grupo y un acuerdo extraño que les permite participar de los juegos que instaura cada uno. Propone de esta forma un discurso acerca de la soledad y el arte y la capacidad de integrarse al otro, aunque sea efímeramente. En una entrevista realizada en el 2008 Vargas me comentó:
Es el mismo juego que certifica que hay algo fuera de ti o que significa que tú estás fuera de algo. Ese es el juego que plantean estos personajes constantemente. Casi toda la obra se plantea sobre eso. Ninguno de ellos rompe realmente su condición, en este caso su estilo literario para acceder y asumir al otro. Si lo asumen en la acción, en la pura interrelación, parece que quisieran decir que lo importante en el fondo no es ni siquiera evitar la soledad, sino compartir la soledad, accionar a partir de encontrarte con otros solitarios como tú.[1]
Indaguemos en la poéticas individuales. Bove comienza el circuito literario con un monólogo en el que describe su barrio de manera fantástica y lo dota de características míticas. Para este escritor, es en el ejercicio poético donde se edifica una realidad nueva dentro de la mundana. Bove defiende la mitología y la poesía ya que ésta permite acceder a la realidad desde el juego.
Desde otro punto de vista, la segunda poeta, Margarita, trae a colación una sexualidad y una escritura acorde con el cuerpo. Según su narración, el deseo es una manera de volver carne al otro, un reconocer y reconocerse en el cuerpo del otro.
Le sigue Rafaela. A través de tres textos de prosa poética esta escritora configura posturas deseantes que dan cuenta de su identidad fluctuante. Rafaela vive el deseo a partir de los escritos de amantes ambivalentes que no logran consolidar carnalmente sus relaciones. Rafaela cierra su intervención diciendo: “Al final la triple mujer se pregunta: ¿Cuánto de historia de amor hay en los amores sin historia?”.[2] La pregunta connota la vacuidad de la palabra para subsanar la carencia amorosa.
Al seguir esta pista conceptual del deseo amoroso como desplazamiento y carencia, se llega a La Grimaldi que hace la historia de un salón de baile en el cual “nunca pasó nada porque cada novia deseaba al novio de la otra y cada novio a la novia del otro, bailaban cada uno en su soledad, por eso nunca pasó nada”.[3] Esta historia recuerda la teoría psicoanalítica de Jacques Lacan que ve en el deseo una carencia fundamental que jamás podrá ser colmada por el sujeto.
Esta necesidad de vivir el deseo desde el cuerpo lleva a los poetas a realizar una orgía luego de que Bove presenta un texto sensual sobre vírgenes y hombres vampiros. La desesperación por acceder al cuerpo del otro en búsqueda de una felicidad de los sentidos lleva a los poetas a un “ritual de acercamiento, lleno de accidentes e intentos fallidos”.[4] Ese derroche de energía libidinal se sublima con un acto de violencia extrema hacia la figura y el discurso moral-religioso de Bron, (los poetas le propinan un castigo salvaje, lo rocían con gasolina y lo queman). Este acto lleva a la obra a nuevos territorios en los cuales el deseo amoroso se une con el deseo de muerte, o sea, la unión de Eros y Thanatos como la propone Sigmund Freud.
Testigo de este evento, la Muchacha quieta analiza como Adrogue, en vez de mantener el control sobre el discurso amoroso, se deja manipular irracionalmente por su propio deseo y desemboca en el caos. Siguiendo a la muchacha quieta se puede leer la obra de Vargas como el relato de un escritor lidiando con su discurso amoroso en un ciclo de muerte y revitalización por medio de la encarnación de fantasmas.
El asesinato de Bron permite que la reunión literaria se mueva hacia los temas de la muerte y la revolución, temas que para Vargas no están excluidos del universo del deseo. Vargas comenta:
Estos personajes establecen [como temas fundamentales] el amor, la revolución y la muerte ya que, en definitiva, la única transacción posible, real, es con la muerte. El sentido es que tú necesitas ser querido porque quieres estar vivo. Tú necesitas establecer afectos porque necesitas estar vivo. La mayor sensación de mortalidad es el desamparo afectivo. Necesitamos de alguna manera llegar al fondo de nuestros afectos para sentir que la muerte, que es inevitable, es de alguna manera vivida como un juego definitivo y a la vez como un juego infinito. Es decir, tú puedes sentir que eres inmortal cuando, en un momento, la vida se te aparece con todos sus estímulos y tú la vives con todos tus sentidos. Es un momento muy efímero pero es el momento que tú sientes que todo es posible y que toda tú vida ha tenido sentido porque ese momento existe. Eso mismo es la revolución. Estos personajes buscan ese momento y lo buscan como deseo, es decir, el deseo de vivir ese momento para sentirse que ellos están vivos.[5]
Con el tema del deseo como ejercicio para exorcizar la muerte, la obra se sitúa en unos planteamientos metafísicos, en donde se analiza la trascendencia de los poetas y sus obras.
Con la entrada de Otilio, el soldado poeta, Vargas sigue indagando en la muerte como imagen mítica que mueve el deseo del poeta. En el pic-nic que improvisan los escritores, la sangre de Otilio se desparrama por todos lados. La comida se arruina y todos discuten entre sí. La sangre hace palpable nuevamente las faltas del cuerpo. Todos se reconocen como fantasmas y la ceniza de afuera comienza a colarse por la biblioteca. La discordia interna trae a colación la idea de la muerte como la destitución del mundo afectivo, la eclosión del deseo.
La ceniza que incrementalmente satura el espacio deja percibir el desaliento afectivo y artístico que existe entre los poetas, o quizás entre Adrogue y su propia ficción. Cada escritor anda tan sumido en su propio estilo y discurso que se le hace imposible conectar con el ímpetu creativo del otro. A través de La Muchacha, el personaje reflexivo de la obra se plantea cómo la desgracia (la ceniza) parece hermanar al grupo, pero, sin embargo, esta hermandad resulta ilusoria ya que ninguno cree en el delirio del otro.
Ante el problema de la asfixia imaginativa, Vargas dedica el último tramo de la obra a la revolución. El deseo se trabaja como una revuelta. Esta revuelta significa la búsqueda radical de un cambio interno que facilite la interacción con la realidad y con el deseo del otro. Frente al peligro de la lluvia de cenizas y el derrumbamiento de la biblioteca como organismo imaginativo, los personajes actúan irreflexivamente proponiendo una revuelta enfocada desde su propia poética. Aunque brevemente la integración del colectivo parece posible, cada poeta se aísla en su propia creación. Los fantasmas desaparecen cuando la ceniza cubre la biblioteca.
Este final desalentador es temporero. Adrogue y su hermana vuelven al plano de la realidad cotidiana. Él se muestra satisfecho con su jornada literaria. Adrogue formuló imaginativamente un espacio de invención poética que lo protegió de lo real asfixiante. Aunque conflictiva, una poética de la diferencia fue la constante que permitió escuchar las distintas voces, presenciar y convivir con los distintos fantasmas imaginados. Por tanto, Adrogue se muestra esperanzado en regresar a ese espacio. Vargas enuncia que el deseo, como fundamento de la creación, es un campo de batalla con muchas fuerzas y discursos encontrados.
En la obra de Vargas el deseo tiene otras implicaciones, es sobre todo una producción de discursos literarios enlazados y una manera de asumir la otredad. La obra pasa del relato del deseo amoroso a la acción de la orgía; del exorcismo de la violencia y la muerte, al cuento funerario; y por último, del llamado del deseo en tanto revuelta, a la creación caótica de textos. Los fantasmas son concebidos por Vargas como un conjunto de estilos literarios o proyecciones poético-imaginativas encarnadas en seres extraños. Aunque la carencia de una vida amorosa satisfactoria está presente, Vargas establece que el deseo más allá de impulsos sexuales y amorosos, es también, una transacción de la escritura con el amor, la muerte y las intenciones de cambio interno y social.
[1] Vargas, Aristides, Entrevista personal. Junio 7 del 2008
[2] Vargas, El deseo más Canalla. Casa de Aérica, 2001, 116
[3] Vargas, El deseo más Canalla, 118
[4] Vargas, El deseo más Canalla, 119
[5] Vargas, Entrevista personal. Junio 7 del 2008