Los muralistas mexicanos más allá de sus paredes
I. La falsa ilusión de los museos

Portada de Vida Americana
En un libro de 1947, El museo imaginario, libro que se convirtió en la primera parte de otro suyo de 1951, La voz del silencio, el gran intelectual y novelista francés André Malraux nos hace ver el impacto de los museos en nuestra concepción de la cultura y la historia. Aunque estos tienen sus antecedentes en la antigüedad y, más cerca a nuestros días, en las cámaras de curiosidades (“kunstkammer”) del Renacimiento, los museos, como los conocemos hoy, son productos del siglo XIX. Pero en los dos siglos desde su aparición se han convertido en parte tan integral de nuestra cultura que se nos hace imposible imaginar el mundo sin ellos.
Muchas veces vamos a un museo, a uno de los grandes y enciclopédicos como el Louvre o la National Gallery de Londres o el Metropolitan o el Prado, y creemos que vamos a ver allí la historia completa del arte. Pero así no es: el Prado no tiene un Franz Hals, el Louvre no tiene una pintura de Mengs y el Metropolitan, que parece que lo tiene todo, no tiene un Sánchez Cotán (Hay tan pocos. ¡Cómo va a tener uno!) ni una pintura de Paret y Alcázar. No hablemos ya de arte latinoamericano en general, que muchos de esos museos ignoran casi por completo. En fin, que ningún museo, ninguno, lo tiene todo y no lo puede tener y no lo tiene que tener. Por el contrario, muchas veces visitamos un museo porque tiene sobre todo la obra de un artista en particular o porque ejemplifica el gusto de un coleccionista. Este último es, en cierta medida, el caso del Museo de Arte de Ponce.
A pesar de ellos, cuando entramos a uno de esos grandes museos tenemos la falsa ilusión de que entramos a un gran libro de arte, a una enciclopedia y que sus páginas son salas y sus capítulos galerías. En gran medida esa ilusión nos viene por los libros de arte – los museos imaginarios de los que habla Malraux – y especialmente por los catálogos que esos museos producen. Hoy, cuando por la pandemia del covid-19 las puertas de los museos están cerradas, para compensar por esas visitas imposibles, visitamos las páginas electrónicas de los museos u hojeamos los catálogos que recopilan sus colecciones.
También dependemos de catálogos para visitar exposiciones temporeras que no podemos ni podremos ver. Esos catálogos, que perdurarán más allá de las fechas de la exposición que ilustran, se convierten en documentos que permanecerán tras las fechas de la exhibición que acompañan. Eso me ocurrió en estos días con una muestra organizada por el Whitney Museum de Nueva York titulada “Vida americana: Mexican muralists remake American art, 1925-1945”. A sabiendas de que no la podré ver, encargué de inmediato el catálogo de la misma que resultó ser un texto algo problemático porque, entre otras razones, no enumera ni ilustra todas las obras de arte que se exhiben y que, por ello, se convierte en un libro relacionado con la exposición, en un texto independiente de la misma, pero no en un catálogo tradicional o ideal. Pero, a pesar de ello, estamos ante un libro de importancia. Con esta idea en mente he leído este libro que me ha hecho pensar en otros temas relacionados. Estas páginas recogen, pues, un breve comentario – no una reseña – de este catálogo – no de la exposición que no he visto – y apuntan también algunas otras ideas que surgieron de la lectura.
II. México en los Estados Unidos
La tesis central del libro, la que fue la directriz para organizar esta exposición, es sencilla pero de gran relevancia: el arte mexicano, especialmente la obra de los muralistas que comenzaron a decorar paredes de edificios públicos en México en la década de 1920, marcó profundamente el arte de los Estados Unidos durante varias décadas. En gran medida esta no es una idea nueva. Ya investigadores como James Oles con South of the border: Mexico in the American imagination (1914-1947) (1993) y Lizzetta LeFalle-Collins y Shifra M. Goldman con In the spirit of resistance: Afro-American modernists and the Mexican muralist school (1996), entre otros, ya habían explorado el tema del impacto del arte mexicano en el estadounidense. Pero, a pesar de sus aportaciones, se necesitaba y se necesita aún más trabajos que aclaren este complejo tema.
Muchas veces creemos que lo sabemos todo sobre los muralistas mexicanos, especialmente sobre los llamados “los tres grandes”: Diego Rivera, José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros. Pero hay todavía lagunas y vacíos que llenar. En parte este nuevo libro coordinado por Barbara Haskell, la organizadora de la exposición, llena algunos de esos huecos de conocimiento. Por ejemplo, uno de los ensayos incluidos en este libro, el de Michael K. Schuessler, aclara el importante papel que desempeñaron en crear una imagen coherente del movimiento de arte que ha llegado a llamarse el Renacimiento Mexicano y en darlo a conocer en el extranjero, tres mujeres de avanzada: Anita Brenner, Alma Reed y Frances Toor. (Brenner fue quien creó el término de “los tres grandes” para referirse a los muralistas.) Hay otros aspectos del tema que se aclaran en otros ensayos aquí incluidos, por ejemplo, el impacto del cine en la obra de Siqueiros (Anna Indych-López), la relación de los muralistas con los mexicoamericanos durante la estadía de estos en los Estados Unidos (Marcela Guerrero), el trasfondo ideológico de un gran mural de Orozco, su “Prometeo” en Pomona College (Renato González Mello). En fin, los textos incluidos en este libro, en mayor o menor grado, contribuyen a que tengamos un cuadro más preciso y coherente sobre el tema.
III. Otros que no están
Pero, como decía, mucho queda por investigarse; muchos artistas estadounidense que fueron marcados por los mexicanos no aparecen ni siquiera mencionados de paso en este libro. Por ejemplo, unos días después de la apertura de la exposición en el Whitney apareció en The New York Times (22 de marzo de 2020) un interesantísimo ensayo de Bret Stephen sobre su abuela, Annette Nancarrow (1907-1992), una artista casi desconocida hoy, pero que habría que incorporar al canon del arte estadounidense y quien vivió en México y fue grandemente impactada por el arte mexicano de sus tiempo. Nancarrow trabajó directamente con los muralistas y el retrato que le hizo Orozco es una obra maestra que se conoce muy poco. Su pintura misma y el uso de pequeñas piezas prehispánicas para crear prendas nuevas son de interés y revelan aspectos del contacto con el arte mexicano. Para entender plenamente el impacto de los muralistas en los Estados Unidos hay que tener en consideración la obra de esta mujer que se adelantó en muchos sentidos a su momento.

José Clemente Orozco, “Retrato de Annette Nancarrow” (1940)
Con el redescubrimiento de Nancarrow, nos damos cuenta que quedan en la oscuridad muchos otros artistas estadounidenses que fueron marcados también y profundamente por los muralistas mexicanos. Este es el caso de Maltby Sykes (1911-1992), un pintor del Sur profundo – nació en Mississippi y trabajó en Alabama – y quien vivió en México en la década de 1930 donde trabajó por un tiempo con Rivera. Este artista estadounidense rememoró su experiencia mexicana y su trabajo con Rivera en un artículo titulado “Diego Rivera and the Hotel Reforma murals” (Archives of American Art Journal 25, no. 1/2 (1985): 29-40.)
Sykes es una figura poco valorada en el arte estadounidense, aunque desempeñó un papel de importancia en el desarrollo de las artes gráficas. Pero hay que ver y estudiar la totalidad de su obra para entender mejor el impacto de los muralistas, especialmente en un área cultural estadounidense que se tiende a ignorar y hasta despreciar, el sur del país. Un examen somero de las colecciones de algunos de los museos más grande de los Estados Unidos nos revelan que estos, si es que tienen piezas suyas en su colección es obra gráfica: nada suyo tiene el Metropolitan, una, la misma pieza está en las colecciones del MoMA y en la del Museo de Bellas Artes de Boston, otra diferente en el Chicago Art Institute, tres en el Museo de Brooklyn; todas ellas son grabados. A pesar de estas muestras en museos de importancia, Sykes no ha sido reconocido justamente como figura de interés en la historia del arte de su país. Es momento de darle un mayor reconocimiento ya que su pintura, más allá de su valor intrínseco, es de importancia para ver el impacto mexicano en el arte de su país.

Matlby Sykes, “Diego Rivera” (1936)
Llegué a la obra de Sykes por pura casualidad. En una visita a Montgomery, Alabama, por cuestiones académicas visité el museo de bellas artes de esa ciudad, museo que, hasta donde he podido investigar, tiene la colección más amplia de la obra de este artista sureño. Así es porque este mismo la donó al museo. Y entre las piezas que allí se atesoran hay un excelente retrato de Diego Rivera que Sykes pintó en 1936 cuando trabajaba con el maestro mexicano como ayudante en uno de sus murales, los del Hotel Reforma, murales que hoy están en el museo del Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México. Supuestamente Rivera consideraba que este retrato era mejor que el que le hizo Modigliani. Hay también en el museo de Montgomery varios cuadros de Sykes de temas mexicanos, piezas que muestran el gran impacto que tuvo México y su cultura en este pintor. Pero el retrato de Rivera es una pieza clave para entender la compleja historia de la influencia de los muralistas mexicanos en el arte estadounidense, aunque no se recoja en la exposición del Whitney.
El desconocimiento o el desinterés por la obra de Sykes y, más aún, por la de Nancarrow son pruebas contundentes de que a pesar de lo ya hecho mucho falta por hacer para tener un cuadro más completo del impacto de México en el arte estadounidense.
IV. Los muralistas acá
Este desconocimiento no sólo se da en el arte estadounidense. El impacto del muralismo mexicano es un tema que también hay que explorar en nuestro propio contexto. ¿Cómo influyó este en Puerto Rico? He aquí un importante tema que habrá que estudiar con detenimiento. Por el momento apunto algunas ideas al respecto que la lectura del catálogo de la exposición del Whitney me han sugerido.
En primer lugar hay que ver la escasa huella que dejaron los mexicanos en la Isla, concretamente en cuanto a la producción de murales. Es que no tuvimos un movimiento muralista fuerte y pocos artistas trabajaron en este medio. Todos los estudiosos reconocen a Rafael Ríos Rey (1911-1980) como “el primer muralista puertorriqueño cuya obra y nombre recibieron reconocimiento internacional” (Néstor Murray-Irizarry, Rafael Ríos Rey: ensayo de ensayo, 2001). Este artista no utilizó el medio tradicional del mural, el fresco, sino que pintó la mayor parte de la veces al óleo sobre lienzo que se adhería a la pared en paneles. A pesar de los comentarios elogiosos de algunos estudiosos de nuestro arte, hay que decir que la obra de Ríos Rey no es de gran mérito. La mayoría de sus murales, especialmente los tempranos, están construidos a partir de imágenes de un folklorismo ya gastado y que muchas veces desembocan en lo kitsch. Se salvan algunas piezas suyas como “La fundición” (1953) donde se nota el gran impacto de los famosos murales de Rivera sobre la industria automovilística en el Detroit Institute of Art, una de sus obras maestras.

Rafael Ríos Rey, “Zafra y flamboyán” (1938-1948)
Pero la falta de calidad estética en la obra de Ríos Rey no le quita valor histórico a la misma ya que siempre hay que tener en consideración su constante esfuerzo por desarrollar entre nosotros una escuela de muralismo. También hay que apuntar que Ríos Rey fue impactado por la escuela mexicana, aunque no directamente por “los tres grandes”. Como apunta Murray-Irizarry es importante “[s]u encuentro en Nueva York con discípulos de David Alfaro Siqueiros” en 1936, con sus discípulos, pero no con Siqueiros mismo. Más tarde, Ríos Rey visita México, pero en su estadía en ese país sus contactos son mayormente con los grabadores del Taller de Gráfica Popular. Es que cuando viaja a México, en 1958, ya ha pasado el momento de esplendor del muralismo en ese país. No cabe duda de que este artista tiene un puesto de importancia en la historia de nuestro arte, pero, al menos para mí, su producción no alcanza un alto grado estético y el impacto del muralismo mexicano se disuelve en su obra en un folklorismo que poco o nada tiene que ver con la obra de Rivera y menos aún con la de Siqueiros.

Rafael Río Rey, “La fundición” (1953)
Si descontamos el gran mural que decora la entrada de la Biblioteca Lázaro de la Universidad de Puerto Rico en Río Piedras, “Prometeo” (1957) de Rufino Tamayo (1899-1991), por ser obra de un mexicano, no cabe duda de que el mejor mural que tenemos es “La plena” (1952-54) de Rafael Tufiño (1922-2008). Para mí esta es la obra maestra del muralismo puertorriqueño, aunque no hay que ignorar y menos descartar los murales que hicieron Julio Rosado del Valle y José Antonio Torres Martinó para sendas salas del hotel Caribe Hilton. Pero la calidad estética y el significado histórico de esta obra de Tufiño le otorgan a la misma un lugar de gran importancia la historia del arte puertorriqueño.
Como apunta Teresa Tió en el catálogo de la retrospectiva de Tufiño hecha en el Museo de Arte de Puerto Rico en el 2001, “La plena”, obra que tampoco emplea el medio típico del mural, el fresco, es una pieza que capta perfectamente la música que le sirve de tema: el mural es, según Tió, “una plena plástica, visual, rítmica en el color”. (Teresa Tió, Rafael Tufiño, pintor puertorriqueño, 2001). La obra, pintada sobre paneles, sirvió originalmente como parte de la escenografía para una película del mismo título de Amílcar Tirado. La película y el trabajo de Tufiño para la misma están marcados por la estética que dominaba en la División de Educación de la Comunidad, estética donde obviamente se puede ver la huella mexicana. Antonio Martorell ve esa huella en el mural de Tufiño donde halla “la herencia muralista mexicana [que] se antillaniza en ritmos de pandero” (Antonio Martorell, “Fue la década”, Pintura y gráfica de los años 50, 1985). Tufiño asimila y nacionaliza la estética del muralismo mexicano en esta obra de claros y grandes logros artísticos. Por ello es que digo que esta es la obra maestra de nuestro escaso muralismo.

Rafael Tufiño, “La plena” (1952-54)
Paralelo a este mural sobre nuestra música popular surge el portafolio “Plenas” (1953-1955), diseñado por Irene Delano (1919-1982), donde se recogen seis grabados de Tufiño y otros seis de Lorenzo Homar (1913-2004), cada uno de los cuales ilustra una pieza musical de ese género. Tió llama al portafolio con plena razón “piedra angular de la gráfica puertorriqueña” (El portafolio en la gráfica puertorriqueña, 1995).
Dado el medio empleado, esta obra maestra de nuestro arte no cabe en el tema del muralismo, pero sí en el del gran impacto del arte mexicano en el nuestro. Y esto nos lleva a otra aseveración abarcadora: es en la gráfica donde se siente el mayor impacto del arte mexicano en el nuestro. Tufiño, quien vivió y estudió en México de 1947 a 1949 y quien estuvo en contacto directo con el Taller de Gráfica Popular, y especialmente Lorenzo Homar quien mantuvo una estrecha relación con grabadores de ese grupo, particularmente con Alberto Beltrán y con Leopoldo Méndez, son el gran puente entre la gráfica mexicana y la nuestra. Pero ese es otro tema que nos desvía del muralismo.
A pesar de ello no puedo dejar de traer a colación una pequeña pero reveladora prueba de esa estrecha relación de Homar y Tufiño con la gráfica mexicana. Se trata de un pequeño grabado de Homar del que el artista no llegó a hacer una tirada. Posiblemente sólo se hicieron muy pocas copias del mismo. Es una caricatura hecha en linóleo y que Homar titula “Calavera Tufiño”. La pieza que es de 1954 encuadra perfectamente bien dentro de la tradición gráfica mexicana y nos sirve para recalcar el impacto de esta entre nuestros artistas. Rivera, Orozco y Siqueiros no nos impactaron profundamente pero Posada, Méndez y Beltrán sí lo hicieron.

Lorenzo Homar, “Calavera Tufiño” (1954)
V. Justificación innecesaria de la lectura
La lectura de Vida americana: Mexican muralists remake American art, 1925-1945, el problemático libro que acompaña la exposición del mismo título, me ha hecho pensar más allá de sus páginas. Su lectura me invitó a meditar sobre lo mucho que todavía nos falta investigar, tanto en el arte estadounidense, foco principal de la exposición que nunca veré, como en el arte nuestro. Eso ya justifica su lectura. Pero, ¿ hay que justificarla?