Los viajes del Carpeteado
Dedicado a la amada profesora Carmen Lugo Filippi y al respetable profesor Mario Cancel Sepúlveda
Nací en una pequeña isla caribeña que en la década de 1520 los colonizadores llamaron cínicamente Puerto Rico pues auguraban que, por la explotación a la que sería sometida por los siglos subsiguientes, el adjetivo atribuido a su puerto movería a la risa. El día de mi nacimiento, 2 de marzo de 1917, hubo gran fiesta en la isla, no por mi llegada al mundo, sino porque ese día el presidente de los Estados Unidos, Woodrow Wilson, firmó la Ley Jones, que nos hacía ciudadanos como aquellos que al mando del general Nelson Miles invadieron la isla el 25 de julio de 1898 con la promesa de “… dar al pueblo de esta hermosa isla de Puerto Rico la mayor suma de libertades compatibles con esta ocupación militar”.Me cuenta mi padre que un trovador, de estilo desaliñado, trajo una parranda a la casa ese día e improvisó la siguiente décima:
Con el pan en el sobaco
el niño pobre nacía,
ahora la ciudadanía
le dará a este niño flaco
de felicidad un saco
y mucha prosperidad.
El tío Sam ¡qué bondad!
le guiará su destino.
Siempre tendrá en su camino
democracia y libertad.
Recitando esa décima que mis padres me obligaron a memorizar como un padrenuestro, andaba yo a mis dieciocho años por el bello campus de la Universidad de Puerto Rico cerca del mediodía del 24 de octubre de 1935. De pronto, escuché unos disparos y, como buen puertorriqueño, fui a averiguar qué sucedía. Unos policías disparaban y golpeaban a unos ciudadanos que gritaban ¡libertad! en una calle de Río Piedras cercana a la Universidad. Huí despavorido en dirección contraria a donde ocurría aquello que luego se llamó la Masacre de Río Piedras. Un estudiante que corría a mi lado me contó que el gobierno de los Estados Unidos le había declarado la guerra al Partido Nacionalista de Puerto Rico al que él y los masacrados pertenecían. Que los nacionalistas estaban exigiendo las libertades y la prosperidad que prometió el general Miles cuando la invasión. Que, desde Washington, sede de la mayor democracia del mundo, se nos imponía el gobernante y el jefe de la policía, entre otros mandamases. Le dije que simpatizaba con sus ideas, entonces se quitó la camisa negra que vestía, me la lanzó, y siguió corriendo en otra dirección.
La semana siguiente a estos sucesos, mi padre me dijo que se había enterado por un policía del barrio que yo figuraba en una carpeta que contenía los nombres de los nacionalistas del tiroteo de Río Piedras y me exigió alejarme de cualquier situación o evento que levantara sospechas conspirativas en contra del gobierno. Me dediqué entonces a ir a la iglesia –qué mejor forma de alejarse del mundanal conflicto– y hasta consideré la vocación sacerdotal. El cura de la capilla de mi barrio me recomendó que fuera a ver a un colega suyo en la catedral de San Juan que podría dirigir mi vida por buen camino. En esas estaba el domingo 23 de febrero de 1936. Salí de misa y decidí caminar un rato mientras reflexionaba sobre mi futuro cuando sentí a pocos metros unos disparos que resonaron como cañonazos en el Callejón del Gámbaro. Alcancé a meterme en un zafacón maloliente, lleno de cucarachas y hormigas, y desde allí pude escuchar la gritería y el corre-corre. Dos jóvenes nacionalistas habían ajusticiado al jefe de la policía estatal, coronel Elisha Francis Riggs, el mismo que le había declarado la guerra a los nacionalistas, y que precisamente había salido de la misma misa a la que asistí luego de hablar con el sacerdote que encaminaría mi vida.
Dos días después ya iba rumbo a España, por recomendación de mi padre y del policía del barrio, para alejarme de las malas compañías o de mi mala suerte. Llevaba en mano una carta dirigida al general Manuel Goded, que había nacido en San Juan en el año 1882, contemporáneo de mi padre, y que gozaba de gran poder en el gobierno español. Cuando llegué a Madrid y pregunté a las autoridades por él, recibí una mirada que me congeló el alma. Está asignado a las Baleares, me dijeron con frialdad. Hacia allá me dirigí mientras escuchaba a mi alrededor discusiones acaloradas sobre un supuesto golpe de Estado que se tramaba para derrocar el gobierno recientemente constituido por un frente de fuerzas de izquierda. En las Baleares me dijeron que Goded había salido hacia Barcelona con una escuadrilla de hidroaviones en una misión secreta de la cual todo el mundo hablaba. Pues nuevamente al mar, esta vez en ruta a Barcelona. No me extrañó el sonido de disparos y cañones con el que fui recibido. Tan pronto mostré la carta dirigida a Goded, y me identifiqué como amigo de su familia, fui arrestado y llevado a una inmunda prisión de la cual me sacaron para que observara el momento en que Goded fue fusilado junto a otros sublevados el 12 de agosto de 1936.
Después de ver fusiladas mis esperanzas, me regresaron a prisión, de la que fui liberado meses más tarde por las fuerzas a las que antes perteneció Goded y que ahora dominaban bajo el mando del General Francisco Franco. No me tomó mucho darme cuenta de que había caído en medio de una guerra civil, así que a sobrevivir me lancé. Luego de muchos meses de esconderme, correr, caer preso en un lado, fugarme y caer preso en el otro, gracias a la camisa negra que me había regalado mi amigo nacionalista, se me acercó un miliciano del ejército republicano que se identificó como puertorriqueño y comunista. Se llamaba don José Enamorado Cuesta, y vino como voluntario con la Brigada Abraham Lincoln. Gracias a él me escapé de polizón en un barco de carga que iba rumbo a Argentina.
A tiempo salí de España, pues mientras el barco se adentraba en el Atlántico Norte, para luego seguir hacia el Sur, se escucharon los primeros bombazos de la Segunda Guerra Mundial. Tardé varias semanas en saber quién era quién en aquella embarcación. Le hablaba a quienes me parecían alemanes y resultaba que eran argentinos admiradores de Alemania; le hablaba a otros que creía argentinos, y resultaban ser alemanes inmigrantes. Y cuando alguien no me respondió ni en español ni en alemán, hablé en inglés y los argentinos que me escucharon pensaron que era británico y quisieron tirarme al mar cuando estábamos a menos de 500 kilómetros de la costa este de Argentina para que me fuera a nado hasta las islas Malvinas. Un sacerdote español que buscaba asilo político intervino a mi favor y pude llegar a Argentina.
Esa época de la Segunda Guerra Mundial que viví en Buenos Aires fue muy difícil. Los del gobierno parecían simpatizar con Alemania, pero Estados Unidos presionaba para que le declararan la guerra a los nazis. Los comunistas, a cuyas reuniones asistí por curiosidad, se inclinaban hacia la neutralidad diplomática promovida desde la Unión Soviética, pero luego estaban en las de destruir a Alemania porque había invadido el territorio soviético. Fue en esas reuniones que comencé a escuchar el nombre de Juan Domingo Perón, y aunque me provocó simpatías, opté por dedicarme al tango y así evitarme problemas ideológicos y políticos.
Aquel trovador desaliñado que me dedicó la décima el día de mi nacimiento, y que seguí repitiendo como un mantra, me enseñó unos acordes de guitarra que me sirvieron para ganarme la vida cantando tangos de arrabal en tugurios bonaerenses. La creciente clase obrera industrial era mi mejor audiencia. Un 4 de junio de 1943, cantaba yo el tango Uno, de Mariano Mores:
Uno busca lleno de esperanzas
el camino que los sueños prometieron a sus ansias.
Sabe que la lucha es cruel y es mucha,
pero lucha y se desangra por la fe que lo empecina…
Uno va arrastrándose entre espinas…
…cuando escuché disparos, gritos y corre y corre que interrumpieron mi canto. Salí del bar, guitarra en mano, a ver qué pasaba, y con la misma guitarra me golpearon por la cabeza y espalda mientras me exigían que me identificara como radicalista, socialista, unionista, progresista o comunista. Yo gritaba: ¡soy guitarrista y tanguista! y más me golpeaban. Cuando desperté, con la guitarra como corona, me dijeron que había ocurrido un golpe de Estado. Esa noticia me revolcó el estómago pues me había enterado de que el golpe de estado que viví en España había desembocado en una cruel dictadura. Pero a medida que pasaron los días, y luego los meses, y más adelante los años, y retorné a mi labor de tanguista de arrabal, llegué a declararme peronista pues se estaban dando avances en la distribución de la riqueza, se fortalecía el sindicalismo y se estaba consolidando el Estado benefactor.
Entusiasmado, le escribí a mi padre contándole de estas ideas y poco después recibí una carta en la que me decía que si eso me entusiasmaba debía regresar a Puerto Rico pues el país también se encaminaba a la libertad y progreso que tanto llevábamos esperando. Un nuevo líder conducía el país en esa dirección con el lema de Pan, Tierra y Libertad. Contesté de inmediato la carta, tembloroso de emoción, preguntando si ese líder era don Pedro Albizu Campos. Mi padre me contestó que, gracias a Dios, ese revoltoso estaba preso y que ahora era Luis Muñoz Marín, con la bendición del Tío Sam, el que lideraba la isla hacia el pan para los pobres, la división de la tierra, y la libertad política.
Canté tangos como no se podrán imaginar para reunir el dinero y regresar a mi patria. Volver, de Carlos Gardel se convirtió en mi favorito:
Tengo miedo del encuentro,
con el pasado que vuelve,
a enfrentarse con mi vida…
Con cierto escepticismo, pero con más esperanzas que dudas, regresé a Puerto Rico. ¡Pan, Tierra y Libertad!, eso me sonaba a las consignas socialistas de principios de siglo exigiendo justicia social para campesinos y trabajadores, y también a la consigna que usó Emiliano Zapata en la revolución mexicana. ¡Qué esperanzador!
Al llegar, en los primeros días del penúltimo mes del año cincuenta, vi que había gente que corría por las calles de San Juan, con la bandera monoestrellada en mano, gritando ¡Viva Puerto Rico libre! ¡Qué mejor recibimiento pude haber tenido! ¡Y me uní! No habían pasado dos horas cuando fui tomado preso y acusado de subversión por haber violado la Ley de la Mordaza recientemente aprobada por el partido de Muñoz Marín, y por apoyar la Insurrección Nacionalista del 30 de octubre.
En la cárcel de La Princesa ¡oh sorpresa! me encontré con don José Enamorado Cuesta.
—¿Muchacho qué haces aquí? —exclamó— ¿No te dejé rumbo a Argentina?
—¿Y usted qué hace aquí? —respondí igualmente emocionado— ¿No lo dejé peleando en la Guerra Civil española?
—Me encontrarás donde quiera que se luche por la justicia y la libertad.
Y acto seguido me dio un papel donde había emborronado una décima mientras miraba a la bahía de San Juan a través de las rejas:
Barco que pasa velero,
por delante de la reja
y estela en el agua deja
que sólo ve el carcelero.
En la gavia lleva, fiero,
flotando al viento bravío,
pendón que tan sólo es mío
y el carcelero no ve:
¡es el pendón de mi fe,
izado por mi albedrío!
Salí de La Princesa un año después, sin dinero y, peor aún, sin esperanzas. Así que me fui en uno de los tantos viajes que llevaban puertorriqueños a Nueva York a ver si allá encontraba lo que se nos había prometido. Trabajé en un taller de la industria de la aguja que estaba en todo su apogeo, pero el arte me llamaba, y me uní a un grupo de artistas callejeros de mímica y pantomima inspirados en el gran Charlie Chaplin. Luego de ver una de sus películas, Monsieur Verdoux, entendí que eso del capitalismo era algo malo, y me uní a una protesta cuando a Chaplin se le negó, por comunista, la visa de entrada a Estados Unidos. En la radio escuché a un senador de nombre Joseph Raymond McCarthy que amenazaba con apresar a todos los traidores de la patria.
En el taller me pusieron el sello de comunista y hasta en el baño sentía que me vigilaban. La única mirada que me resultaba agradable era la de Altagracia, una vivaracha dominicana que había comenzado a trabajar para el mismo tiempo que yo. Nos enamoramos y, como tantos puertorriqueños, dominicanos, y latinos en general, fuimos a vivir en las áreas pobres de Manhattan. Pero una tarde Altagracia empacó nuestras pertenencias y esa misma noche tomamos un avión para la República Dominicana. Había ocurrido un ataque al Congreso de los Estados Unidos por cuatro nacionalistas puertorriqueños, una mujer y tres hombres, y ya la policía andaba detrás de cualquiera que fuera puertorriqueño y, peor aún, izquierdista. A tiempo nos fuimos pues al otro día por la mañana la policía entró al taller y se llevaron presos a cuantos se les zafara un ay bendito.
Altagracia me advirtió, cuando llegamos a Ciudad Trujillo, que allá la cosa era peor y la población vivía bajo el terror de la dictadura del sanguinario Rafael Leónidas Trujillo, alias el Chivo. Pero, según me dijo, prefería morir en su patria que en el frío de Nueva York. También me aconsejó que ya, a mis 37 años, era el momento de estabilizarme y de evitar problemas. Fue así como empecé a trabajar de clasificador de documentos en el AGN, el Archivo General de la Nación.
Y allí, un aburrido día donde la alergia que me provocaban los papeles amarillentos y llenos de polvo apenas me permitía abrir los ojos, vi un nombre que saltó a la vista: Ramón Emeterio Betances Alacán. ¿Nuestro Betances?, me pregunté incrédulo. Y ya de ese día en adelante mi rutina cambió. Realizaba las tareas encomendadas muy temprano en la mañana y el resto del día –y algunas veces hasta tarde en la noche, para desagrado de mi Altagracia– me la pasaba leyendo, investigando y escribiendo sobre las cosas extraordinarias que descubría de nuestro padre de la patria, de su amigo Segundo Ruiz Belvis, de Eugenio María de Hostos, y de la fascinante historia de esa segunda mitad del siglo XIX. La investigación histórica me alejaba del asfixiante ambiente que se vivía en la calle con la dictadura trujillista bendecida por los Estados Unidos.
La mañana del miércoles 31 de mayo de 1961 iba, como todos los días, deseoso de llegar al AGN para seguir rebuscando documentos cuando, una vez más, caí en el epicentro de un terremoto de acontecimientos dramáticos. Sirenas, policías, militares por todos lados, arrestos indiscriminados y gente que con caras de disimulada alegría susurraban: ¡mataron al Chivo! En la carretera de Santo Domingo a San Cristóbal, entre santos te veas, habían ajusticiado al Generalísimo Trujillo. Pocas horas después me encontraba yo en un calabozo, por el delito de no mostrar tristeza alguna por lo sucedido. Por suerte, cargaba con apuntes y copias de varios documentos históricos que me hicieron menos tedioso mi encierro hasta que Altagracia logró mi liberación en 1963, poco después de que el nuevo gobierno del escritor Juan Bosch, que había dirigido en Cuba la edición de las Obras Completas de Eugenio María de Hostos, fuera juramentado como presidente. Bosch era hijo de un catalán y una puertorriqueña, deliciosa mezcla parecida a la de Betances, hijo de un dominicano y una boricua.
No duró mucho la alegría luego de mi regreso al sagrado recinto del AGN. La santa iglesia católica, apostólica y romana, los militares, y la oligarquía criolla se sentían incómodos con la presencia de un hombre honesto e ilustrado en el poder y, con la generosa ayuda de los marines estadounidenses, quitaron de la presidencia a don Juan Bosch. Yo decidí que ya era tiempo de emprender un nuevo viaje a algún lugar donde esos ideales revolucionarios estuvieran floreciendo. Y así llegué a la tierra de Martí, pero sin mi Altagracia, que no tenía el espíritu errante que me caracterizaba y había decidido quedarse a combatir el régimen que había depuesto a Bosch.
¡Qué maravilloso era vivir la ansiada utopía en Cuba! Allí, además de ser testigo de la construcción de la revolución, disfrutaba de la explosión cultural que se experimentaba por doquier. Manuel Galbán, del grupo Los Zafiros, me regaló una guitarra que ya no usaba y comencé a cantar por las plazas de La Habana las canciones de la nueva trova.
En vano busco en mi guitarra tu dolor,
en mi jardín ya todo es bello, no hay temor.
¿Qué puedo yo dejarte, Comandante,
que no sea cambiar mi guitarra por tu suerte?
Así le cantaba al Che Guevara apropiándome de la composición de Pablo Milanés. Pregonábamos en aquellas canciones la educación gratuita, los servicios de salud para todos, la solidaridad internacional, la autocrítica y la resistencia al imperialismo yanqui.
Y un buen día fui invitado a firmar una carta junto a escritores a los cuales idolatraba: Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Octavio Paz, Juan Rulfo, Jean-Paul Sartre, Mario Vargas Llosa, Roque Dalton, en solidaridad con el escritor Heberto Padilla, del periódico Juventud Rebelde, el cual había sido encarcelado porque sus escritos cuestionaban aspectos fundamentales de la revolución. Desde ese día mi nombre apareció en las carpetas de indeseables de la Inteligencia cubana. Luego de leer una entrevista en Granma, en la que líderes de la izquierda puertorriqueña aseguraban que la independencia y el socialismo estaban a la vuelta de la esquina, decidí regresar a Puerto Rico.
Un grupo de vecinos integrantes del Comité de Defensa de la Revolución del barrio habanero donde vivía fueron a despedirme a gritos de contrarrevolucionario, vendido, pitiyanqui colonizado y marica mientras tomaba un viejo autobús hacia el aeropuerto José Martí. Regresé a Puerto Rico a punto de cumplir mis sesenta años y me recibió mi padre feliz por partida triple: porque había regresado, porque él había cumplido sus noventa, y porque la anexión, su ideal desde que obtuvo la ciudadanía el día de mi nacimiento, también estaba a la vuelta de la esquina por el triunfo electoral de un tal Carlos Romero Barceló que promulgaba la idea de que la anexión era para los pobres.
Tan pronto salí del aeropuerto empecé a notar que unos personajes extraños en unos carros oscuros no me perdían ni pie ni pisá, y cuando les hice frente y pregunté por qué me seguían, me dijeron con mucha amabilidad que, según un dossier cuidadosamente preparado por la División de Inteligencia de la Policía del territorio, yo era un subversivo que venía desde Cuba a traerle dinero al marxista leninista Partido Socialista Puertorriqueño (PSP) de manos del propio Fidel Castro. Les dije que solo venía a visitar a mi padre, y se echaron a reír, me sacaron fotos, y continuaron su trabajo de vigilancia. Cuando se lo conté a mi papá, dijo que no me preocupara, que eso era por mi propia seguridad, pues los comunistas del PSP habían sacado sobre 10,000 votos en las pasadas elecciones y era necesario vigilar a todo el que fuera o pareciera simpatizante. Además de vigilar, también decidieron exterminar a algunos: asesinaron al hijo del líder del Partido Socialista, a un joven cubano que promulgaba la unificación del exilio, y a dos estudiantes que fueron entrampados por un agente secreto.
Decidí entonces dedicarme a la cátedra, profesión de la que esperaba paz espiritual y gozo profesional después de tantas vicisitudes y decepciones vividas. Además, con todo el material histórico que había recopilado en Santo Domingo y Cuba, y por investigaciones posteriores, me sentía capaz y entusiasmado de educar a jóvenes universitarios sobre la vida y obra de los grandes próceres puertorriqueños de la segunda mitad del siglo XIX. Para hacerlo de una forma atractiva e innovadora, me distancié de la historiografía liberal o de la nacionalista, que al formular el héroe civil lo vaciaban de otros contenidos, evitaban tocar su vida privada, devaluaban otros aspectos de su vida pública que no consideraban pertinentes a su comprensión, y reconstruían así una imagen inalcanzable al ser humano común.
Parece que logré mi propósito pues muy pronto mis clases estaban abarrotadas de estudiantes que comenzaron a interesarse por entender las ideas de anexionistas, separatistas e independentistas de ese fin del siglo XIX, conocer sus logros y fracasos, aciertos y contradicciones. Pero un día me llevé una gran sorpresa. Me invitaron a una reunión de historiadores, intelectuales y miembros de diversas academias y sospeché que me citaban para la otorgación de algún premio o reconocimiento por el éxito de mis clases. Nada más lejos de la verdad. Se me haría un juicio que, de resultar culpable, terminaría expulsado no solo del aula universitaria, sino de cualquier posibilidad de ofrecer cursos de historia en ninguna otra institución educativa. Así lo dijo para récord el más docto de los doctos, escritor de varios volúmenes de investigaciones que sus más allegados aún no se habían animado a leer:
—Se le acusa de diseminar, con mala intención y alevosía, información y datos entre sus alumnos que proyectan sombras sobre la vida de nuestros grandes próceres como don Ramón Emeterio Betances, don Segundo Ruiz Belvis y don Eugenio María de Hostos, entre otros.
Y así fueron haciendo uso de la palabra académicos desconocidos, otros muy conocidos, que prácticamente se arrebataban el micrófono para ensañarse en acusaciones contra mi persona:
—Usted ha lacerado la imagen de unidad que teníamos de esos dos grandes próceres puertorriqueños, Hostos y Betances, resaltando supuestas diferencias de criterios y enfoques que había entre ellos —dijo uno apuntándome con su dedo índice en actitud amenazante.
—Las personalidades de estos dos hombres tenían muchas similitudes, pero también serias diferencias —dije con un tono bajo de voz para obligarles a escuchar. Ambos eran emocionales en extremo y agresivos en la argumentación —proseguí— pero también expresaban sus puntos de vista desde las influencias recibidas en sus respectivas experiencias de vida. Hostos, dominado por el genio romántico y la melancolía, Betances por el genio volteriano y la ironía fronteriza con el sarcasmo.
Se escucharon murmullos entre el público que seguía llenando el recinto. Mis detractores volvieron a la carga.
—Pero, ¿cómo se le ocurre decir que no estaban de acuerdo en la gran gesta, la génesis de nuestra independencia, el Grito de Lares? —dijo otro que levantó el puño izquierdo para darle más fuerza a su planteamiento.
—Escrito está —repliqué. En octubre de 1868 Hostos difunde un juicio negativo del levantamiento en Lares en El Universal de Madrid y el Iraruc Bac de Bilbao. Don Eugenio María restaba legitimidad al movimiento y proponía un programa liberal reformista para la isla pues veía el problema como un español antillano. Betances sabía del reformismo de Hostos desde 1863 y lo expresa cuando ese año, al comentar la novela La peregrinación de Bayoán, dice que no se podía hacer tortilla sin romper los huevos, o sea, no se podía hacer “revolución” sin “revoltura”. Y el mismo Hostos lo refiere en su artículo Recuerdos de Betances de 1898. Hostos no creía en ese momento histórico en la violencia, y Betances no esperaba absolutamente nada bueno de España.
El silencio con el que la audiencia estaba respondiendo a mis argumentaciones preocupó a los de la Santa Inquisición Historiográfica y prefirieron cambiar de tema. Se levantó otro de los detractores con varios papeles en mano.
—Tengo notas de sus estudiantes donde usted insinuó que hubo problemas entre Segundo Ruiz Belvis y Betances posiblemente por un asunto de faldas —y a punto estuvo de rasgarse las vestiduras al decirlo.
—Betances y Ruiz Belvis fueron un binomio extraordinario, amigos y colaboradores, pero no podemos idealizar esa relación, pues como cualquiera otra entre seres humanos que piensan, sienten y padecen, hay conflictos que más que lacerar sus imágenes los hacen más reales. Y sí, hubo distanciamiento entre ellos pues…
—¡Pare! No prosiga —gritó un señor de espejuelos redondos, barba blanca y lazo de mariposa que se levantó de su silla como un si un petardo le hubiese explotado en el fondillo— Usted ha sido capaz de validar las insolentes afirmaciones del historiador ultraconservador José Pérez Moris que presentaba a Betances como un “dandy”, lo que considero una blasfemia contra nuestro apóstol y mesías de la independencia.
Cuando intenté explicar el entusiasmo de Betances por lo fantástico, de su atracción por la narrativa creativa y periodística y por esa discursividad que indaga en torno a la oposición cotidianidad/extrañeza que sugiere una necesidad de evadirse, y quise hacer referencia a La Virgen de Borinquen de 1859, y al texto periodístico El Perú en París de 1891, dos jóvenes que exudaban marxismo-leninismo me escoltaron fuera del salón, y me conminaron a que jamás se me ocurriera mencionar la petición de Betances de hacerse ciudadano estadounidense por más razones tácticas y estratégicas que tuviera.
—La imbecilidad es contagiosa —alcancé a decirles antes de que recibiera una patada en el trasero y cayera en la calle. Allí quedé abandonado hasta que uno de mis estudiantes, al que le interesaba más la literatura que la historia, me llevó a un terminal de autobuses. Me subí al primero que salió, que no por casualidad iba rumbo a Mayagüez. Una vez allá, atribulado, pregunté por la casa de doña Pura, una espiritista de buenas relaciones con independentistas, nacionalistas y marxistas leninistas, seguidora de los postulados de Allan Kardec, a ver si por la vía espiritual lograba entender lo que me había sucedido. No le tomó mucho tiempo descubrir que mi problema tenía que ver con mis antepasados, uno nacido en Candía, allá para el año 1600, al que un francés de nombre Voltaire bautizó como El Escarmentado, y otro, que nació en Venezuela, llamado El Escaldado, al que el caborrojeño Ramón Emeterio Betances le dedicara algún escrito. Según doña Pura, estaba determinado que yo siguiera viajando, en busca de justicia y libertad, y que, consustancial a esa búsqueda, sería perseguido y carpeteado, por derechas, izquierdas y centros, donde quiera que existieran mentes temerosas de la verdad monda y lironda.
No me rendí ante ese determinismo al que la espiritista me condenaba. Pero acepté que me faltaba mucho por aprender del comportamiento de los seres humanos y, para hacerlo, decidí emprender una nueva ronda de viajes de reflexión y contemplación de la vida animal por el archipiélago puertorriqueño, a saber, Mona, Monito, Culebra, Culebrita, Ratones, Palominos e Isla de Cabras. Terminé en Caja de Muertos, desde donde escribo estas memorias, porque escribir, es también un viaje.
*Inspirado en Viajes de Escaldado, de Ramón Emeterio Betances (1888), que a su vez se inspiró en Historia de los viajes de escarmentado, de Voltaire.
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Referencias:
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Lugo Filippi, Carmen. “Betances Satírico”. Págs 164-170; http://smjegupr.net/wp-content/uploads/2015/03/15-Betances-sat–rico.pdf
Cancel Sepúlveda, Mario. Historia de una exclusión. Puerto Rico entre siglos: Historiografía y cultura. https://puertoricoentresiglos.wordpress.com/tag/voltaire/
Marchena, José. Traducción. Voltaire: Historia de los viajes del escarmentado http://www.biblioteca.org.ar/libros/154844.pdf
Acosta, Ivonne. La invasión de Estados Unidos a Puerto Rico en 1898 posted 1 de diciembre de 2012. http://desahogoboricua.blogspot.com/2012/
Pérez, Ángel. Breve historia de los sucesos del 24 de octubre de 1935: Masacre de Río Piedras https://banderasola.wordpress.com/2010/10/26/breve-historia-de-los-sucesos-del-24-de-octubre-de-1935-masacre-de-rio-piedras/
Biografías y vidas. Manuel Goded Llopis https://www.biografiasyvidas.com/biografia/g/goded.htm
Historia y Biografía. Juan Domingo Perón https://historia-biografia.com/juan-domingo-peron/
Cancel Sepúlveda, Mario. Albizu y el Nacionalismo: un problema historiográfico Revista digital 80 grados 16 de septiembre de 2014 http://www.80grados.net/albizu-y-el-nacionalismo-un-problema-historiografico/
Vargas Llosa, Mario. La fiesta del chivo http://www.itvalledelguadiana.edu.mx/librosdigitales/Mario%20Vargas%20Llosa%20-%20La%20fiesta%20del%20chivo.pdf
Mecca, Daniel. Revista El Otro. Fidel Castro, el caso Padilla y la censura en el arte http://www.revistaelotro.com/2016/11/26/fidel-castro-el-caso-padilla-y-la-censura-en-el-arte/
Cancel Sepúlveda, Mario. Puerto Rico entre siglos: Historiografía y cultura. Ramón Emeterio Betances literato: la complejidad de lo moderno.
https://puertoricoentresiglos.wordpress.com/tag/jose-perez-moris/