Mala madre
Me descubrí pensando, incómoda, en esas escenas y en la definición de “villano” una tarde de jueves, en una calle sin salida cerca de un caserío mayagüezano. En ese momento dirigía un proyecto para estudiar y atender desigualdades educativas que, entre otras cosas, llevaba estudiantes del caserío a la universidad para hacer asignaciones y participar en actividades humanísticas y científicas chulas, con estudiantes universitarios como mentores. En esos días, nos preparábamos para llevar a los nenes a una exhibición rodante de anatomía llamada “Cuerpos”, “Bodies”, una cosa magnífica, jodida, sublime y vuela-sesos que justo en esos días hacía escala en San Juan.
En el barrio había dos niños, llamémoslos Edwin y Vicky, dos hermanitos de doce y diez años que hubieran querido ir con nosotros pero no preguntaban mucho, ni insistían, porque llenar el papeleo de rigor les resultaba casi imposible. Estaban acostumbrados a quedarse atrás en las jiras, los proyectos, los campamentos y “las propuestas”. Vivían con su mamá, llamémosla Jennifer, en una casita medio derruida justo al lado del caserío y la escuela. Jennifer era usuaria de drogas varias y padecía además de otras condiciones de salud. Los adultos me la describieron como una “mala madre”, que estaba más pendiente de “los hombres y el vicio” que de sus hijos.
“Uno quiere ayudar, pero al final es responsabilidad de los padres”, me decía una maestra, con un suspiro triste, ofreciéndome un permiso tácito para tirar a pérdida a Edwin y Vicky. Jennifer, me explicó, nunca devolvía papeles a la escuela, no buscaba las notas, no iba a las reuniones de padres y maestros, no le importan esos nenes.
“Los vecinos tratamos de ayudar, pero es que no hay manera, le dimos unos chavos la semana pasada para pagar la luz y comprar comida y ella fue y se los gastó en droga”, me decía una vecina, igualmente frustrada. Jennifer, me explicó, no cocinaba, no limpiaba, dormía y usaba droga todo el día, emergía solo para buscar más droga u hombres que se la suplieran, no le importan esos nenes.
Pero sin papeles firmados no podíamos llevarnos a los nenes a paseo alguno, así que después de varios intentos fallidos, en los que Jennifer no escuchaba o ignoraba nuestros llamados a su puerta, le tendimos una trampa, como si fuera un animal nocturno, elusivo y delicado. Éramos varios, los cómplices: los nenes, dos vecinas, una maestra, un colega, una estudiante, yo. Al regresar de la escuela, los nenes dejaron la puerta abierta “sin querer”; tras un par de gritos de ¡nena cierra la jodía puerta!, Jennifer finalmente decidió ir a cerrarla ella misma; allí nos encontró, frente al balcón, despiertos y sonrientes como testigos de Jehová, como profetas o fanáticos loquitos llevando el evangelio de la UPR y sus bondades, documento y bolígrafo en mano.
Dio un par de pasos en nuestra dirección. El sol le dio de lleno en la cara. Tenía el cuerpo encorvado, la cara sucia y la bata rota. Apretaba los párpados y se cubría la cara con las manos, como un vampiro. Trató de volverse y refugiarse en su casa, pero ahí a sus espaldas estaban sus dos hijos y las dos vecinas, impidiéndole el paso con sus cuerpos. Con dificultad se trasladó al pequeño patio, empedrado de basuritas, y allí la rodeamos otra vez. Dio algunos pasos hacia la calle, alejándose de nosotros, pero la seguimos, siempre papel en mano. Se detuvo, agotada, los brazos caídos y los ojos buscando, inútilmente, refugio detrás de nosotros, en el cielo, los arbustos, el suelo, un carro montado en cuatro bloques, una bicicleta sin sillín.
Al borde del llanto, me miró, finalmente, a los ojos, y yo, entregada a mi rol de villana, manipuladora y calculadora, aproveché su debilidad para asestar el golpe de gracia. Le puse el papel frente a la cara y volví a entonar la cantaleta de jiras, tutorías y “oportunidades” que nuestra frágil presa no entendía del todo pero a la cual parecía estarse rindiendo. Temí que se nos fuera a desmayar sin firmar, y el desmayo me preocupaba menos que la falta de firma. Una de mis cómplices fue ubicando los documentos sobre una libreta, frente a Jenniffer. Edwin, cógele la mano, para que firme, le dijo una vecina al nene y él, obedientemente, así lo hizo.
Acorralada y llorosa, hostigada por desconocidos, vecinos e hijos, Jenniffer garabateó alguna cosa en los papeles. Sí, señora, murmuraba, ansiosa y sin mirarme. La escoltamos de regreso a su casa y le dimos los detalles del proyecto, aunque fue la nena, Vicky, la que los anotó.
A la mañana siguiente, al pasar lista dentro de la guagua que nos llevaría a San Juan, notamos que Edwin y Vicky no estaban. No me sorprendió. Me bajé con la intención de ir a tocarles la puerta.
Pero allí, en la calle frente a la guagua, estaba Jenniffer. Despierta a las 7:30 de la mañana. Con una camiseta limpia, los ojos abiertos, la boca temblorosa, un hijo en cada mano.
Se acercó a mí. Te los estoy encomendando a ti personalmente, oíste, me dijo, empujando suavemente a los nenes en mi dirección. Esta vez sí me miró a los ojos directamente, con severidad.
Sí, señora, le contesté, bajando los míos.
Los espero de regreso esta tarde sanos y salvos, oíste.
Sí, señora.
Su cuerpo flaco, pequeño y erguido nos dió la espalda y se alejó con los pasos breves y nerviosos de un animal nocturno, elusivo, delicado.
Esto pasó hace más de una década, pero pienso en Jeniffer con frecuencia.
La recuerdo cuando hablamos de la importancia de soluciones sistémicas, estructurales, a los problemas sociales y educativos de nuestra población infantil, porque siempre aparece alguien que dice “eso es responsabilidad de los padres”. Y sí, eso puede ser verdad, pero es también muy problemático. ¿Nos exime acaso de responsabilidad colectiva, esa irresponsabilidad paterna, o mejor dicho, porque es casi siempre el caso, materna? ¿Cuál es el cálculo moral; si los padres no se ocupan, nosotros tampoco?
La recuerdo cuando me levanto temprano y con alguna dificultad (porque hace frío, o porque dormí mal) llevo a mi hijo menor, de la mano, a la escuela. No puedo imaginar las mañanas de Jennifer, vivir en su esqueleto, mover mi cuerpo en su espacio y su rutina, sentir el tirón de la adicción, el peso del cansancio, el aguijón del juicio ajeno, la culpa y la vergüenza de ser la mala madre.
No sé si habrá logrado salir del roto, no sé si usó drogas al día siguiente o esa misma tarde, no sé si habrá seguido siendo la “mala madre” clásica de nuestras santurronerías boricuas. No sé qué fue de ella, o de sus hijos. Lo que sí sé es que aquella mañana, Jeniffer me dio una lección de dignidad y heroísmo, tal vez también de amor. Una lección que todavía no entiendo bien, una lección de la cual todavía estoy aprendiendo.