María fue inocente

Las noticias iniciales, divulgadas por las pocas emisoras de radio en pie, reportaron varios muertos y diversos heridos. Pero, en los recintos del gobierno isleño ningún kakistócrata sabía contar. Eventualmente, estos contrataron peritos en la materia, quienes estimaron miles de muertos. Muchos ciudadanos, el gobierno y los medios de comunicación culparon a María de todas esas muertes. Asimismo, la culparon de las grandes pérdidas materiales, incluyendo las numerosas casas y edificios destruidos. También se le acusó de haber destruido la infraestructura del país. Casi nadie cuestionó las acusaciones. Para muchos puertorriqueños María fue la única culpable del desastre. Pero, María nunca recibió un juicio justo. Ni siquiera pudo defenderse, por tanto, porque murió de causas naturales a finales de septiembre, después de visitar la República Dominicana y Estados Unidos. Muchos celebraron su muerte.
Hoy, a poco más de un año de su paso, muchos puertorriqueños continúan atribuyéndole el desastre a María. Sin embargo, María fue inocente. Lo fue porque, como dirían los sociólogos, los desastres naturales no son tan naturales como solemos pensar. Sus causas son más sociales que naturales. El desastre del que continuamos recuperándonos hoy es una ocasión de crisis grave, una en nuestro caso sumada al conjunto de crisis económicas, políticas y sociales que ya enfrentábamos y que nos hicieron desmesuradamente vulnerables a los huracanes y otros fenómenos naturales extremos. Entender el origen y desarrollo del desastre nos requiere precisamente analizar nuestra vulnerabilidad al mismo. Prepararnos para los futuros desastres y mitigarlos demanda lo mismo.
Culpar a María del desastre aporta a nuestra vulnerabilidad cultural, a esas prácticas que reproducen ideologías, concepciones y visiones de mundo, así como creencias, estereotipos, prejuicios y rumores, que limitan la prevención, respuesta y mitigación efectivas a los desastres. Estas suscitan, en ocasiones, conformidad, pesimismo, desesperanza, y hasta el fatalismo, entre otras cosas. Sin embargo, su efecto más frecuente es enturbiar nuestro discernimiento de los llamados desastres naturales y encubrir muchos de los procesos sociales que configuran estos eventos. De hecho, una de las cosas que impide examinar críticamente los orígenes de los desastres y de la vulnerabilidad a los mismos es que aún continuamos definiéndolos en términos equívocos. Todavía insistimos en reducirlos a eventos naturales, confundiendo los desastres con las amenazas naturales. Un huracán, como María, es un fenómeno natural, que, aunque extremo es incapaz de producir un desastre por sí solo. El huracán María fue natural pero el desastre no. Hasta algunas amenazas naturales mismas, como los huracanes, son cada vez menos independientes de las actividades humanas. Hoy, las actividades antropogénicas, las mismas vinculadas al cambio climático, afectan inclusive las condiciones físicas en las que se forman y desarrollan los huracanes, alterando sus características físicas.
Para los sociólogos un “desastre natural” es una crisis severa, producto del catastrófico choque de dos fuerzas primordiales, la exposición peligrosa o riesgosa a procesos naturales extremos, como los huracanes, y los diversos procesos sociales, políticos, culturales y económicos que producen vulnerabilidad a esos procesos naturales extremados. Desde esa perspectiva, los “desastres naturales” son procesos socio-naturales. Y si los sistemas sociales son además sistemas sociotécnicos, entonces los desastres son sociales, ambientales y tecnológicos simultáneamente. Sin embargo, es la configuración y desarrollo de la vulnerabilidad el factor decisivo de un desastre, más que las características físicas de un fenómeno natural extremo. El desastre que hoy sobrellevamos los puertorriqueños no fue el producto exclusivo de los formidables vientos y abundantes lluvias del huracán María ni de sus características físicas —categoría, dimensiones, estabilidad, velocidad, duración, dispersión y curso—. El desastre fue más bien el terrible efecto del complejo choque entre esas características físicas del huracán y la lamentable vulnerabilidad de Puerto Rico a los huracanes y otras amenazas de esa índole. Nuestro riesgo a desastres era alto, no solo porque estamos ubicados en una región susceptible a los huracanes, donde son habituales y frecuentes en una porción del año, sino además porque éramos vulnerables a los desastres. Y esa vulnerabilidad ha aumentado ampliamente en los últimos años.
Suponer que los desastres son naturales previene que los consideremos un problema social. Creer que los desastres son el resultado de fenómenos naturales sin considerar los factores sociales, culturales, políticos y económicos involucrados, una percepción equívoca de los mismos, limita nuestra capacidad para prevenirlos y mitigarlos. También coarta los esfuerzos para reducir de forma efectiva nuestra vulnerabilidad a los desastres. La vulnerabilidad se refiere a la capacidad de una población o sociedad para anticipar, manejar, resistir y recuperarse del impacto de un fenómeno natural intenso. El grado de vulnerabilidad de una sociedad particular depende de su capacidad para reducir el riesgo y absorber el impacto de fenómenos naturales extremos, como huracanes, tsunamis y terremotos, entre otros. También depende de su capacidad para responder a los desastres y recuperarse de estos. La situación en Puerto Rico después del paso del poderoso huracán reveló nuestra baja capacidad para ello, nuestra alta vulnerabilidad a los desastres. Nuestra poquísima capacidad colectiva para anticipar, manejar, resistir y recuperarnos de un desastre contribuyó a la gravedad del desastre que enfrentamos. Las raíces de esa vulnerabilidad están en los ámbitos interrelacionados de la política y la economía, atadas al poder y el capital, y que forman, reproducen y exacerban grandes desigualdades sociales, y con estas la vulnerabilidad a los desastres. La vulnerabilidad a estos es profundamente desigual, afectando desproporcionadamente a los más pobres y marginados.
La configuración social y económica del país, sobre todo en los últimos años, ha ampliado nuestra predisposición a los desastres. Puerto Rico, endeudado, con una economía estancada, con altos niveles de pobreza, desempleo y desigualdad, y enfrentando crisis económicas y fiscales, aparte de las crisis políticas y sociales, está muy lejos de las vías del crecimiento económico. La crisis económica que comenzó en 2006, con raíces en los noventa, exacerbó indudablemente nuestra vulnerabilidad a los desastres. Pero, esa vulnerabilidad era ya alta desde mucho antes, consecuencia de los fallidos programas de desarrollo económico y de crisis económicas previas. Hoy, las políticas económicas de la Junta de Control Fiscal, el gobierno y los partidos políticos dominantes, fundamentadas en el neoliberalismo y lo que Naomi Klein llamó el “shock-after-shock-after shock doctrine”, y que tanto nutren las arcas de los “disaster capitalists”, agravan la situación, acrecentando e intensificando las grandes desigualdades, y con estas, nuestra vulnerabilidad a los desastres.