Miradas al treinta: del Unionismo al Aliancismo
Uno de los problemas historiográficos que más han ocupado la atención del canon ha sido la denominada Generación del 1930. La vigencia de aquel discurso cultural solo comenzó a ser revisada en la década de 1990. La supervivencia de aquella discursividad hasta la frontera de la postmodernidad, ratifica su poder de convicción, y ese hecho no puede ser descartado mediante simplezas.
La opinión dominante sobre aquel proceso se apoya en dos premisas sencillas. La primera identifica la década del 1930 con la peor crisis económica mundial del siglo 20. Las posibilidades reales de la Independencia o de la Estadidad, que habían sido pocas en la década de 1920 como ya se ha comentado en otras columnas, eran nulas en aquel contexto. Los efectos de la crisis sobre el país fueron tan devastadores que la idea progresista de que “todo tiempo pasado fue peor”, se impuso tras la avasallante victoria del Partido Popular Democrático en las elecciones de 1944. Sobre aquella base se levantó el edificio de la confianza en el Popularismo y el progreso hasta la década del 1960. La crisis, surgida de las grietas del mercado de valores en 1929, no se solventó del todo sino después de 1945. Antes y después de ese periodo crítico, Puerto Rico dejó de ser lo que era. Aquellos 16 años dejaron un amargo sabor en los puertorriqueños en la medida en polarizaron a la intelectualidad del país. Visto desde esta perspectiva, la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), fue una consecuencia y una solución a la Gran Depresión de 1929.
Una segunda premisa presume que la Generación del 1930 interpretó y apropió la crisis, la enfrentó con eficacia y que salvó la Identidad y la Nacionalidad Puertorriqueña. Desde mi punto de vista, no se trataba de salvar un producto terminado, sino más bien de re-fundar un discurso que había que ajustar a la innovación de la presencia sajona en el país. Esto significa que la crisis del 1930 no fue solo material: el aspecto espiritual y cultural planteó un reto a la intelectualidad puertorriqueña muy similar al que presentó el 1898 a la intelectualidad española e hispanoamericana. El proyecto hegemónico del Imperialismo Plutocrático estadounidense, tenía en Porto Rico, un espacio primado. Para la Generación de 1930, la reevaluación del pasado histórico era fundamental. La intelectualidad, antes y después de la literatura del 1930, dejó también de ser lo que era. El 1930 sintetiza con vigor la idea del trauma y la ruptura que, por tradición, se ha adjudicado al 1898.
La tercera premisa tiene que ver con la presunción de que los intelectuales universitarios fueron los responsables de aquel proceso de recuperación material y espiritual. La afirmación de poder de la cultura logocéntrica y universitaria resultó convincente, dada la debilidad de ambos espacios en el pasado hispánico. El elemento que más se ha destacado, ha sido la afirmación de una hispanidad reinventada, y el cuestionamiento de la sajonidad que caracterizó a ciertos intelectuales. El Nacionalismo Puertorriqueño y la Universidad de Puerto Rico cumplieron un papel cardinal en aquel proceso. Pero el camino de la redención no estuvo exento de fisuras.
Abrir la discusión del 1930
El balance de lo que se recuerda y lo que se olvida en un relato histórico, influye en la imagen que se consagra del pasado. La tendencia de la historiografía social y literaria hasta la década de 1990, fue mostrar la discursividad del 1930 como un hecho esencial, sin antecedentes. Con ello se aspiraba a sacralizar el lenguaje de una generación de intelectuales con el fin de inmunizarla para la crítica. El dilema interpretativo radica en que ese aserto dependía de presumir el periodo de 1898 a 1928 como uno en “blanco”. La investigación de aquellos tres decenios no representaba una prioridad. Aislar el treinta de sus contextos representó un problema. Hoy se sabe que la miseria que se vivió durante la Gran Depresión, no difería mucho de la que se experimentó entre 1898 y 1928: los decenios de ajuste que cimentaron la relación colonial de Puerto Rico y Estados Unidos debían ser visitados.
La pregunta es, ¿y en qué dirección se puede abrir la discusión del 1930? La primera ruta es dejar de mirar la Gran Depresión de 1929 como un fenómeno inédito y único en la historia de occidente capitalista. Estructura y efectos análogos tuvo, en un contexto global, la Gran Depresión de 1873 a1896. En Puerto Rico, abrió con la Abolición Jurídica de la Esclavitud Negra, profundizó la crisis de la Economía de Hacienda Azucarera y dejó al país, después de la Guerra de la Tarifas entre Estados Unidos y España, en el proemio de la invasión de 1898. También en aquel entonces el revisionismo y la polarización política se impusieron, y la apuesta por la Autonomía Radical, la Anexión a Estados Unidos y la Confederación de la Antillas, se generalizó. Para los observadores europeos, aquella Gran Depresión justificó la puesta en entredicho de la fe en el Progreso y en las virtudes del Mercado Libre.
El fin del librecambismo clásico en el modelo de Adam Smith, y la situación de anarquía social que produjo la resistencia popular y obrera en los países industriales, justificó la necesidad de regular la producción y el mercado. La posibilidad de una Economía Planificada por el Estado, y no por las fuerzas del Mercado, se afirmó. Aquella fue una época dominada por la incertidumbre económica, pero también por la incertidumbre cultural. George L. Mosse ha distinguido aquel periodo con la lapidaria frase “las certezas estaban disolviéndose”. En Europa, la crisis material justificó la desconfianza en los valores heredados. Las Vanguardias, el Bolchevismo, el Fascismo y el Imperialismo, fueron algunas de las respuestas a la situación.
¿Cómo nos informa esto sobre Puerto Rico? En los aspectos materiales, la Gran Depresión de 1929 también condujo al cuestionamiento de las virtudes del librecambismo clásico y colocó al país en el camino de la Economía Planificada. Sin embargo, no se trató de un decisión libre sino de una impostura colonial al amparo del Nuevo Trato. En el plano cultural, condujo a todo lo contrario. En lugar de disolverse las certezas, la crisis estimuló la voluntad de determinar nuevas certezas. Esa fue la tarea de la Generación del 1930 y del Nacionalismo Puertorriqueño.
Para ello se realizó un balance de la situación del país a la luz de su historia mediata: la que emanaba del 1898. Las opciones extremas eran dos. O se restituía la confianza en Estados Unidos, en quiebra desde 1910. O se rehabilitaba la confianza en España, en quiebra hasta 1898. Los puntos medios probables eran infinitos. La consolidación de esas miradas alternas a Estados Unidos y España, condensaron la discusión intelectual. La naturaleza contradictoria del 1930 se materializó en las preguntas respecto a qué somos, cómo somos y dónde vamos los puertorriqueños.
La segunda ruta para abrir esa discusión es aceptar que las contestaciones a aquellas cuestiones tenían el carácter de una hipótesis. Al cabo generaron un relato polémico pero funcional sobre la puertorriqueñidad. El problema ha sido sacralizarlas y canonizarlas. Lo más indicado sería apropiar el discurso de la Generación del 1930 no como el discurso, sino como un discurso más sobre la cuestión de la identidad. Para ello habría que desobstruir la imagen del pasado que se inventó y, sobre esa base, reelaborar una genealogía del 1930 partiendo de la premisa de la difidencia o la sospecha.
Lugares de la genealogía: unas (anti)figuraciones
Dos lugares me parecen críticos en ese sentido. Los lugares no son una fecha y su situación solamente. Se trata de espacios de la genealogía del 1930 y sus circunstantes, que dejaron su impronta sobre aquella estética de la crisis. Uno de ellos es el 1922, coyuntura que relaciono con la consolidación del Partido Nacionalista ante el colapso del Nacionalismo Dieguista en el Partido Unión. El otro es 1930, coyuntura que marca la radicalización del Partido Nacionalista. Son dos lugares vinculados a la praxis política pero, dado que antes como hoy, la cultura se disuelve en la política, no veo problema alguno en el asunto. Mi tesis es que buena parte de los argumentos que se esgrimieron en el debate cultural del 1930, ya se había diseñado en 1920 e, incluso, antes de esa fecha
Respecto al 1922, debo recordar que aquella década inició un ciclo revisionista de alcances extraordinarios en el Nacionalismo Puertorriqueño. Un detonante fue la gestión pública del Gobernador Emmet Montgomery Reily (1921-1923). Reily venía a Puerto Rico con el objetivo expreso de “matar el empuje de la independencia”, según recojo de una carta de José Celso Barbosa a Roberto H. Todd de 1921, quien celebraba el hecho. Imposibilitado de gobernar por medio de las mayorías Unionistas, tildadas por los estadoístas de radicales e independentistas, se asoció con el maltrecho Partido Republicano Puertorriqueño que no obtenía un triunfo electoral desde 1902. La postura agrió al extremo las relaciones entre estadoístas e independentistas.
En febrero de 1922, una tradición radical se vino al suelo. El Partido Unión, revisó la alternativa de estatus de su programa y, aunque reafirmó su compromiso con una “Patria Libre”, aceptó que para conseguirla había que reconocer la necesidad de garantizar una “noble Asociación de carácter permanente e indestructible” con Estados Unidos. Esa fue la primera vez que se optó por un Free Associated State o Estado Libre Asociado para Puerto Rico. “Libre” y “Asociado”, el país advendría a la libertad soñada. El acto implicaba un reconocimiento de que Estados Unidos no concedería la Independencia a su colonia bajo las condiciones dominantes. El Unionismo se sometía a la agresividad de Reily. Con aquel lenguaje moderado, esperaba convencer al atrabiliario gobernador de que confiase en ellos.
El Partido Nacionalista se consolidó sobre la base de aquel desliz. El Unionismo se encontró en la situación de que, al someterse a Reily, vendría forzado a atacar a los nacionalistas con el fin de demostrar la sinceridad de su reconciliación con el Imperio. En septiembre de 1922, la jefatura unionista acusó de “traición” a los nacionalistas, con el argumento de que su separación del Partido Unión equivalía a favorecer al estadoísmo y a Reily. Los traidores acusaban de traidores a los refractarios. Cuando el resbalón de 1922 se reconfiguró en 1924 en el Club Deportivo de Ponce en la llamada Alianza Puertorriqueña, la “tercera vía” o el “estadolibrismo” adquirieron carta de natalidad.
Aquel debate dejó al 1930 la posibilidad de un aurea mediocritas innovador que evadía los extremos del estadoísmo y el independentismo. ¿Cómo justificó el Unionismo la huída al punto medio? Los argumentos fueron culturales. Aquellos líderes concebían a Puerto Rico como un punto de encuentro donde “las dos razas y las dos civilizaciones que pueblan el mundo de Colón pueden encontrarse fraternalmente”. La situación demandaba proclamar una “tregua de Dios” para conseguir el equilibrio y la armonía entre latinos y sajones. El Partido Nacionalista de 1922, que era una organización novel, quedaba excluido de aquella Santa Alianza inventada por el unionismo con el fin de congraciarse con un sector colaboracionista del estadoísmo republicano. Una lógica distinta se aplicó al Partido Socialista.
La racialización de la historia que hacían los Unionistas / Aliancistas, coincidía con la lógica de los Nacionalistas. El carácter central del análisis racial marcó a la Generación de 1930. Para el Partido Nacionalista de los años 1922 a 1924, la Historia era el lugar de la confrontación de diversas Razas. La idea de la raza tenía sus complejidades. Para aquellos pensadores, se trataba de un complejo etnocultural que se distinguía por su civilización, concepto que a su vez apelaba a la noción de pureza, es decir, al carácter unívoco de la identidad. El catarismo identitario dominaba. La visión maniquea de los teóricos nacionalistas, les impedía aceptar la posibilidad del equilibrio y la armonía entre latinos y sajones. La Civilización Católica Latina que representaban los puertorriqueños, no podría tranzar con la Barbarie Evangélica Sajona: lo superior no podía someterse a lo inferior.
Aquel debate explica el dominio de la hispanofilia y la defensa del castellano en el 1930, a la vez que llena de contenido la concepción de la Liberación por la Cultura que marcó a los intelectuales universitarios treintistas. El problema fue que la imagen de España heredada del siglo 19 tuvo que ser revisada de una manera total. La invención de la España Benévola, que es a la vez Madre y Cuna, que había sido insostenible para el Separatismo del siglo 19, se impuso. Una respuesta a ese conflicto fue la radicalización del Partido Nacionalista. A ese asunto me dedicaré en la siguiente columna.