Monolingüismo denigratorio
Hace cierto número de años, mientras realizaba una investigación en Ponce sobre la obra arquitectónica de Alfredo Wiechers, tuve la oportunidad de conocer a un pastor protestante, catalán y masón, quien me mostró para propósitos documentales el extraordinario edificio neoclásico de la Logia Aurora No. 7. La conversación versó de arquitectura al principio, y luego, lógicamente, de masonería; de ahí pasamos a hablar de Puerto Rico, de Puerto Rico a hablar de España, y por último a hablar de la infancia del pastor en la Barcelona de la España franquista. De aquella larga plática, una imagen conservo que ha perdurado prístina en mi memoria a través de los tiempos. Recordó el pastor, catalán, como dije, por ambas ramas, que en los momentos de convivencia familiar, sobre todo a la hora de reunirse en la mesa para cenar, si a él o a alguno de sus hermanos se le ocurría siquiera decir una (¡una!) palabra en castellano, la reprimenda era inmediata: incluía una bofetada del padre, el exilio automático de la mesa y el confinamiento en el cuarto hasta el día siguiente. Eran los años de aquella dictadura, cuando se impuso el castellano como único idioma de comunicación en los espacios públicos y las aulas escolares, sobre todo en las regiones hoy llamadas autónomas, que conservan su lengua y sus costumbres nacionales propias. Me resultó una anécdota admirable y digna de ser recordada. Contenía en el micro la lucha del macro por preservar su identidad y su cultura, su idioma. Aquella era la bofetada de la resistencia lingüística y la resistencia cultural, inseparables ambas por estar la cultura montada sobre el pedestal del lenguaje. Era la bofetada contra el absolutismo, contra el oscurantismo, contra la intolerancia y la violencia del Estado en su empeño por erradicar un idioma y una cultura. Recuerdo haberme dicho entonces, que con el rumbo que llevaban las cosas en Puerto Rico, tal vez llegara el día en que los puertorriqueños tengamos que recurrir a formas más enconadas de resistencia cultural.
Y en efecto, eventos equivalentes ocurren ya por acá en el terruño. Por primera vez vemos que el fundamentalismo anexionista, encabezado por el ultra conservador Luis Fortuño, se ha lanzado de pecho contra el tema guardarraya en el debate político en Puerto Rico: el tema del idioma. Hasta él, los anteriores líderes de este movimiento político tuvieron la prudencia de reconocer la contradicción fundamental en que este espinoso asunto los colocaba, prefiriendo tocarlo siempre de lejitos, de soslayo, y dedicarse entre tanto, en la mejor tradición goebbeliana, a socavar el tema con el mantra de la palabra bilingüismo, cuyo único propósito es machacar una falsedad hasta convertirla en cierta. No obstante, en su obcecado fanatismo republicano, Fortuño ha tenido la osadía de no sólo acercársele al tema, sino de intentar saltar su valla como una cabra loca y pretender caer parado al otro lado sin rasguños ni sudores, como si semejante acto de malabarismo improvisado no estuviera destinado a una caída aparatosa.
Con la mentira de la palabra bilingüismo en la boca, pero con la palabra estúpidos en el pensamiento, el gobernador, descaradamente, ha tenido la desfachatez de anunciarnos que su meta será hacer que los niños puertorriqueños sean bilingües en un período de 10 años. Lo que debió anunciar fue que su meta era que en 10 años siguieran siendo monolingües, sólo que, en vez de español, fuera inglés el idioma que hablaran. Ningún político puertorriqueño había expresado antes una intención tan torcida, ni tratado con tanto menosprecio la lengua natal del país, la de nuestros padres y abuelos y bisabuelos y demás predecesores y ancestros; ningún político antes que él había demostrado tanto aborrecimiento por nuestro idioma español, que me atrevo a decir que es hoy de las pocas cosas que une a todos los puertorriqueños, más allá de ideologías, creencias e injusticias que nos tienen rotos en cuatro millones de pedazos. El idioma, la geografía isleña, el gusto por la fritanga, quizá sean éstas las últimas tres que quedan…
Porque nadie debe dudar en lo más mínimo de que este plan de bilingüismo de lo que se trata es de un intento por suplantar una lengua por otra. Analizado el asunto nada más por encimita, pronto se detecta que se trata de una movida pedagógica que combina el pensamiento de dos escuelas del fundamentalismo anexionista: una que alega que el puertorriqueño, al ser tarado por natural cauce, es incapaz de conocer más de un idioma a la vez; y la otra, que corona al inglés, la lengua de los amos benévolos, como la lengua del progreso, y denosta al español como caduco, retrógrado, anticuado, estorbo para la anexión y materia para olvidarse. Que nadie tema, señores, que todo lo borra el tiempo, todo lo borra, imagino decirse con regocijo, restregándose las manos, los arquitectos en Fortaleza de esta filosofía lingüística que llamaremos, para fines de este ensayo, monolingüismo-denigratorio.
El reciente anuncio sobre el cambio de idioma en el sistema público de enseñanza debe ser tomado como una afrenta por todos los puertorriqueños, como un insulto a quienes nos consideramos hijos legítimos de este pedazo de tierra sobre el cual habitamos, en el que hemos creado una cultura nacional única entre las demás culturas del orbe, fundada sobre la base del idioma español que compartimos y que es la base de nuestra más profunda expresión humana. Toda nuestra vida individual y colectiva, consciente e inconsciente, está amarrada por esta lengua que aquí hablamos y que nos hace una comunidad humana única e inconfundible. El idioma español es el código básico de la cultura puertorriqueña, y la descabellada idea de sustituirlo como el idioma de la enseñanza es un acto de desprecio hacia todo lo que todos somos, a nuestras costumbres más íntimas y básicas, a la forma misma en que se forman nuestros pensamientos.
Contrario al caso del pastor catalán, aquí la bofetada la propina Fortuño. Pero la suya es la bofetada del menosprecio hacia sí mismo, hacia las mismas expresiones culturales, sociales, lingüísticas que lo formaron a él como puertorriqueño, pero de las que pretende desprenderse como si se tratara de una ropa pasada de moda y raída que lo ensucia y hace ver ridículo. La suya es la bofetada del traidor, la bofetada que el chico consentido se levanta y le da al padre en mitad de la cena, por irritarle que siga hablando ese idioma viejo que sólo representa pasado y atraso; y es también la bofetada, llevada al extremo del puñetazo, que en plena calle le propina el oficial de la SA al viejo judío que escucha hablar yiddish en público durante aquellos años de la Alemania enloquecida por el nazismo.
Preocupa, sin embargo, la reacción más o menos tibia de casi todos los sectores culturales y artísticos del país, para quienes la lengua es su principal herramienta de trabajo. Algunos se afincan a la idea de que, la aplicación de semejante proyecto de suplantación lingüística es una imposibilidad, una quimera, por no contarse con los maestros capacitados para realizar semejante operativo. Otros se refugian en el fracaso de un intento similar llevado a cabo durante la primera mitad del siglo pasado. Otros tantos se sienten cómodos con la idea de que el puertorriqueño nunca dará su brazo a torcer y jamás claudicará de su idioma natal, pensamiento del todo subjetivo e infundado. Los tiempos, sin duda, han cambiado. El Internet, la televisión por cable, el texteo, el tweeteo, la facebookfilia, presentan un escenario nuevo, más propicio para esta sustitución lingüística que el anexionismo puertorriqueño propone como su proyecto político, sobre todo cuando se relega la enseñanza del vernáculo a la última prioridad. Estamos ante una situación distinta.
De tretas de resistencia cultural y lingüística, los puertorriqueños podemos dar dos o tres lecciones. A veces pasivamente, en otras de forma más activa, hemos demostrado siempre una voluntad férrea por mantener nuestro idioma español como esencia básica de nuestro ser nacional. Esta embestida republicana requiere, sin lugar a dudas, un respuesta concreta. Debemos recordar que la así llamada limpieza étnica comienza casi siempre por una limpieza cultural, por el ataque directo y sistemático a las expresiones lingüísticas y culturales que están en la base de la raza que se pretende extinguir. La idea de sustituir nuestro español por el inglés como lenguaje de enseñanza en nuestras escuelas es sin duda un acto de limpieza cultural. Ideas como ésta sólo germinan en terreno podrido, en mentes tipo Himmler y Heydrich, tipo Karadzic y Mladic, y ahora aquí, tipo Fortuño.
Aunque no lo será eternamente, es cierto que el inglés es la lengua franca de nuestros días, y es cierto también que a todos nos conviene tener pleno dominio del mismo. Pero cuando el inglés, en manos de esta canalla, vuelve a ser herramienta de asimilación política y cultural, en ese instante cesa de ser instrumento de progreso y desarrollo intelectual para los puertorriqueños, y se convierte en instrumento de agresión política y limpieza cultural. Es por ello que nuestra inmediata reacción al anuncio de Fortuño debe ser la de oponernos. ¿Y por dónde se comienza a resistir, a crear oposición? Me atrevo a sugerir que comencemos con nosotros mismos, disciplinándose cada individuo un poco más, apostando a que en la suma de la resistencia individual esté la resistencia de toda una nación. Y cuando digo comenzar por nosotros mismos me refiero a declararnos un boicot general al uso del inglés en nuestras vidas cotidianas, que procedamos a eliminarlo de nuestra habla común, siempre y cuando usarlo no sea estrictamente necesario. Se trata de un ejercicio individual de la voluntad, un camino ascético, místico casi, un ejercicio privado, acto conciente y personal de resistencia lingüística ante el embate de un idioma usado en nuestro país como arma de violencia cultural.
¿Significa esto dejar de leer en inglés, quienes lo leen, dejar de escuchar televisión o radio o dejar de ver películas en inglés, quienes lo entienden, contestar en español a una pregunta en inglés de un extranjero, quienes lo hablan? Por supuesto que no. ¿Significa purificar nuestro español boricua, expurgarlo de sus anglicismos y barbarismos que han entrado vía la condición colonial en que vivimos y la proliferación de los medios? ¿Decir estacionamiento en vez de parking, mechero en vez de laiter, eliminar nuestra magnífica palabra fastrén? Nada de esto significa, sino algo mucho más sencillo y natural.
Boicot al inglés en nuestro diario vivir significa hacer un esfuerzo consciente por suprimir su uso en nuestra comunicación cotidiana, de puertorriqueño con puertorriqueño; significa buscar, preguntar, averiguar el equivalente en nuestro español puertorriqueño, cada vez que estemos tentados a utilizar términos o frases en inglés, bien sea por costumbre, bien porque es más fácil y simple, bien porque se desconoce o se ha olvidado el término en español; significa volver a decir tocineta en vez de bacon, fresa en vez de strawberry, arándano en vez de cranberry, a propósito en vez de by the way; significa escribir los blogs y los tweets y los mensajes de texto y los comentarios de facebook en nuestro español boricua; significa sacrificar un poco de esa libertad personal de decirlo en inglés porque sí, porque le da a uno la gana de decirlo; significa hacer de nuestra comunicación en nuestro particular español un asunto de orgullo y de prestigio personal y colectivo. En suma: al inglés, sí; en inglés, no, como genialmente comprimiera en este argumento don Ricardo Alegría hace ya cierto número de años.
¿Bastará con este pequeño esfuerzo personal? ¿O llegaremos un día a tener que recurrir al bofetón del padre, el exilio de la mesa familiar y el confinamiento en el cuarto?