Monstruos
Lo diferente, lo exótico, lo raro, han sido siempre objeto de fascinación. Cuando en los albores de la Edad Moderna los gabinetes de curiosidades europeos custodiaban los artilugios más ingeniosos, las especies vegetales de florecimiento más lejano o restos de animales de inimaginable pero certera existencia, también se apiñaban entre sus estantes, como las más preciadas de las posesiones, diminutos cuerpos deformes, fragmentados, híbridos o de miembros multiplicados, conservados en cristalinos frascos con alcohol. Estos errores del discurso normal de la naturaleza no solo se atesoraban por su singularidad en las cámaras de maravillas, sino que también se exhibían para el asombro de miradas atónitas y se prestaban para el análisis científico en el propósito de liberarlos de rancias supersticiones que los asociaban con el pecado y la desviación moral. Y es que en la creencia de que tan extravagantes anomalías físicas negaban el orden de un mundo creado perfecto por factura divina, la explicación de su origen recayó durante siglos en sus progenitores, culpables de haber cometido aberraciones inconfesables y condenados entonces a engendrar seres contrahechos, tan horrendos como la calidad de sus pecados.
En su representación de uno de los siete pecados capitales, la lujuria, Pieter Bruegel el Viejo encadena, con una explosión de fantasía de digna herencia bosquiana, una peculiar orgía en donde las categorías de humano y de animal se fusionan por doquier. El artista flamenco graba así la epítome de una de las pesadillas ancestrales de la cultura occidental, la existencia de un monstruo híbrido, asociado al bestialismo, y compone una orquesta de conjugaciones corporales, heredera de la fe medieval supersticiosa, en las que estos engendros lascivos son causantes y consecuencia de tan aberrantes y condenables actos.
Sin embargo, aquellos seres que no se ajustaban a una rigurosa norma natural, establecida según criterios culturales, no estaban destinados únicamente a ser un episodio embotellado y etiquetado en las taxonomías teratológicas de la época. Representaron también un testimonio vivo y una evidencia de existencia admirada, exhibida e inmortalizada pictóricamente en numerosas cortes europeas. Llegados a palacio para ser objeto del asombro de monarcas y del estudio de hombres de ciencia, algunos de estos sujetos se convirtieron en protagonistas de soberbios retratos de lo que se catalogaba, allá por el siglo XVII, como rarezas de la naturaleza. Así sucedió con Brígida del Río, la barbuda de Peñaranda, cuya existencia, con esa mezcla azarosa de las categorías de lo masculino y lo femenino, fue certificada en lienzo por los pinceles de Juan Sánchez Cotán.
Del mismo modo procedería, casi un siglo más tarde, Juan Carreño Miranda, bajo el encargo del rey Carlos II, con el retrato de Eugenia Martínez Vallejo, el cual sería bautizado desde 1680 hasta nuestros días con el estremecedor título de La monstrua. Sus desmesuradas proporciones, probablemente causadas por un desajuste hormonal, venían a fundamentar la categoría de lo monstruoso en el desvío en la escala de tamaño según la norma común establecida en la época, lo que la catalogaba como un fenómeno de la naturaleza y, en consecuencia, la convertía en un objeto dispuesto para la mirada ajena, para el sentimiento de estupor colectivo que así podía certificar que unos seres tales no existían solamente en fábulas o en leyendas, sino que también podían encontrarse en una realidad cercana. En este retrato, en cambio, existe algo que no debe pasarse por alto: la mirada, pero no la del escrutinio colectivo, sino la de la misma niña que posa para ser documentada. Embutida en un lustroso vestido rojo con ornamentos florales que ciñe el contorno de su cuerpo y enmarcada en un fondo neutro según los cánones del retrato cortesano de la época, el pintor no la convierte en un mero cuerpo deforme y adornado, sino que aprovecha su magistral dote con el retrato para traducir con óleo sus ojos teñidos de congoja, invadidos de aflicción y salpicados de amargo rencor por saberse destinada a estar presa no solo en un cuerpo de canon desbordado, sino sobre todo en los oscuros códigos de aquella época. Eugenia Martínez Vallejo no había quebrantado ningún mandato divino ni orden mitológico alguno que la condenara a pagar su pena con la medida de sus formas, sino que su monstruosidad se debía a un desorden glandular, así como otros cuerpos se la debían a un accidente fatal o a un evento súbito de la fortuna.
Parece que aquellos seres que se resistían o que no encajaban en la norma del cuerpo político establecido en su tiempo cayeron en la condición de ilegítimos, en la categoría de la infamia, de la depravación o de la perversión misma. Ser un monstruo implicaba la quiebra de un orden, ya fuera mitológico, divino, natural o político, lo cual tenía como consecuencia su marginación y su condena a la represión y al ocultamiento, o en el peor de los casos, a ser carne de espectáculo ambulante que le confirmara a la mirada pública la existencia ajena de desorden y la tranquilidad de la pertenencia a una normalidad propia.
En la conmovedora película de David Lynch en la que se recrean algunos episodios de la vida de Joseph Carey Merrick, el llamado hombre elefante, se suceden de manera escalofriante algunos de esos aspectos. Convertido en una de las atracciones preferidas para la curiosidad morbosa en un vagón de feria, el protagonista logra escapar temporalmente de ese cautiverio cruel gracias a su traslado a un hospital londinense gestionado por el doctor Frederick Treves. Con una lúcida caracterización conducida de forma paralela entre Merrick y el dueño de la feria donde se le exhibe sin pudor, el despreciable Mr. Bytes, Lynch logra construir un jugoso antagonismo moral en el que se ha practicado una inversión de papeles. Mientras que al monstruo, mitad animal y mitad humano, se le libera de su máscara de trapo y se le revela como un ser de exquisitos modales y de fina inteligencia, el violento explotador queda definitivamente despojado de su condición humana y acaba dibujado como una bestia sin escrúpulos. La deformación, parece expresar el director, no solo puede ser física, sino que también existe una categoría moral en la monstruosidad. De ella hace gala el ser humano también en la película, como una masa amorfa y embrutecida, en la inquietante escena de la estación de trenes de Liverpool Street. Merrick, descubierto y acosado mientras viajaba sin compañía, se enfrenta a una jauría de hienas humanas que lo acorralan mientras él lucha por defenderse a gritos con unas increpaciones lacerantes: ¡I am not an elephant! ¡I am not an animal! ¡I am a human being! ¡I am a man!Esta peculiar inversión de los tradicionales polos en los que se ha dividido la categoría de lo monstruoso ha sido también respaldada visualmente en una pieza clásica del cine de terror –según las clasificaciones de la época- construida ocho décadas atrás: Freaks, de Tod Browning. Sin tener que trasladarnos de las infames ferias ambulantes en las que se exhibían las anomalías físicas y mentales, también en este show circense se presenta una peculiar dicotomía entre la deformidad corporal –según, de nuevo, la norma- y la moral. Cleopatra, la trapecista que destaca entre todo el grupo por su hermosura física y su agraciada elegancia, seduce, engaña, humilla y envenena a Hans, un diminuto compañero del show, heredero de una jugosa fortuna. Cuando en el banquete de la boda, los alborozados freaks vitorean y aceptan a la novia como una de ellos, ésta estalla de furia increpando al grupo y marcando con una gruesa línea simbólica la diferencia entre ambos. Esta distinción queda establecida también por Browning en su película, pero subvirtiendo las fronteras imaginarias entre lo bueno y lo malo, lo bello y lo feo, lo normal y lo patológico, la virtud y la maldad y, en definitiva, entre la monstruosidad física y la del alma.
La ruta de las adaptaciones literarias de los monstruos modernos (Frankenstein, Dr. Jekyll y Mr. Hyde) nos dejaría sin aliento en la búsqueda de rastros de esta particular batalla por la disolución de las dicotomías tradicionalmente establecidas alrededor de lo teratológico. Aun a riesgo de seguir sacando el jugo a mis preferencias cinematográficas, vuelvo a retomar un clásico del séptimo arte para ilustrar algunos de esos monstruos que no habitan en mundos ignotos o imaginarios, sino que se disfrazan de naturalidad y pululan como de costumbre entre nosotros. Director y protagonista de The Great Dictator, en pleno albor de la Segunda Guerra Mundial, Chaplin cita en la gran pantalla al déspota Adenoid Hynkel, con referencias nítidamente reconocibles por el público de entonces y de siempre. Aquel inconfundible tirano, más allá de sus ignominiosos atropellos, encarna a lo largo de la obra a un inmortal género de gestores del poder que han logrado convertirse, por obra y gracia de sí mismos, en árbitros que determinan las escalas de normalidad, de orden, de justicia, de naturalidad, de verdad, de ética o de pureza, rigurosamente aplicables al prójimo pero nunca a sus propios actos o a su naturaleza.
Fueron ellos, amparados bajo el manto carnal de su normalidad, quienes también impusieron, siglos atrás, las categorizaciones de irregularidad o de anomalía a cuerpos y a cerebros más equilibrados que los suyos. Nunca aparecieron en ningún bestiario ni fueron ilustrados en catálogo patológico alguno. Pero lo más inquietante es que no existieron en la imaginación ni en las mitologías, sino que son reales, tangibles, comunes, cercanos. Siguiendo el modelo de aquellos otros monstruos que protagonizaron legendarias producciones cinematográficas, no se catalogan bajo las categorías negativas de la estética –no son horrendos ni deformes-, sino que aparecen disfrazados de normalidad sonriente y agradable, bajo la cual encierran la autenticidad de su naturaleza corrupta y de su espíritu abyecto. En una de las escenas más conocidas de El gran dictador, rodada en aparente clave de caricatura, Hynkel se encierra en su magno y lujoso despacho y juega, cual inocente infante, con un globo terráqueo que gracias a su ligereza se presta como una dócil pareja para su ridículo baile. La desmesura en la escala de ambos cuerpos -la grandeza de un humano diminuto y la pequeñez impuesta a su manejable esfera mundial- redunda en lo patético del personaje y en su solitaria ceremonia. Como tantos otros, este esperpéntico monstruo ha encontrado en su oficina su sala de grotescas operaciones, el escenario solitario donde ensayar sus pantomimas, el refugio infranqueable de su incompetencia. Como en el espléndido Capricho número 43 de Francisco de Goya, sueña con poner a dormir la razón y con sumir en un letargo eterno a todos los que no son de su especie.