Nosotros, ellos, la oscuridad

foto por Carlos Giusti.
“Vía Verde”. Qué nombrecito. Era la misma técnica detrás de los “fake news” y el “crooked Hillary” de Trump, pero en reversa. Era como llamar al big mac el “Healthy Burger.” Los anuncios de nuestros capataces coloniales han sido, históricamente, más engañosos que hasta los de McDonalds, qué bárbaro.
El caso es que en ese entonces, los puertorriqueños recibimos nuestras siempre infladas facturas de luz en unos sobrecitos muy monos que exaltaban las maravillas de la Vía Verde. UmJuuuú, dijimos, como el arrugado campesino del pasquín del colmadito. Estos lo que quieren es repartir contratos entre los amigos y caerle a tubazo limpio a los campos, los ríos y las comunidades. Gracias, pero no gracias.
No hay problema, dijeron los buitres. Regresaremos luego. En la oscuridad de la noche.
Literalmente, en la oscuridad. ¿Qué mejor momento que el presente, para anunciarnos la privatización de la AEE? Ya ni se molestan en inventar nombrecitos. Con decir “privatización” basta.
Porque, convenientemente, hoy estamos a oscuras. Los dioses les han sonreído (y después nos preguntan a algunas por qué no confiamos en dios) y obsequiado con un huracán. Dos, si contamos a Irma. Tres, si contamos la deuda. Muchos más, si nos ponemos a contar las palizas que el matrimonio diabólico entre capitalismo y coloniaje nos ha propinado a través de la historia.
Estamos a oscuras. El viento se llevó nuestra ya frágil luz, y nuestros amos no parecen tener demasiada prisa por traerla de vuelta. De hecho, muestran más bien prisa por quitarnos otras luces. Las del conocimiento, por ejemplo: Cierran escuelas, destruyen a la universidad, le asignan el rol de tutores a empresas de dudosa calidad y aún más dudosa virtud. Todo estará ahora en manos de la mano. La mano invisible de las bondades del mercado.
Qué oxímoron ese. “Las bondades del mercado”. En lo que respecta a la luz y la educación, en cualquier parte, el mercado ha sido de todo menos bondadoso.
Bueno, y ya que estamos en estas: Todo menos “mercado”. ¡Qué oxímoron ese, el término “mercado” mismo! Porque de mercado no tiene nada. En el mercado físico arquetipal que le da origen a este término tan cacareado por los ricos (y tan sufrido por las demás) hay muchos, muchos kioskos. Una puede comparar (y hasta sobar un poquito) los tomates de unos y otros antes de comprarlos. Todos los compradores saben reconocer un tomate podrido y pueden optar por no comprarlo. Los tomates de una finca lejana no gozan de protecciones que les niegan a la finca local. Nadie le puede poner patente a las semillas del mejor tomate, o del más barato. Los tomates son tomates, y no objetos sintéticos con cierto parecido a un tomate.
Nada que ver con el “mercado” donde venden nuestra electricidad, nuestra educación, nuestra agua, nuestras carreteras…Los proveedores son pocos y compiten menos aún, así que no hay mucho para comparar. Si nos dejan comparar, nos privan de la información necesaria para poder hacerlo bien. Y estamos obligados a comprar sin comparar, claro está: ¿quién puede vivir sin luz, sin agua, sin educación, sin carreteras? Ah, y el tomate no siempre será, cabalmente, un tomate: la luz vendrá y se irá, el agua sabrá a metal o caquita, la carretera agujereada nos romperá el carrito, el grado universitario costará más pero valdrá menos, en la escuela habrá más dios y menos pensamiento crítico, y así por el estilo.
¡Hasta el mismo Adam Smith, que acuñó eso de “la mano invisible”, sacaba los bienes públicos de la esfera del mercado! Por razones morales, decía. Sentido común. Decencia, pura y simple.
Pero a los neoliberales de hoy no les gustan los libros de su propio fundador. Lo prefieren en estatua. Prefieren leer y citar los CliffsNotes de Friedman y los salmos de Rand. Les gusta la religión pero la moral les vale madre. Y el mercado es una pulpería de hacienda. Tal vez porque son unos pulpos. O porque nos sacan el jugo y descartan la pulpa, nos tiran a pérdida si no podemos comprar.
No quieren ciudadanos, sino sujetos coloniales, porque esos no tienen derechos. No quieren ciudadanos, sino consumidores, porque solo servimos para comprar. Comprar, comprar y comprar hasta la luz, el agua, los caminos y las herramientas del pensamiento y la voluntad. Venderles nuestro oro a cambio de nada, comprarles cuentas de colores a cambio de todo, todo lo que tenemos, todo lo que somos.
Podría desesperar. Sí desespero. Pero con el ojo y las pocas neuronas que aún no he tenido que vender me asomo y veo a Casa Pueblo y a IDEBAJO repartiendo luz de sol, veo brigadas y colectivas repartiendo techos y comida, veo jóvenes sembrando semillas de verdad que se transfiguran en comida de verdad, veo artistas que nos salvan el alma, la que nos quede, con su arte, veo escritores que nos tatúan la mente, la que nos quede, con su pluma, veo gente que grita y resiste… Y vivo, vivo y siento y pienso por un día más.