Nosotros los idiotas
Hace algunos años un ginecólogo me explicaba cuán comunes son las pérdidas naturales de embarazos, sobre todo en mujeres mayores de treinta años. Me decía, si no me equivoco, que el promedio era uno de cada diez, por lo que no me debía preocupar por la reciente pérdida del primer embarazo de mi esposa. “Si quieres te doy copia del capítulo del libro”, me dijo acto seguido, parece que aún consternado por mi cara de preocupación. Aún estoy esperando la copia, aunque nunca pensé que mi cara hubiera cambiado en las visitas posteriores.
En cuanto a las visitas al médico, ya había comenzado a inquietarme, por otro lado, más que meramente molestarme, la presencia escandalosa de los televisores en las salas de espera de las oficinas médicas. Ni hablar de las oficinas de gobierno.
No creo pecar de exagerado si digo que todos y todas nos hemos tropezado con una oficina atestada de gente en la que hay un televisor transmitiendo a todo volumen (otra exageración confesa) un programa de esos que dominan la televisión comercial durante las horas de la tarde: esos donde se ventilan —a modo de entrevista farandulera o de simulacro judicial— asuntos de la vida privada de personajes públicos y no tan públicos; esos en que los gritos y los amagos de golpes son parte importante de la atracción.
En dichas circunstancias siempre (otra exageración) me he preguntado sobre los significados de la palabra “paciente”. ¿Qué significa ser paciente? ¿Es acaso ése que padece de algún dolor, condición o enfermedad que requiere la atención de un profesional de la salud? ¿O es quien espera, pacientemente, por dicha atención? Y para poner a prueba su calidad de paciente, no solo se le hace esperar por horas, sino que se le somete a programas que violenta la paciencia de cualquiera.
¿Por qué en la oficina de uno de los profesionales más estimados de la sociedad —el médico, profesión que requiere casi una década de estudios universitarios y para la cual compiten los estudiantes de mayor índice académico— está dominada por esas dos escenas tan poco razonables: la arbitrariedad de la hora de la cita y los programas que explotan la irracionalidad en la mediación de conflictos? ¿Por qué este ginecólogo no compartió conmigo la fuente de su conocimiento? ¿Acaso piensa que no soy capaz de comprender el capítulo de un libro de medicina? ¿Es que en el fondo piensa que todos sus pacientes somos idiotas?
Esta postura no es exclusiva de los médicos: me valgo de su ejemplo, porque creo que dramatiza bien esa distancia que los profesionales imponemos frente a los “no profesionales”, muchas veces basada en el dominio de un conocimiento frente a lo que asumimos cierta incapacidad de acceder a él. Es como si nuestra autoridad se basara en la idiotez ajena sin percatarnos que todos estamos expuestos a una posición similar frente a otros.
¿Quién no se ha sentido engatusado por un mecánico?, por ejemplo. ¿Tenemos posibilidad de corroborar que la pieza que está allí, detrás de la goma, en un rincón escondido debajo del motor, provino de la reluciente caja, adjunta al flamante recibo? Ese médico que me somete a su sala de espera por casi todo un día, o ese abogado que factura por horas que uno nunca puede constatar que ha trabajado, o el ingeniero que somete un estimado altísimo de costos de materiales, también pueden ser víctimas de otro que los trate y los considere como idiotas, simplemente porque piense que “de esto, no saben na”.
“Lo poco que es el saber”… dice un —para algunos— famoso verso de Juan Antonio Corretjer. Sin embargo, no hay que leer mucho a Foucault para reconocer la íntima relación entre saber y poder: el poder de unos está basado en la ignorancia de otros. ¿Cuánto manoseo de información, cuánto documento secretamente archivado habrá en las esferas del poder gubernamental?: parece asunto que solo los historiadores en el futuro podrán sabiamente develar. Mientras tanto, los gobernados permanecemos como idiotas ajenos a la información del saber que nos gobierna.
¡Ah! Ya escucho algunos pensándome como un idiota al no destacar la idiotez continua a las que nos someten nuestros legisladores y alcaldes, y de la que no se escapan gobernadores, comisionados residentes y jefes de agencia. Es verdad, de muchos necios se rodean los pocos sabios que mejor que el mecánico saben engatusar a medio mundo para embolsillarse varios millones y continuar con el respaldo popular. Esos, como las “Flores nocturnas” de Silvio Rodríguez, “saben lo que no sabré”.
Los profesores universitarios —uso el masculino con mucha intención, porque la actitud que describiré me parece más común entre profesores que entre profesoras— no nos quedamos atrás. Nuestra posición social es la del conocimiento: en cierta manera —sea tradicional o con algún estilo “new age”— reiteramos la posición del Próspero del Ariel, de José Enrique Rodó, quien con sus palabras ilustra a esos espíritus jóvenes deseosos de conocimiento —reencarnadores del Ariel shakespeariano—, para separarlos de los Calibanes, o para espantarle los residuos de morón que arrastran de su “high school” o de su barrio.
En cierta medida, nuestra posición social se basa en la arrogancia de nuestro saber frente a una idiotez generalizada, de la cual nosotros —solo nosotros, argumentan algunos— podemos sacar futuras joyitas mediante ardua labor de ceramistas, alquimistas o arqueólogos. Pero, ¿cuánta idiotez no hay en la pretensión de sabiduría?
Uno de los aspectos que resultan más molestosos de nuestra profesión es el afán de erudición: el consabido bombardeo de citas con el que autorizamos nuestro discurso y con el que atormentamos a nuestros lectores. Es nuestra forma de decir: “¡vaya, qué mucho sabemos!”; pero que a veces revela más cuán inseguros estamos de nuestro pensamiento propio que la rigurosidad de nuestros estudios e investigaciones.
Otra muestra de nuestra idiotez común es el reiterado “yo dije”, tan abundante en nuestras clases, y que también se escamotea —con alas de chamaquito regón— en las reuniones y los pasillos. Lo que decimos en el salón suele ser lo que los estudiantes deben memorizar para el examen; lo que decimos en una reunión debe figurar en actas y lo que le dijimos a alguien —sea como consejo, observación o advertencia— adquiere el aura espectral de la voz paterna.
Este “yo dije” o “yo le dije” irradia la pretensión de que lo dicho, por el mero acto de su enunciación, olvida que simplemente es producto de nuestro pensamiento para imponerse como una verdad más corpulenta y contundente que un golpe del mejor boxeador. Como si fuera el mito —que misteriosamente heredamos— de que somos reveladores de algún mensaje del oráculo, de la zarza encendida o de la tea de las siete virtudes. Es como si cada vez que lo pronunciáramos, a lo J. L. Austin, nuestra palabra forjara algún dios comos esos versos en las eras imaginarias de Lezama.
Prefiero evaluar mi pensamiento partiendo de la idiotez que en mí reconocen los demás. Sí, la del médico que me somete al televisor, cuya programación yo considero una idiotez, y que no me considera apto para entender su ciencia; la del mecánico, quien pienso que eternamente me engaña; las del abogado y del ingeniero, cuyas reválidas me privan de representar mi pobre juicio en tribunales y oficinas de permisos. Así podría continuar una larga lista, considerando idiotamente que este pensamiento debe pertenecer al orden universal del cogito ergo sum.
Reconociéndome como un idiota quizás pueda librarme del peso de mi mayor idiotez: la de considerar que sé mucho más que mis estudiantes, más que los administradores, el político, el ingeniero, el abogado, o más que ese “tú”, que sueño que me lee. Prefiero mirarnos como unos personajes de Murakami, quienes conviven en una especie de sanatorio ideal, donde pacientes y personal de la salud comparten tareas y vivienda. Sanatorio mental, cuya sabiduría veo encerrada en esta cita:
Lo mejor es la ayuda mutua. Como todos sabemos que somos imperfectos, intentamos ayudarnos los unos a los otros.
De seguro habrá quien opine que el único o el más idiota soy yo: pues mi columna irradia la pretensión de que con estos garabatos puedo convencer a alguien; y que piense, además, que no habrá nadie que se sume a la pretensión de la que parto al comienzo de esta escritura para construir un nosotros, cuando simple y llanamente se trata de mí. ¿Cómo y por qué pensar que existe una comunidad de idiotas tal y como los pinto en el título de la columna? Si total, estos disparates no los leerá nadie; si acaso unas veinte personas. ¿O me equivoco?