Odio al chota
El siempre se pasa hablando y choteando a los demás, un día ese chivato, a nadie más va a chotear, pues una pela bien grande un día le voy a dar, y creo que por la peste, seguida lo encontrarán. Chivato, La Orquesta Zodiac
Yo tenía unos diez años, cuando vi pintorreada en la verja de bloques de cemento de un vecino, aquella frase críptica. En mi casa hubo un gran silencio, aunque mi padre murmuró algo que interpreté como que eso era “cosa de gente baja.” Sabíamos de unas rencillas entre vecinos y de una discusión, acompañada de gritos, una tarde. El dueño de la casa, de donde no cesarían los gritos llorosos de su esposa e hijos por muchos años, pintó al día siguiente la verja y cuando terminó lanzó con todas sus fuerzas varios vituperios genéricos, a los cuatro vientos, para todo el mundo.Yo no me atreví preguntar en mi casa, pero fui donde Guri, el más sabio de la calle y el mejor bateador de nuestro equipo, nuestro Dalai-Peruchín. El me lo explicó todo, desde una perspectiva santurcina y cangrejera, de la calle. Entonces entendí muchas cosas, y las palabras que se chorreaban en la esquina: la manteca, el mafú, los camarones, los rentas, la jara. Entonces me percaté que vivía en un mundo con otro código y otros valores, y que –aunque no participáramos de aquello, de la droga (nuestro gurú no aceptaba la droga, ni el uso de alcohol, pues detenía nuestro paso por El Camino, por la ruta de las pequeñas ligas, la Clase B, la Clase A hasta llegar a las Grandes Ligas)– debíamos regirnos por un silencio que no era cómplice, sino fiel a la calle. Se trataba de ser siempre fieles al cuerpo, mientras los miembros de ese cuerpo no transgredieran el espacio doméstico, los chamaquitos, las chamaquitas, las mujeres y los ancianos.
Por aquel tiempo la violencia era otra, o tal vez no la recuerdo con los ribetes macabros del presente, ni con el terror con la que se le describe en los medios. En la escuela, en la calle, en la cancha, en el parque de pelota, ser un chota era lo peor. Lo de “cabrón” le llega a uno gratuitamente, y con pelear o matar al transgresor bastaba. Lo de “maricón”, o “pato”, era cuestión de aceptarlo y defenderlo con astucia y valentía, o de negarlo o disputarlo a puñetazos, si había una transgresión física y moral de la otra parte.
Pero lo de chota era otra cosa, era la Letra Escarlata de nuestro tiempo y de nuestros vecindarios, pues nos remontaba a los valores primigenios del honor, del prestigio, y del valor mismo. En este poema épico de la calle, si uno es un chota uno no tiene valor, no posee integridad (un valor policiaco, según reza su escudo), ni honor; y es, además, un mísero traidor a todos los principios del lugar. Claro, que si uno es un chota, en referencia al estado y al delito, es una acción que debe pagarse, si acaso con la vida, con una paliza, con el desprecio supremo, o con la huida, o peor, con el ostracismo. Si uno es chota, uno desaparece, lo desaparecen, se muda de sitio, o está en Wyoming, en el programa de protección de testigos con una cara nueva. Soplón, rata, ratón, el que cuenta el delito o sus debilidades tiene, como sugiere Cheo Feliciano en aquello de Cha cu chá, cuchucuchá cuchá… el temple de un mísero roedor. La cultura popular es implacable con el chota, ese, el cómico chota de los poquitos de Tego Calderón, o el Yenga Yenga que “tiene muy suelta la lengua larga” de Lito y Polaco.
El chota, y la reacción visceral de quienes se adscriben a ese código, posiblemente matiza el libro de Josué Montijo sobre Los ñeta (la organización de los reclusos en nuestras cárceles) en el que Cano Bitumul –recluso autor de Entre el bien y el mal—los señala como El Enemigo: “porque esto (la vida en la cárcel) no se lo deseo ni al que me choteó.”
Son seres repudiados en un mundo regido por el código de la protección de los miembros del cuerpo, contra la Policía, el Estado, los políticos y el sistema de corrección. (Trato de recordar y no puedo, dónde conocí a un chota despreciable y reconocido por todos como tal en la comunidad. Su patológica proclividad para chotear le convertía en el hazmerreír de todo el mundo, incluyendo a los policías, quienes creían muy poco de las cosas que contaba, y que además se sentían incómodos de que los vieran hablando, pública y abiertamente, con un chota de esa calaña.)
Algunos de los lectores que han seguido este escrito hasta aquí deben sentirse sorprendidos con el tono de estos comentarios, pero deben de leer algunos poetas sobre esto, como Nicolás Guillén, quien con sutileza y algo de ambigüedad trabaja el asunto en su poema Doña María:
¡Ay, pobre doña María, ella que no sabe nada! Su hijo, el de la piel manchada, a sueldo en la policía. Ayer, taimado y sutil, rondando anduvo mi casa. ¡Pasa! – pensé al verle – ¡Pasa! (Iba de traje civil.) Señora tan respetada, la pobre doña María, con un hijo policía,y ella que no sabe nada.
Que no se nos escape aquí que uno de los chotas arquetípicos lo es el policía encubierto, el que recopila información, el que interviene y cuenta. Es con sus cuentos que se levantan y documentan los casos y te meten pa’dentro. Por eso también se odia al chota, porque es uno más de los del cuerpo “despreciable” de la Ley y el Orden. El soplón y el encubierto son la misma encarnación, con su variante oficialista. En un extraño blog, el autor compartía prototipos de chotas y Alejandro González Malavé, el de la triste notoriedad del caso del Cerro Maravilla, aparece como uno de ellos.1 González Malavé, a quien curiosamente mataron en una calle de Santa Juanita, Bayamón, muy cerca de donde supe por primera vez de aquella frase poderosa.
La calle, el gremio (legal o ilegal), las fuerzas del estado, la policía, los militares, todos tienen también su código de silencio y su cultura de desprecio a los delatores. (Pero, en la calle, ese desprecio va a quien enlaza a la policía con la gente de la calle, delatándolos.) Por eso me pareció extraño y curioso, que uno de los grandes experimentos de los últimos veinte años para controlar la criminalidad, por medio de la participación ciudadana, los Consejos de Seguridad Vecinal, estuviesen montados sobre la ruptura del código insinuado por la frase de Odio al chota.
Los Consejos de Seguridad Vecinal eran los ojos y los oídos de la policía en las comunidades, y su misión consistía en vigilar y delatar, con la inevitable e irónica consecuencia de que en muchas comunidades el crimen, o lo que el estado calificaba como tal, provenía del corazón mismo de esas comunidades, por lo que el proceso de delación se convertía en uno de chotear, es decir, de alta traición. Es posible que esa disonancia se haya disipado con el hecho de que quien eventualmente iba a esos lugares a cometer delitos, venía de afuera. Es mucho más fácil chotear a quien no conocemos, ni veremos jamás.
¿Cultura de la pobreza? ¿Cosa de gente baja? No lo creo. Me parece que el sentimiento de Odio al Chota es parte de un código cultural muy difundido entre organizaciones y grupos que defienden sus intereses. El gobernador de turno le pide a la gente que delate—no les pide que sean chotas—, y que se adscriban a los valores de hombre, a los valores cristianos que muchos de ellos mismos no conocen ni saben cómo seguir. Esto lo hace en un contexto social en el que la policía, como garante de la Ley y el Orden, no puede prevenir ni actuar contra el crimen con efectividad, y tiene, además, serias dificultades para el esclarecimiento de los delitos. Es por eso que se apela a la ciudadanía, porque en este momento, al igual que el 1992, el estado es incapaz de controlar la actividad criminalidad, que el país percibe como un comportamiento universalizado e impune. Apenas hay vigilancia y apenas hay castigo. Así las cosas, alguien tiene que mirar, oír, contar, soplar e involucrar. A sueldo, por pura convicción ciudadana, o por ser alcahuetes.
En estos días pienso mucho en aquella frase de Odio al chota, porque forma parte de nuestro weltanchauung, y porque a pesar de ello, la sociología y la antropología no la han trabajado como merece.
También cavilo sobre ello porque es el elemento central de la saga del representante José Luis Rivera Guerra sobre las imputaciones por uso indebido de la conexión de energía eléctrica y servicio de acueductos. Hay que mirar bien en el fondo para percatarse que todo empieza cuando su contrincante en las primarias por el escaño en la Legislatura, Ernesto Robledo, va al directorio de su partido con la queja de las presuntas violaciones de ley del representante Rivera Guerra. La respuesta del secretario general de su partido, sin leer la querella, no se hizo esperar: “eso estaba fuerte, que quien debía presentar eso era un popular” (El Nuevo Día, jueves 5 de enero de 2012). Robledo presentó esa querella en la Legislatura y no se le dio paso. El discurso oficial pide a gritos que los ciudadanos de a pie delatemos a los que delinquen, que choteemos, pero dentro del gremio, dentro del círculo de los iluminados, debe operar el código del silencio. He ahí el dilema y la profunda complejidad de la delación y del deber ciudadano, en un país construido culturalmente sobre el Odio al chota.
*Agradezco a Gary Gutiérrez, Cynthia Maldonado y Carlos J. Carrero por sus comentarios, ideas y recomendaciones editoriales.