Para que no seamos unos bacalaítos
“No había más bacalao,” “La isla estaba liquidada…”
Claude Lévi-Strauss, Tristes trópicos (1955).
Cada Cuaresma salen a relucir —religiosamente— los temas del consumo de pescado, el de la pesca y recientemente el del bacalao. Sobre la pesca he escrito bastante (y sigo haciéndolo) y el Programa Sea Grant tiene para descargar, libre de costo, el libro Una mirada al mundo de los pescadores, donde se explican algunas cosas de ese modo de vida y sus avatares. Les invito a descargarlo, pues responde a muchas preguntas que nos hacemos en la Cuaresma. Pero ahora quiero atender aquí el asunto de la verdadera identidad del bacalao, si es que existe. Las identidades son siempre difusas y escurridizas, y la de este peje no es la excepción.
El año pasado, el Departamento de Asuntos del Consumidor, DACO, entró en una controversia sobre el origen del bacalao (perteneciente al orden de los Gadiformes) en los estantes de los supermercados y su supuesta falsa identidad. O sea, no era bacalao de verdad, cosa que irritó a los consumidores de las serenatas y de los caldos santos cuaresmales.
Aunque es cierto que el bacalao que se vende hoy es el abadejo del Pacífico, Theragra chalcogramma (Alaskan Pollock), y no el bacalao tradicional o Gadus morhua, tenemos que admitir que esto se viene haciendo por años, pues los abastos del bacalao y otros Gadiformes del Atlántico canadiense colapsaron, por la sobrepesca, en la década de 1990. Es decir, no hay suficiente bacalao para suplir la tradicional demanda mundial, ya no se pesca excepto en áreas selectas de Canadá y Noruega y, además, su precio es prohibitivo.
El abadejo del Pacífico es capturado por las flotas chinas, rusas y estadounidenses en el Mar de Bering, y luego se vende en los mercados globales. Según el Servicio Nacional de Pesquerías Marinas de los Estados Unidos, el abadejo es la pesquería más grande de ese país en volumen y, aunque se estima que su abasto no se ha pescado a su mayor potencial, sus detractores arguyen que de seguir su explotación sus poblaciones seguirán la misma suerte que su primo, el verdadero bacalao.
Hasta hace unos años el mercado de bacalao (pescado salado) se suplía con otro Gadiforme, el Gadus macrocephalus, una especie del Pacífico que era muy abundante y que ahora le preocupa a los científicos y manejadores del recurso pesquero el estatus de sus poblaciones. También se está acabando.
Pero volvamos al asunto de las identidades. El catálogo de la FAO (Organización para la Alimentación y la Agricultura de la Organización de Naciones Unidas), que describe a cientos de especies que pertenecen a los Gadiformes, indica que hay tres géneros que pueden ser considerados bacalaos (cod) “de verdad”: Gadus, Melanogrammus y Theragra. Este último contiene al abadejo de Alaska; así que, técnicamente, según la FAO, este es un bacalao y, por tanto, no podemos descartarlo por ser un farsante. Tiene carné de identidad.
Pero antes, hace algunas décadas, ¿comíamos bacalao de verdad?
Bueno, esa es harina de otro bacalaíto. Los comerciantes de Terranova (Newfoundland), nuestro proveedor más importante de ese pescado en los siglos XIX y XX, usaban el concepto genérico de “saltfish” para incluir los diversos Gadiformes que nos vendían. La mayor parte de los embarques estaban compuestos por el Gadus morhua, el bacalao del Atlántico. Pero los comerciantes de St. John, la capital de la provincia, solían enviar al Caribe distintas clases de calidad de bacalao, y una variedad de especies que —saladas y secas— eran casi indistinguibles del morhua tradicional.
El caso del verdadero bacalao también le ha preocupado a los españoles, quienes nos transmitieron su vicio por esos deliciosos platos. Cuando los ingleses los sacaron de los ricos bancos pesqueros de Terranova, no tuvieron otra alternativa que comprarle a ellos el bacalao canadiense o importar otras especies parecidas. En los siglos XVIII y XIX se vendía en España el abadejo como bacalao “de verdad”. El abadejo en ese momento era el pollack (no pollock), el Pollachius pollachius, un peje que habita las costas europeas desde la Bahía de Vizcaya hasta Islandia. Se vendía fresco y, cuando así se hacía, era obvio que no era el bacalao de verdad. Pero… es posible que cuando vendían la truchuela (bacalao pequeño y de baja calidad), el curadillo (pescado salado, ahumado y aireado) y el abadejo (variaciones de bacalao salado), vendían cualquier cosa secada al aire (el cecial) o salada. De ahí un extraño refrán: “abadejo, truchuela y bacalao, todo viene a ser el mismo pescado” que quiere decir todo lo contrario, no necesariamente son lo mismo, pero se come igual cuando hay hambre. Y entre los pejes que se podían hacer pasar por bacalao, encontramos a la maruca (ling, Molva molva); un impostor que la gente se lo comía salado, como si fuera el otro. Técnicamente, la maruca es un Gadiforme, pero no es un bacalao.
Acá, en la Isla, importábamos enormes cantidades de bacalao de Nueva Inglaterra (de los pescadores de Maine) y de Terranova en el siglo XIX. El comercio con los ingleses nos trajo grandes cantidades de bacalao, harina y arroz. La suerte estaba echada: bacalaítos fritos, arroz con bacalao, bacalao con pana y con cualquier cosa configuró la gastronomía local. El bacalao se convirtió en una obsesión gastronómica y, cuando su importación se vio afectada, durante la Segunda Guerra Mundial, soñamos con ir a pescar a Terranova a buscarlo nosotros mismos, y hasta hicimos una expedición a esos caladeros para pescarlo, para repartir el bacalao acá. Fue, digámoslo, un sonado fracaso. Sentíamos la misma desesperación que Lévi-Strauss documentó en 1941 en la gente de Martinica, a quienes las complejas estratagemas militares de la guerra les había dejado sin bacalao.
El asunto de la verdadera identidad del bacalao tiene su larga historia, aquí y en otros lugares. Si los consumidores van a comprar el “verdadero” bacalao, no lo van a encontrar; y si lo encuentran, será muy caro. Eso sí, el que compre bacalao de Noruega, o de Gaspé, en Canadá, debe asegurarse que es de ahí y que es del género y especie Gadus morhua, pero… ¿cómo saberlo? Requiere de un análisis de ADN para cerciorarse de ello. Por otro lado, algunos de nosotros perdimos en la memoria el verdadero sabor del bacalao “de verdad” (si es que alguna vez hubo uno verdadero), y solo guardamos el recuerdo de la sal que, junto con el tiempo y el secado, le da una textura y lo viste con un sabor peculiar que asociamos con nuestra cotidianidad caribeña de almuerzos y fondas desde Trinidad hasta Cuba.
Al igual que el buen colega Cruz Miguel Ortiz Cuadra (Puerto Rico en la olla ¿Somos aún lo que comimos?, 2006, Madrid, Editorial Doce Calles), yo también he seguido la ruta del bacalao en la mesa de los documentos; jornada que un día me llevó al Archivo Provincial, en Terranova. Allí, en la calle Comercio de St. John (donde tanto se discutía el caso del mercado de Puerto Rico en la Junta Pesquera), en un restaurante italiano, me comí en 1998 un bacalao auténtico, fresco, el Gadus morhua original. El gobierno de la provincia permitía la pesca de algunos ejemplares —capturados bajo supervisión de las autoridades, a modo de estudio— que se vendían a los turistas en los restaurantes. Pero… no sabía igual, y fue una gran decepción. El paladar y la memoria solo eran capaces de recordarlo y saborearlo salado y seco, con leche de coco, o con aceite de oliva, cebollas, pimienta y otras cosillas que todos saben. Fresco y desnudo no sabía igual, le hacía falta sus ropajes y sus otros disfraces culinarios caribeños.
A decir verdad, el abadejo de la controversia nunca vino disfrazao. Al igual que los otros Gadiformes, vino vestido de sal. Eso sí, se puso un letrero con su apodo: el bacalao. Los empaques decían antes, en letra muy pequeña, que eran abadejos alasqueños; ahora la llevan muy grande. Ya lo sabe, así que cómaselo con gusto e imagínese que es un bacalao genuino, pues a fin de cuentas, después de tantas décadas, ya ni nos acordamos cómo sabía el verdadero. Además, se lo viene comiendo de esa manera hace mucho tiempo, y está contentito con su precio.
http://www.seagrantpr.org/catalog/files/books/Mirada_al_mundo_de_los_pescadores.pdf
(Agradezco los comentarios de mis colegas del CIEL: Cynthia Maldonado Arroyo, Johnny Irizarry Rojas y Michelle T. Schärer Umpierre.)