Playas y puerco terrorismo
Como suele suceder en el día de San Juan y en otras efemérides del verano, se levanta la indignación contra quienes ensucian las playas y las laceran con sus actos irresponsables. Me uno a ese coro de indignados (muchos buenos amigos en Facebook), quienes también corren a las playas a limpiarlas para hacer algo por nuestros entornos costeros. Hay quienes les llaman puercos a los que las ensucian, unos terroristas en contra del ambiente y de la vida. Ya que estamos en eso de los epítetos, pues me da con llamarles puerco-terroristas de playas. Me uno también a ese coro, pues hay que hamaquearlos para que adquieran conciencia de lo horrible de sus actos.
Pero, al subrayar el pecadillo de que son puercos y desconsiderados, nos olvidamos de que hay otros responsables de la debacle de nuestras playas. La Autoridad de Acueductos y Alcantarillados (AAA) tiene una dispensa de la Agencia de Protección Ambiental (EPA, por sus siglas en inglés) para lanzar en las profundidades del mar las aguas usadas, con tratamiento primario, desde los efluentes de sus plantas de tratamiento. En varios lugares de la Isla, la AAA tiene dificultades técnicas y muchas aguas usadas terminan en las playas sin ningún tratamiento. Eso quiere decir que lanzan al mar con un alto contenido de microorganismos (coliformes fecales, enterococos y otros) y contaminantes que imposibilitan su uso para bañarse. La calidad de las aguas—en la playa—en ocasiones viola los estándares de la Junta de Calidad Ambiental, según estudios científicos. Los desarrolladores se divierten echándole la culpa a la construcción de casas individuales con pozos sépticos cerca de las playas que en ocasiones se sobrecargan y desbordan sus aguas usadas en el mar. Tengo que admitir que son un hecho las descargas sanitarias ilegales y otras descargas que terminan en las playas. Hay hoteles y hospederías que también descargan sus aguas en el mar, por accidente, por roturas o simplemente porque así lo han planificado. La agricultura monte arriba y la construcción contribuyen también a deteriorar la calidad de las aguas en la costa. Así las cosas, el problema de la basura y la pobre calidad de las aguas tienen distintos vectores y son de gran complejidad técnica que ameritan verse con detenimiento.
Hay quienes se han preguntado por qué somos tan puercos y por qué tratamos así a nuestras playas. Las contestaciones abundan: el colonialismo, la educación, los valores, el desprecio a las cosas, la apatía, la rebeldía, el fatalismo, la crisis. Yo también tengo mi explicación: la gente visualiza las playas como un espacio público y físico, y no como parte de la naturaleza. Para la gente, la playa es arena que queda cerca del agua. Muchos lugares donde ocurren estos actos de puerco-terrorismo son urbanos en los que no hay vegetación alrededor, lo que le da a la playa ese toque único de cenicero, desierto o terreno baldío donde echar la basura. Las zonas más apartadas son el espacio ideal para vertederos clandestinos, de los muchos que nos abarrotan.
Poca gente sabe que la playa puede considerarse como un hábitat, como un entorno rico en vida (aun debajo de esa arena caliente), en donde anidan tortugas y viven insectos y microorganismos que hacen posible otros procesos ecológicos de nuestras playas. (Todo el mundo debe leer el trabajo de Cedar I. García Ríos sobre las playas de arena.) A eso hay que añadirle que las instalaciones y artefactos para disponer de la basura (y quien se encargue de eso) no son siempre suficientes y mucha gente termina tirándola por doquier. Fuera de las playas, la gente oculta la basura en un risco, detrás de un rodal de hermosos árboles o entre unas matas para que no se vea. O simplemente disponemos de ellas como hacemos con las colillas, las botamos en el cenicero, o en el piso. (Hay mucha gente que ama el ambiente y fuma y tira las colillas al piso, cosa que me parece inaceptable.) Y la playa es para mucha gente eso, piso, un material de construcción, un enorme cenicero y no un entorno vital, preámbulo a una extraordinaria biodiversidad. Para colmo, en muchos sitios le hemos arrancado la flora (que por cierto, retiene arena y hace crecer la playa) y la hemos cercado con barreras, verjas, muros de concreto y piedras para evitar que se erosione. Entre el muro y las sillas de playas, nos apretujamos a tomar sol en una pequeña franja de este material “sin vida” que el mar lava con su oleaje y marea. Es decir, un lugar físico que hasta se mantiene solo.
Otra posible explicación radica en que el Estado ha tenido una relación de estupro constante con el medio ambiente. Hay que volver a mirar dónde hemos puesto muchos vertederos: cerca de las playas y hasta en los humedales. El Cañón San Cristóbal –hoy un lugar ecológico importante– fue una vez el vertedero de varios municipios, para tomar un ejemplo fuera de las playas. La historia del asco y de la repugnancia estatal hacia los humedales encontró su nicho en nuestras leyes, las cuales permitieron y avalaron la destrucción de los manglares para hacerlos productivos en la agricultura, entre otras cosas. En pro del desarrollo, destruimos las dunas de la región norte y hemos (porque muchos de nosotros estamos en las redes del Estado) transformado los paisaje de este archipiélago. Debido al mal llamado desarrollo hemos privatizado ese entorno, y excluido de la ciudadanía que forma parte de la vida social y cultural de muchas de esas playas. Históricamente, las playas y los islotes han sido buenos para bombardear; entonces, ¿por qué no para echar basura? Pero, todos somos responsables de esta afrenta.
Es allí, en las playas y los islotes, donde las radioemisoras y las compañías de licores han realizado sus grandes eventos, dejando una estela repugnante de basura una vez ha terminado el estruendo y el vacilón. En otras palabras, también el sector privado tiene su culpa. Tal vez, esas no son muy buenas explicaciones, pero creo que hay algo de cierto en ellas. Seguimos con la interrogante y tratando de evitar el puerco-terrorismo contra la biodiversidad y el paisaje a como de lugar, pero con la mirada puesta en la complejidad de violadores que son también responsables por todo esto. Como me advierte mi colega en el CIEL, Carlos Carrero, todos tenemos la culpa y debemos de enfrentar esa responsabilidad, construyendo una ética ambiental que nos permita cuidar de nuestras costas. Eso sí, hay que señalar a todos los culpables.
Agradezco a Cynthia Maldonado Arroyo, a Carlos J. Carrero Morales y Ruperto Chaparro (UPR Sea Grant), sus comentarios y recomendaciones editoriales.