Politologueadores
Desde que abrimos los ojos y encendemos la radio, la televisión o las pantallas de computadoras o celulares, tenemos un menú muy restringido y uniforme de visiones. La información noticiosa profesional y seria ha prácticamente desaparecido, y el campo ha sido ocupado por las peroratas de “figuras de los medios”, que deshonran a los periodistas al hacerse pasar por ellos, y “talentos” que representan el bipartidismo de siempre con lazos activos con las esferas tradicionales de poder político y económico. A estos se les unen los agentes de un nuevo oficio, los hombres (casi todos) y mujeres que “politologuean” ensartando arengas y preguntas de sainete a sus invitados políticos y empresariales pretendiendo hablar en nombre del pueblo. Es importante señalar, pues forman multitud los engañados, que muchos de los invitados pagan directa o indirectamente por el tiempo en el aire.
La tónica de los que “politologuean” ha invadido la mayoría de la oferta mediática y, en mayor o menor medida, desde el locutor de noticias hasta los abogados, profesores y reporteros que participan de las muchas horas de programación diaria, comparten esta práctica. Todo o casi todo se ha convertido en un espectáculo, pero también en un negocio, y se concibe como un entretenimiento y, simultáneamente, como publicidad.
Los protagonistas del empresarismo mediático justifican militantemente estas formas de gestión. Dentro de sus filas hay fanáticos (con frecuencia comprados de diversas maneras) de las únicas alternativas. Es común ver y escuchar al abogado o al profesor “politoguear” ridiculizando las posiciones divergentes, que apenas tienen representación en sus programas, a grito pelado, con voces alteradas que frecuentemente imitan una mujer, el llanto de un niño, la conducta de un loco o de un desesperado.
El espectáculo creador de opinión pública se realiza en los estudios de la emisora, pero cada día más en concesionarios de automóviles y plantas eléctricas, hospitales, oficinas centrales de planes médicos, megatiendas, hoteles y casinos y distribuidoras de licores. Muchas veces el servicio informativo va de la mano con el vacilón y la fiesta. Por ello hay “escándalos” en lugar de graves noticias, “noticias positivas” seguidas por información del tránsito hermanadas con invocaciones religiosas, recuentos de la comilona y la bebelata de la noche anterior apareados con cínicos clamores al cielo, que serían de mal ver hasta en una asociación de pundonorosas damas cívicas.
Otra cosa caracteriza a esta plaga de la información: la catástrofe que representa su manera de hablar. La falta de elocuencia y rigor viene acompañada por una enorme carencia de sofisticación. Un español casi primitivo cojea sostenido por las muletillas de un inglés exhibicionista y acomplejado, que hace encallar el torrente de palabras cada pocos segundos. A ninguno de estos personajes parece importarle esto y seguramente lo justificarían en nombre de la naturalidad, o de una caricaturesca pertenencia, por herencia o aspiración, a un sector político y, sobre todo, social.
A los medios masivos de comunicación apenas llega la diversidad del país. La casi totalidad de los comentarios y análisis políticos se hacen a dúo. Se representa así exclusivamente el bipartidismo, que de un tiempo a esta parte constituye también una alternativa única. Poquísimos son los programas en los que participan especialistas en algún asunto con un criterio diferenciado de las ortodoxias ideológicas de los partidos colonialistas.
La gran justificación de estas prácticas de manipulación de la opinión pública es la pretendida naturaleza del público. Debido a ella es que muchos habladores a los micrófonos pretenden hacerlo en “arroz y habichuelas”. La expresión siempre me ha parecido atroz: un insulto al pueblo y, también, a uno de sus platos predilectos que, de estar bien hecho, dista de ser simplista o una comida de brutos. La realidad del asunto es que a ciencia cierta no se sabe qué viene primero, si los bueyes o la carreta, si se habla en “arroz y habichuelas” por elección paternalista o porque no se tiene la capacidad de hacerlo de otra manera. En otras palabras, muchos politogueadores padecen, en sus cuerpos y mentes, del mal de la única alternativa. De aquí su pobreza conceptual.
Siempre estuve convencido de ello, pero en los últimos años que he escrito regularmente en la prensa y participado en la radio, me lo han hecho comprobar muchos lectores y oyentes: existe una masa enorme de puertorriqueños sedientos de alternativas de comunicación, cansados de la mediocridad y vulgaridad, del primitivismo cultural que apenas oculta el título de abogado o el historial de puestos políticos de los politogueadores.
A esta altura de la ruina del país, me resulta imposible concebir que alguien esté dispuesto a votar por alguno de los dos partidos principales en las próximas elecciones. Ya sabemos lo que ofrecen: corrupción, incapacidad, medro y colonialismo. Algo similar pienso de los principales medios radiales e informativos, habida cuenta de sus pocas y a veces muy honrosas excepciones.
La tecnología de nuestro tiempo ofrece vías alternas. Es hora de que la rica diversidad del país ocupe estos espacios y contrarreste la complacencia mercantilista de los propagandistas y falsos profetas de la única alternativa, que nunca es la sola, sino la que prefieren los que nos han traído hasta este punto con la ayuda inestimable y mercenaria de los politologueadores.
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Nota: Esta columna fue publicada originalmente en el semanario Claridad.