¿Qué normalidad?
Si nos quitamos de la lucha porque nos llegó la luz, perdemos. Tenemos que reclamar transparencia en el manejo de la recuperación, y participación en la reconstrucción de la red energética y la economía que de ella depende.
Me revienta ya la palabra. Desde su uso histórico, y su asociación con la medición de una supuesta “inteligencia” humana –de donde viene el insulto “anormal”– hasta su repetido uso en estos días para evocar ese tiempo añorado de duchas calientes, habitaciones frías y consumo limitado únicamente por las preferencias y el presupuesto. Como debe ser, la norma.Ciertamente, considero que tener agua corriente, luz eléctrica y señal de internet en el hogar debería ser un derecho humano, si no lo es ya, pero no puedo evitar pensar que todas son condiciones del último siglo, o las pasadas dos décadas en el caso del internet. Lo “normal” de los años 30 no es lo “normal” de ahora. Y el estado “normal” al que podremos aspirar, cuando vuelva a haber energía eléctrica y agua corriente en casi todos los hogares, va a ser bastante diferente de lo “normal” que hubo antes de Irma y María, y sobre todo de lo que había antes del cierre gubernamental del 2006, cuando inició más de una década de contracción económica, que los huracanes de septiembre solo aceleraron.
El año pasado, cuando Andrés Jiménez grabó “Como lo hacíamos antes”, no sé si se habrá imaginado cuan profética sería su letra: ya es común que la gente diga que María nos hizo retroceder varias décadas, a aquel tiempo en que la mayoría de las familias puertorriqueñas no tenía agua corriente ni energía eléctrica en sus casas. También se observa a menudo cómo han resurgido las relaciones sociales entre vecinos y familiares, que compartimos más, precisamente como dice la canción de El Jíbaro. Menos frecuente es que se reconozca la íntima conexión entre las dos cosas: retomamos las relaciones comunitarias en estos días porque las necesitamos, o porque ya no tenemos las formas de entretenimiento que preferimos. Esa misma necesidad de ayuda mutua es la que la modernidad eliminó casi completamente (o dio la ilusión de haber eliminado), al proporcionar la autosuficiencia que da el automóvil, la casa con luz y agua, y la conexión al internet con su mundo de posibilidades de entretenimiento, y de conexión con quien queramos… y no con quien tenemos al lado.
Esa fue la “normalidad” que la tormenta se llevó: esa libertad de pensamiento y de movimiento impensable hace un par de siglos, y la atrofia de relaciones familiares y vecinales que son producto de la modernización. Se puede ir más lejos: si le hacemos caso al virtual consenso científico en torno a la realidad del cambio climático antropogénico, encontramos que la serie de desastres “naturales” que ha experimentado el mundo en la pasada década tiene raíces en esa misma modernidad. O sea, la realización del sueño, de hace tres siglos ya, de un progreso beneficioso para toda la humanidad, producto del ingenio humano, libre de las trabas de la tradición y el oscurantismo, nos ha traído la contaminación ambiental y su secuela de cambio climático, y con él, los fenómenos atmosféricos que nos azotaron en septiembre.
Repito, la luz, el agua y el internet son, o deberían ser, derechos humanos, igual que la educación y la atención médica, productos del mismo movimiento histórico que creó la idea misma de “derechos humanos”. Yo afirmo plenamente todos aquellos valores de la Ilustración europea; sigo participando de ese idealismo, con sus nociones aún subversivas sobre igualdad y democracia. Pero la nueva crisis del antropoceno —esta nueva era geológica marcada por la huella del ser humano en la composición mineral y atmosférica del planeta— nos obliga a confrontar el hecho de que esa “normalidad” tan cómoda, que todo Puerto Rico añora en estos días, se basó en un consumo energético que nunca fue sostenible sino para una pequeña minoría de la población humana, y que ahora amenaza con socavar los mismos cimientos de la propia “civilización” que la creó. También nos había hecho olvidar lo que significa ser vecinos y, en algunos casos, parientes.
Participar en esa modernidad fue lo que el general Nelson Miles prometió al pueblo puertorriqueño, cuando llegó con sus tropas en julio del 1898. Las comodidades más ansiadas tardaron medio siglo, pero cuando se nos concedió el ELA y pasamos de tener una economía colonial agrícola a una economía colonial industrial, y luego una economía colonial de servicios, nuestro pueblo se lanzó de pecho a conseguirlas. Entendimos que se nos prometía la liberación, si no del yugo colonial, por lo menos de la pobreza y la ignorancia, y de tener que vivir toda una vida en un barrio como Collores… por lindo que fuera al recordar cuando salimos de ahí.
No nos ocupamos de leer las letras chiquitas, por supuesto: esa libertad, entendida como poder de consumo, vino con un precio elevado, no solo de nuestras relaciones sociales y esa serenidad que Muñoz trató en vano de promover, sino en dinero, contante y sonante. Nuestro anhelo de más carne en el plato, más frío en el cuarto, más canales en la televisión y más viajes a otros países, tuvo su contraparte en el deseo de nuestros gobernantes criollos por construir nuevas “obras” que llenaran las arcas de sus partidos y sus donantes. Así como el consumismo llevó a familias a comprar y botar, en vez de mantener y arreglar, la administración pública por décadas privilegió la construcción de facilidades nuevas sobre el mantenimiento de las existentes. Para individuos y para el gobierno, el endeudamiento fue la alternativa principal para mantener la “normalidad” del consumo, y en el caso del gobierno, ya vimos a dónde nos llevó ese empeño. Así fue que la Autoridad de Energía Eléctrica, aquel otrora motor de transformación económica y social, llegó a servir para engrosar los caudales de partidos políticos, gerentes y suplidores corruptos, y luego se desangró para pagarle a los bonistas. Y cuando vino la tormenta, todo ese andamio de torres y cables que sostuvo nuestro consumo, colapsó sin que hubiera la fuerza de trabajo ni los materiales requeridos para reconstruirla.
Tenemos derecho a que se reconstruya, por supuesto. Y mientras más podamos aportar a esa reconstrucción —que ya hemos aportado muchísimo de septiembre para acá, en esfuerzo no remunerado y en paciencia al resistir— más podremos reclamar. Pero debe quedar claro que la “normalidad” que podemos esperar luego de estabilizarse la provisión de energía eléctrica en nuestras 100 x 35 millas no va a ser la misma que hubo antes. Tampoco creo que debamos desear que sea la misma.
Recordemos que la “normalidad” de nuestro gobierno (sea rojo o azul) es la repartición de jugosos contratos y cómodos empleos de confianza a amigos del alma, y que mucho antes de tener tan siquiera la mitad del país conectado a la red eléctrica, la AEE otorgó un contrato por más de un cuarto de millón de dólares para relaciones públicas. Para convencernos, claro está, de que «la normalidad» está a la vuelta de la esquina, gracias a todos los gringos que también se han contratado por sumas leoninas.
En una colonia, después de todo, lo normal es que los problemas sean resueltos por la metrópoli.
Pero nuestra experiencia “anormal” de estas pasadas semanas ha sido precisamente que la metrópoli aún no ha resuelto los problemas más básicos y apremiantes, y por más que nos traten de echar la culpa —la de haber elegido una sucesión de gobiernos liderados por gente miope, mediocre o sencillamente corrupta— en la crisis quienes único nos pudieron ayudar fueron las personas que viven alrededor nuestro, que tan poco caso les habíamos hecho.
¿A qué “normalidad” podemos realmente aspirar? ¿Cuándo, y cómo, saldremos de la depresión económica y política en la que nos encontramos? ¿Estaremos destinadxs, en efecto, a ser un “paraíso fiscal” con una población diezmada, que se dedica principalmente a complacer los deseos de los multimillonarios extranjeros residentes aquí parte del año? O ¿podrá el proceso de recuperación de los huracanes —ayuda suficiente desde el gobierno federal y organizaciones no gubernamentales, impulsada por la organización política de comunidades puertorriqueñas dentro y fuera de la isla— dar el ímpetu para la reconstrucción de la economía boricua? Lo segundo no deja de ser una posibilidad real, aunque todos los topos estén cargados a favor de lo primero.
Por eso, y a pesar de todas las incomodidades, no quisiera estar en ningún otro lugar del mundo ahora. Estamos viviendo un momento clave en nuestra historia, un momento terrible pero que nos invita a reconocer cómo la normalidad anterior era, en muchos sentidos, dañina. Estamos en una de esas raras coyunturas históricas en las que el futuro inmediato se vuelve muy opaco, y lo que hagamos —sobre todo si logramos actuar colectivamente— puede tener un impacto decisivo sobre la dirección de los eventos en el futuro.
Precisamente por lo fluida que es esta situación, no es el momento de marcar un compás de espera. Si lo hacemos, solo podemos esperar la reimposición de la “normalidad” del poder colonial: aún mayor concentración de riquezas –y eso, que la riqueza total del país ha bajado estrepitosamente con los estragos de María— en manos de intereses metropolitanos y sus socios en la élite criolla. Contratos y sueldos jugosos para quienes estén en el tope de la pirámide del poder, ahora adornada con una esplendorosa cúpula de extranjeros y extranjeras; cada vez menos migajas para lxs de abajo.
Este es el momento de reclamar nuestros derechos como seres humanos, y sí, como ciudadanos y ciudadanas del imperio que aún puede jactarse de ser el más poderoso del mundo. Pero no podemos depender de EE.UU. para “levantarnos”. A fin de cuentas, no es que lo que nos suceda le sea del todo indiferente al gobierno norteamericano, porque un desastre humanitario aquí les causaría –y les ha causado— muchísimos problemas, pero tampoco les importamos tanto como para ayudarnos a reconstruir nuestra economía de forma sustentable para nuestro pueblo y nuestra tierra. La única fuerza que puede hacer eso es la nuestra propia, con la cual hemos sobrevivido hasta hoy y que tenemos que desarrollar más.
No sea que volvamos a caer en esa “normalidad” que por tantas décadas nos aisló de nuestra propia gente, empobreció nuestra vida como pueblo, y sigue destruyendo ese delicado balance ecológico que permite que especies como la humana puedan subsistir sobre la faz de la tierra. Nadie, salvo esa minoría que se beneficia de ella, quiere que siga el patrón de corrupción y favoritismo que ha marcado administración tras administración en este país, en todos los niveles del gobierno. Pero para que suceda algo diferente, tendremos que movilizar esa solidaridad y ese espíritu comunitario que —mucho más que cualquier ayuda de afuera— nos permitió sobrevivir estas pasadas semanas. Si nos quitamos de la lucha porque nos llegó la luz, perdemos. Tenemos que reclamar transparencia en el manejo de la recuperación, y participación en la reconstrucción de la red energética y la economía que de ella depende.
Esto no se le puede dejar a los sindicatos y los grupos de izquierda. Tenemos que movilizar nuestras iglesias, clubes cívicos y asociaciones profesionales, y exigir participar en la conversación sobre cómo va a ser Puerto Rico, o como TIENE que ser Puerto Rico para que realmente podamos decir que “nos levantamos”. Si no, vamos a terminar en una “normalidad” mucho peor que la que hemos vivido hasta ahora.