Reseña de ¡Sonó, sonó… Tite Curet!
Viajando de cementerio a cementerio (más o menos abre con la tumba de Cortijo y más o menos cierra con el entierro de Tite Curet), Sonó, sonó dibuja, a base de entrevistas y canciones, la figura del fecundo compositor y periodista. Se trata del único especial navideño del Banco Popular que prescinde de la charrería insostenible y el más que modera el hedonismo nostálgico con que miramos nuestra producción musical.
Quizás la característica del documental que más ha llamado la atención del público tiene que ver con «el Puerto Rico que retrata» (aludo a los amigos y familiares que lo vieron). Gabriel Coss e Israel Lugo optaron por prescindir del acaramelado imaginario de club nocturno y playa prístina de los inaguantables especiales del pasado, cosa que se traduce en un favor a la teleaudiencia y al portafolio del Banco Popular.
La mímesis, claro, es más una inclinación que una meta, por lo que no se le debería recriminar al documental lo que nos podrían parecer grietas de «un retrato fiel de nuestra sociedad». No hay retratos fieles; no puede haberlos. Dicho esto, queda claro también que los directores no quisieron hacer un film neorrealista. No hay especial navideño del BPPR neorrealista; no puede haberlo.
La naturaleza de las imágenes del documental se comprende mejor, creo, si evadimos la tentación de reconocer nuestra realidad en una pantalla. Como cualquier otra película estilizada, Sonó, sonó arma su imaginario prescindiendo de representaciones retratistas. En su reseña de la película de Luc Besson, Roger Ebert escribió:
«Although The Professional bathes in grit and was shot in the scuzziest locations New York has to offer, it’s a romantic fantasy, not a realistic crime picture. Besson’s visual approach gives it a European look; he finds Paris in Manhattan. That air of slight displacement helps it get away with various improbabilities».
Igualmente, aunque ofrece un estilo refrescante dentro del marco de los especiales del banco, Sonó, sonó recrea un espacio musical mítico. El diseño de arte y la cinematografía oscura, espesa de Chago Benet se inscriben dentro de la estética que reconocemos en videos musicales, las películas de Spike Lee (o imitaciones inferiores, como Precious). Los videos musicales «Julito Maraña», de Tego Calderón, y «La perla», de Calle 13, son otros ejemplos de lo mismo, y registran colores y texturas (hasta rostros) que vimos primero en películas como City of God y luego a nuestro alrededor.
La pintura intensa, desgajada, los muchos rojos de una pared, los muchos amarillos que se mezclan con grasa y sucio, se explican mejor como alusiones fílmicas que como «retratos fieles». Afirmo esto como un mérito del documental. Los colores y texturas deSonó, sonó no existieron primero en la realidad y luego en el cine; son producto de la tradición.
But then again, they’re there, aren’t they? Se trata de calles santurcinas que habrán visto transitar, años ha, a Tite Curet. El hecho de que existan o los veamos a nuestro alrededor no significa que no sean completamente artificiales. En «The Decay of Lying», Oscar Wilde sugirió que la Naturaleza imita al arte y razonó lo siguiente:
«Where, if not from the Impressionists, do we get those wonderful brown fogs that come creeping down our streets, blurring the gas-lamps and changing the houses into monstrous shadows? To whom, if not to them and their master, do we owe the lovely silver mists that brood over our river, and turn to faint forms of fading grace curved bridge and swaying barge?».
Como Besson y los impresionistas, Coss y Lugo buscan las favelas de Río y los barrios de Caracas en Villa Palmeras y Barrio Obrero. Los encuentran, por supuesto, porque siempre han estado ahí, y los transforman en imágenes que vimos primero en Youtube. El chiste está en sensibilizarnos a una óptica que ignorábamos o que relegábamos al arte. De otra parte, por momentos la estética nos extraña y sobrecoge demasiado: bajo el filtro oscuro de Chago, la montaña puertorriqueña se asemeja a la neozelandesa de Lord of the Rings. El resultado: un documental altamente estilizado, simultáneamente artificioso y genuino.
En última instancia, el comentario político no tan tácito (que se coló, gracias a Dios, bajo el ojo lelolai de los censores de Carrión) vale más que el retrato. Si a alguien le apetece apreciar los colores y texturas de Santurce, que se pasee por las inmediaciones de Rojo Chiringa. Más interesante resultan los lazos con los que una cepa de artistas del patio quiere atarse al sur (aunque sea el sur literario y fílmico). Caracas y San Juan, de un pájaro las dos alas, será. Y Río; y La Habana. Y El Barrio, que está en el sur aunque quede en el norte. No me convence aún el manipulador video de «Latinoamérica», de Calle 13; lo prefiero, sin embargo, a cualquier imbecilidad de Chayanne, de Daddy Yankee, de la desaparecida Melina León.
Una obra de arte lleva un punto, aunque usualmente cambie poco. ¿Debemos esperar que la insistencia subliminal sobre la riqueza de las comunidades del Caño Martín Peña (del que Tite Curet servirá de metonimia) despierten las conciencias de las masas? Ciertamente no, aunque resultaría mezquino desaprobar la intención de los directores. Lo mismo vale para «Latinoamérica» o «Sorongo».
Aunque para nada tiñosa, la crítica al número «Pa los caseríos» ignora que en los caseríos (¡sorpresa!) hay gente que trabaja. Javier Román tiene un punto cuando arremete contra «la maquinaria publicitaria del pensamiento positivo, eje central de la campaña ‘Echar Pa’lante’ y de la misma idiosincrasia corporativa que nos llevó al actual desbarajuste». Me sospecho que Sonó, sonó quedó tan bien realizado que Román olvidó que miraba un especial navideño del BPPR y le exigió peras revolucionarias al almo corporativo. Su señalamiento, con todo, debe atenderse, para no olvidar que Calle 13 comparte tarima con Shakira, que buen número de los salseros pintorescos y callejeros del país se alinean con lo que hoy llamamos «centroderecha» y que el documental lo paga (¡sorpresa!) el Banco Popular.
De hecho, una crítica más políticamente correcta hubiese atendido el problema de que se haga hincapié en lo «trabajadores que somos» justo en un tema titulado «Pa los caseríos». El regañito paternal, la insistencia en la superación (término horrible, manoseado, dañado irreparablemente), en el boxeo como vía de escape, pudo haber degenerado en un mensaje público no pagado de proporciones «Dile(s) no a las drogas». Aunque, para ser honestos, ¿por qué debería incomodarnos que se lleve un mensaje positivo? Francamente, ¿por qué? El hecho de que El Gran Combo haya producido una versión involuntariamente chistosa, diarreica y estúpida de su clásico es una cosa; la intención es otra, completamente distinta. La versión nueva del Gran Combo choca contra los muros gelatinosos de la flojera infinita porque está mal escrita, no porque su intención esté predestinada a hundirse. El tema se complica, claro, cuando recordamos que la moraleja la promulga una institución financiera (los causantes de la crisis financiera), pero el debate quizás nos aleje de los márgenes del documental sobre las composiciones de Tite Curet. Los directores de Sonó, sonó ciertamente no nos pegan en la cabeza con «mensajes positivos», aunque sugieren, mediante imágenes, los consabidos consejos gubernamentales/corporativos para forjar un mejor futuro, que, si uno se pone a pensar, no están tan mal.
Creo que debemos agradecerles a Coss y Lugo el encargarse de dirigir un documental en todas las de la ley, que al aunar las particularidades del tipo VH1 con las exigencias musicales y pretextadas del Banco Popular busca un espacio de expresión innovador, cuando no original. A esto se le agregan los estarcidos, los primeros planos intensos (como el de la maquinilla), los trucos de magia fílmica. Las imágenes de Sonó, sonó son tan hermosas que por momentos parecería como si pudiésemos prescindir de las canciones de Curet para apreciar la totalidad de la película. De hecho, ¿no están curiosamente reñidos audio e imagen? Para tratarse del trabajo de dos experimentados directores de video musical, las piezas musicales (desde la más linda -la de Trina Medina- hasta la más juguetona -la de Calle 13) no exhiben demasiada sincronía. Las imágenes de tambores y violines, guitarras y trompetas van por un lado y la música por otro. Con los vocalistas el efecto se amplifica. En la era del Blogotheque, resultaba innecesario grabar por separado para luego sincronizar audio e imagen (¿por qué no grabar en vivo?). Captar detalles, ángulos, fibras y matices, por supuesto, hubiese quedado fuera del juego, y los directores optaron por la imagen. Puede que la decisión haya valido la pena.
Los sujetos entrevistados, colegas de Curet, admiradores y musicólogos, también le dan diversos grados de interés y ternura a la película y no soy el único que se quedó con ganas de más. Por ejemplo, uno siempre anhela escuchar más de Roberto Roena, una adorable y abetunada contradicción de la convencionalidad. Asimismo, al profesor Otero Garabís le atropellaron la charla, ya que de seguro no quiso decir eso de que la lírica de Curet «reenfoca el orgullo de la negritud trasladándolo del cuerpo a la cara», puesto que no desconocerá que la cara forma parte del cuerpo. Y así hay más ejemplos. ¿Constituye un halago reprocharle al documental el ser demasiado corto? Gustosamente hubiese visto una versión veinte minutos más larga.
De todas, quizás la entrevista más conmovedora, la de Cheo Feliciano, contrasta con su número musical, el menos fastuoso. Emotivo y tristón, el Rey Charles boricua no dice nada, ni tiene que decirlo; los ojos vidriosos, cárdenos, y la voz quebrada comunican una historia larguísima, que nosotros sabemos, como recuerda la leyenda salsera de la Fania, quizás su voz más excelente. Javier Román lleva razón al reconvenirle falta de crudeza al documental y también al reconocer que la mea culpa adquiriría los visos de lo innecesario en este documental navideño (tiene la delicadeza de contraargumentar su propio argumento). Nosotros conocemos la historia, como dice Cheo, quien, luego de haber expuesto su teoría del pasecito y el cantacito, no quiere pena ni quiere llanto, sino «bomba y plena para el camposanto». Los espectadores salimos ganando con su parquedad y honestidad, con su timbre de voz y con la manera en que vive los versos de Curet. De igual forma, la historia de Santurce (de ese Santurce imaginario y vaporoso) se configura mejor en esta película con las imágenes que con los datos, esos minúsculos aguafiestas que siempre han prescindido del color y el ritmo.
¿Constituiría una injusticia enorme exigirles political correctness a los artistas? Quizás sí. Calle 13 seguirá siendo impresentable y contraproducente, a pesar de sus buenas intenciones. Ricky Martin no nos salvará del neoliberalismo, Palés Matos era blanco y Tego Calderón parece que se fundió. Los cantantes de la Fania eran una manga de bambalanes, Rodríguez Juliá escribe con los ojos cerrados y Tite Curet no representa a la voz de las masas. De igual forma, Coss y Lugo deberían verse en esta ocasión como los directores del especial navideño del Banco Popular. Como tales, sin embargo, han ostentado una muestra de virtuosismo sin precedentes en la difamada historia del cine boricua y nos han dado un regalo grande. Sonó, sonó es la mejor película puertorriqueña que he visto en años.